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– Vale -Cate sacó el pico y lo agarró con la mano izquierda mientras Cal cargaba con todo lo que antes había dejado en el suelo. Empezó a caminar, igual de ligero que sin el peso, y ella lo siguió.

Cate todavía tenía los pies congelados pero, mientras había estado sentada bajo el árbol, no había dejado de flexionar los dedos ni un segundo, aumentando así el riego sanguíneo, de modo que ahora no estaban tan entumecidos como antes. Sin embargo, esperaba que el refugio no estuviera demasiado lejos, porque la luz iba desapareciendo muy deprisa y la nevada era cada vez más intensa y se filtraba entre los árboles en silencio.

Esperaba que en el valle también nevara. Deseaba que los tiradores tuvieran tres metros de nieve encima. Esperaba que les hubiera llovido todo el día y ahora se hubieran convertido en helados humanos. A veces, en las montañas nevaba y en el valle no, pero esperaba que esta vez no fuera así.

– Tendremos que volver, ¿no? -preguntó ella muy despacio.

– Seguramente -Cal no se lo ocultó. Y ella se lo agradeció. Se enfrentaba mejor a la realidad que a las versiones edulcoradas que escondían más un deseo que un hecho-. A menos que sea una nevada tan fuerte que tengamos que esperar a que pare.

Cal se detuvo en un terreno especialmente resbaladizo y, con la pala, formó una especie de escalón. Con todas las cosas debajo del poncho, parecía un monstruo deforme, pero Cate supuso que ella tenía el mismo aspecto.

A nivel físico, no recordaba haber estado tan mal en su vida. Cada vez que respiraba, expulsaba una nube de humo por la boca; hizo un esfuerzo por cerrarla y respirar por la nariz, lo que provocó un efecto dragón. Se distrajo pensando en que podría enseñárselo a los niños ese invierno. Les encantaría hacer el dragón.

– Es aquí -dijo Cal, mientras apartaba las ramas e iluminaba el interior de la cueva con la linterna-. La he limpiado un poco y he colocado esas ramas para que te sirvan de almohada. Entra y ponte cómoda mientras voy a buscar leña para el fuego.

Cate no le preguntó dónde pretendía encontrar ramas secas; tenía una fe ciega en él y sabía que, si había alguna rama seca por ahí fuera, Cal la encontraría. Se detuvo en la entrada, se quitó el poncho, lo colgó en una de las ramas y se metió dentro del refugio. Una segunda linterna les habría venido de maravilla.

– Toma -le dijo Cal, mientras sacaba de la bolsa un tubito verde y estrecho. En cuanto lo vio, Cate supo qué era, porque lo había visto en tiendas para actividades al aire libre. Cal lo dobló para desencadenar la reacción química y el tubo empezó a brillar.

Tener luz era maravilloso. Cate se sintió mejor de inmediato, a pesar de que tenía tanto frío como antes.

Cal se arrodilló en la entrada y empezó a quitarse cosas de encima, intentando hacerlo con el poncho puesto ya que no quería que la manta y la colchoneta se mojaran. El material de escalada fue a parar a un extremo de la cueva; Cate también se quitó el suyo y lo colocó junto al de Cal.

Se había acostumbrado al peso de las bolsas con el agua pero, en cuanto se las quitó, soltó un gran suspiro de alivio mientras la espalda y los hombros se le relajaban. El agua era quizá lo que más pesaba, puesto que cada uno llevaba unos nueve litros de agua, equivalentes a nueve kilos de carga.

– ¿Llevas calcetines secos?

– En el bolsillo.

– Antes que nada, quítate los zapatos y los calcetines mojados, sécate los pies y ponte un par de calcetines secos -dijo Cal, y luego se marchó y volvió a perderse en la noche. Cate se quedó mirando el halo de la linterna un momento y luego hizo lo que él le había dicho. El experto en supervivencia era él, no ella.

Dejó a un lado las zapatillas y, con mucho esfuerzo, consiguió quitarse los calcetines empapados. Tenía los pies muy pálidos. Se envolvió los dedos de los pies con las manos, pero también las tenía frías y no le hicieron nada. Entonces, empezó a frotarse los pies con las manos con fuerza, para secarlos y para accionar el riego sanguíneo. Lo que necesitaba era una olla con agua caliente para meterlos dentro pero, como aquel refugio no tenía tuberías, siguió frotando y apretando hasta que, poco a poco, se le empezaron a calentar manos y pies.

La luz que el tubo desprendía era escasa y de color verde, con lo que Cate no sabía si los pies habían adquirido un tono rosado o no, pero los notaba más calientes. Sacó los calcetines del bolsillo y se los puso. Por lo visto, habían absorbido parte de su calor corporal y la sensación fue casi como si se hubiera envuelto los pies con toallas calientes. Enseguida desapareció pero, mientras duró, fue maravillosa.

Llevaba los pantalones mojados hasta las rodillas, pero no tenía otro par. Entonces recordó los pantalones del pijama largos que había metido en el bolsillo de la chaqueta. Los cogió, se sacó los que llevaba y se puso los del pijama. Estaban secos pero, como eran tan finos, parecía que no la protegían del frío, así que se envolvió con la manta y empezó a arreglar el poco espacio que quedaba libre en el refugio.

Eso implicaba desenrollar la colchoneta encima de las ramas que Cal había colocado en el suelo y colocar la manta de éste encima. Arrastró las bolsas con las botellas de agua hasta el fondo de la cueva, donde esperaba que no se congelaran, y sacó una botella para cada uno. Para comer, sólo tenían cereales, cajas individuales de pasas y barritas energéticas pequeñas. Para su sorpresa, en la bolsa de Cal había unas galletas de maíz. Cate se encogió de hombros; quizá le chiflaban esas cosas. Lo entendía. Durante ciertos días de cada mes, ella mataría por un poco de chocolate; bueno, quizá no matar, pero seguro que tiraría al suelo a las señoras mayores que se encontrara en el aparcamiento del supermercado para quitarles todas las barritas de chocolate Hershey que llevaran.

Sonrió. Una vez, Tanner le ofreció un beso Hershey para que se alegrara. Ella se echó a reír y lo abrazó con fuerza, confirmando la sospecha del niño de que el chocolate curaba todos los males.

Cal regresó, con un puñado de ramas secas y hojas debajo del poncho. Las dejó en un lugar seco, sacó la pala y cavó un pequeño agujero en el suelo al fondo de la cueva. Cuando terminó, dijo:

– Necesito piedras -y volvió a marcharse.

Seguro que tardaría menos en encontrar piedras que ramas secas. Hizo un par de viajes y rodeó el agujero con las piedras. Luego, colocó una cama de hojas en el suelo y, encima, varias ramas.

– Esto sólo es para prender fuego; luego iré a por más leña -dijo, mientras abría la bolsa de galletas de maíz. Se metió una en la boca y luego cogió otra. La colocó de lado y cogió la caja impermeable de cerillas y encendió una pero, en lugar de acercarla a las ramas, la acercó a la galleta.

Para sorpresa de Cate, la galleta se encendió y las llamas empezaron a pasearse por el contorno.

– Si no lo veo, no lo creo -murmuró ella.

– Alto contenido en aceites -dijo Cal mientras colocaba la galleta debajo de las ramas.

Cate se acercó y observó fascinada cómo las ramas empezaban a prender fuego y el humo empezaba a subir.

– ¿Cuánto tiempo arderá?

– Nunca lo he calculado; el suficiente. No dejes que el fuego se caliente demasiado; sólo para que siga ardiendo hasta que vuelva con más leña. -y volvió a perderse en la noche.

El fuego empezó a prender y la calidez que le llegó a la cara era celestial. Observó la galleta hasta que se convirtió en cenizas y tuvo la tentación de encender otra pero, en lugar de eso, se dedicó a reunir el poco fuego que quedaba y lo alimentó con otra rama.

Cal amontonó lo que parecía una pequeña montaña de ramas y corteza seca en el fondo de la cueva y no paró hasta que le pareció suficiente. Entonces, cortó varias ramas frescas de los árboles cercanos y se sentó debajo de la entrada mientras hacía un marco grande con ramas largas y las ataba con fibras que había cogido de los propios árboles. Empezó a tejer las ramas que le quedaban en el marco, intercalándolas y atándolas. Cuando terminó, apoyó un extremo en el suelo y apoyó el otro en una rama contra el suelo para que quedara levantado. Había hecho una pantalla que bloqueaba casi toda la entrada que haría que el calor se quedara allí dentro y no entrara viento; y la había hecho en poco más de media hora.