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– Depende. Prefiero los canjes -deslizó la mano hasta las nalgas de Cate y se las apretó para demostrarle qué quería a cambio de arreglarle los desperfectos de la casa.

A Cate se le ocurrió una curiosidad.

– ¿Cómo aprendiste a hacer todos esos arreglos? Acababas de salir de los marines.

Él se encogió de hombros.

– Supongo que se me da bien trabajar con las manos. Me alisté el día que cumplía diecisiete años…

– ¡¿Diecisiete?! -Cate estaba horrorizada. Diecisiete… Pero si todavía era un crío.

– Bueno, terminé el instituto a los dieciséis y nadie quería contratar a un chaval de dieciséis años a jornada completa. No quería ir a la universidad, porque era demasiado joven para encajar. El único lugar donde encajaba era en los marines. Mientras estuve en el cuerpo, conseguí un título en ingeniería eléctrica, aparte estudié mecánica automotriz y, además, cualquier puede clavar cuatro clavos y pintar una pared. No le veo la dificultad. Ahora estoy leyendo cómo pulir una bañera. ¿Qué?

No lo entendía, pensó ella. Realmente, no lo entendía. Volvió a besarlo.

– Nada. Es que eres el mejor manitas que he conocido.

– No es que en Trail Stop escaseen los trabajos y, además, sabía que si me iba a trabajar a otro sitio y venía por la noche no te vería. Además, me gusta ser mi propio jefe.

Cate sabía a qué se refería. Por estresante que fuera estar sola y, al mismo tiempo, encargarse de la pensión y vivir de su propio esfuerzo, la recompensa era muy grande.

Cal levantó la cabeza, algo preocupado.

– ¿Te importaría estar casada con un manitas?

«Casada.» Ahí estaba, la gran palabra. Apenas acababa de hacerse a la idea de estar enamorada de él, y él ya estaba listo para dar el siguiente paso. Sin embargo, para él aquello no era nuevo; se había pasado los últimos tres años acostumbrándose a la idea.

– ¿Quieres casarte conmigo? -chilló.

– No te he esperado tres años sólo por el sexo -respondió él sorprendentemente práctico-. Lo quiero todo. Tú, los gemelos, boda, al menos otro niño nuestro y el sexo.

– No podemos olvidarnos del sexo -dijo ella, en voz baja.

– No. No podemos -se mostró firme en ese punto.

– Bueno. En ese caso, en sentido inverso, y a pesar de que no me has hecho una segunda pregunta, las respuestas serían: sí y no.

– ¿La respuesta a la pregunta que no te he hecho es sí?

– Exacto. Sí, me casaré contigo.

Cal empezó a sonreír por los ojos, arrugando los extremos, y luego por la boca.

– En cuanto a la primera pregunta, me casaría contigo trabajaras en lo que trabajaras, así que la respuesta a esa pregunta es: no.

– No gano mucho dinero…

– Yo tampoco.

– Pero cuando le añadamos mi pensión de militar, no estará mal.

– Además, cuando vivas en la pensión, Neenah tendrá que empezar a pagarte por las reparaciones.

– Pero el techo tendré que arreglárselo gratis, porque he sido yo quien se lo ha agujereado.

– Me parece justo -su estado de ánimo decayó, porque recordaron la situación que habían dejado atrás y los amigos que habían muerto. Ella se acurrucó junto a él, porque de repente estaba helada y necesitaba agarrarse a alguien.

– Lo que esos hombres han hecho no tiene sentido.

– No. No tiene sentido. Les diste las cosas de Layton, se llevaron lo que querían, no había motivo para…

Se detuvo, frunció el ceño y Cate vio cómo algo pasaba por su mente. Al cabo de un minuto, ella preguntó:

– ¿Qué?

– Le diste una maleta -dijo, muy despacio-, pero yo subí dos bultos al desván.

– Layton sólo llegó con una maleta… -ahora se detuvo ella y lo miró horrorizada-. ¡El neceser! No me cabía en la maleta porque estaban los zapatos. Olvidé dárselo.

– Si en una maleta faltara el neceser, me extrañaría. Así que creen que todavía tienes lo que quieren.

Todas las piezas encajaron y, de repente, todo tenía sentido. Se le llenaron los ojos de lágrimas que después le resbalaron por las mejillas. Habían muerto siete personas porque ella había olvidado darle un neceser a Mellor. Estaba furiosa y destrozada pero, si ese hombre se hubiera limitado a llamarla y pedírselo, ella se lo habría enviado. ¡Qué demonios, se lo habría enviado con un servicio de mensajería veinticuatro horas!

La mirada de Cal se tornó fría y resuelta. Se quedaron despiertos y hablando una hora más mientras él diseñaba su plan. A Cate no le gustaba; le rogó que regresaran juntos, pero esta vez Cal se mostró firme. La abrazó y la besó, pero no cambió de idea.

– Ahora tengo una ventaja sobre ellos -dijo-. Estabas preocupada por si tenía que meterme en el agua; y ahora ya no tengo que hacerlo. Bueno, tengo que cruzar el riachuelo, pero no tengo que quedarme dentro del agua -la mirada distante no lo abandonó y Cate sabía que estaba estudiando mentalmente los detalles, calculando las posibilidades y desarrollando una estrategia.

Al final, agotada, Cate se durmió y se despertó al amanecer mientras Cal le hacía el amor. Él se movía con mucha suavidad y lentitud, como si no pudiera soportar que aquel momento terminara. Estaba dolorida pero, si el placer venía acompañado por alguna incomodidad, no le importaba. Estaba aterrada ante la posibilidad de perderlo cuando hacía tan poco que lo había encontrado, de modo que se aferró a él y rezó.

A más de mil quinientos kilómetros, Jeffrey Layton estaba frente al espejo del baño de un motel de mala muerte en Chicago, afeitándose con una maquinilla de usar y tirar. Estaba de mal humor. La jugada tendría que haberle salido bien. Estaba seguro de que saldría bien. Sin embargo, ya era el undécimo día y el dinero que le había pedido a Bandini todavía no estaba en su cuenta.

Le había dicho a Bandini que tenía catorce días para hacerle una transferencia, pero la verdad es que Layton nunca tuvo intención de esperar tanto tiempo. Sabía que Bandini estaría haciendo todo lo posible para encontrarlo, y no pretendía echarle una mano. Antes de empezar con esa aventura, había decidido que, como máximo, esperaría diez días. Si en diez días no tenía el dinero, eso quería decir que ya no lo tendría.

Vale. Pues no lo tendría.

Había dejado una pista muy clara en Podunk, Idaho, mientras calculaba lo que tardarían en seguir el rastro de su tarjeta de crédito hasta allí. Su intención siempre había sido volver a Chicago y esconderse en la ciudad en la que Bandini jamás lo buscaría, aunque estuviera escondido ante sus narices. No sabía si el tipo extranjero que había oído en el comedor de la pensión era empleado de Bandini, pero era un riesgo que no estaba dispuesto a correr. El acento de ese hombre era distinto, eso seguro, y con un tono de falsa amabilidad que Layton vio que a los locales no gustaba demasiado. En lugar de arriesgarse a que lo viera o a alertar a ese hombre abriendo y cerrando la puerta principal, Layton prefirió dejar en la pensión las cosas que había comprado, saltar por la ventana con el lápiz de memoria en el bolsillo y huir mientras pudiera.

Había sacado la matrícula de Idaho y la había sustituido por una de Wyoming y, cuando llegó a Illinois, dio una vuelta hasta que encontró un coche idéntico al de alquiler que él conducía y sustituyó la matrícula de Wyoming por la de Illinois del otro coche. Había pagado la habitación del motel en metálico, había dado un nombre falso, comía en los restaurantes de comida rápida donde se podía recoger el encargo desde el coche o pedía comida china a domicilio, y cada día verificaba el estado de su cuenta corriente desde su BlackBerry.

No iba a pasar. Ayer fue el décimo día. Debería haber ido a la policía ayer mismo, pero había decidido esperar un día más. Hoy le demostraría a Salazar Bandini que debería haber prestado más atención cuando Jeffrey Layton le decía algo.

Nunca conviene hacer enfadar al tipo que lleva la contabilidad.

Ya tenía pensado qué diría al FBI. Cuando encontró los documentos ocultos, se asustó, sobre todo cuando vio los nombres de la lista. Se descargó los documentos en un lápiz de memoria, pero Bandini lo descubrió y, desde entonces, se había escondido para intentar salvar su vida. Al final, había conseguido despistar a los hombres de Bandini y estaba seguro de que el FBI estaría más que interesado en saber qué había dentro del lápiz de memoria. Quizá se preguntaran por qué no había marcado el número del FBI y había pedido protección, pero también tenía respuesta para eso: había oído que Bandini tenía un infiltrado en el FBI y, por lo tanto, no podía saber de ninguna manera si la persona que fuera a recogerlo sería la fuente de Bandini. En realidad, lo había oído, de modo que no estaba mintiendo. Imaginó que si entregaba el lápiz de memoria delante de varios agentes, eso evitaría que las pruebas, y él, desaparecieran.