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Como pudo, entró en la cueva y vio que Cal estaba sentado fabricándose un par para él. Con los ojos entrecerrados, Cal revisó las raquetas de Cate para comprobar que las ramas y las cuerdas aguantaban.

– Cuando ya no haya nieve -le dijo-, desátatelas cortando la cuerda. Tienes una navaja, ¿verdad?

– En el bolsillo.

– Vuelve hasta casa de los Richardson por el mismo camino por donde vinimos. La ruta está totalmente protegida. Dile a Creed lo que hemos descubierto; tendrá que saberlo, porque la situación podría cambiar en cualquier momento.

– De acuerdo -estaba temblorosa, tanto por el miedo como por el clima, y echó otro tronco al fuego. No estaba asustada por ella, a pesar de que tenía que volver sola y bajar la cara de una montaña haciendo rápel. Podían pasarle cientos de cosas, pero todas esas posibilidades eran accidentes. Cal iba a exponerse de forma deliberada a una situación en la que intentarían matarlo. Cate jamás había estado tan aterrada, y no podía proteger a Cal más de lo que había podido proteger a Derek contra la bacteria que acabó quitándole la vida.

Si le pasaba algo, ella se quedaría emocionalmente destrozada. No podía volver a pasar por eso, no podía volver a perder al hombre que quería y volver entera a la superficie. Nadie más volvería a entrar en su corazón. Lo sabía, pero no lo dijo, porque no quería colgarle esa responsabilidad a la espalda. Era un héroe, pensó muy triste; un auténtico héroe que arriesgaba su vida para salvar el mundo. Bueno, el mundo entero no, pero sí a las personas que le importaban. ¡Qué ojo que tenía para los hombres! ¿Por qué no se habría podido enamorar de un profesor de matemáticas?

– Eh -dijo él con mucha suavidad y, cuando Cate lo miró, sorprendida, descubrió que la estaba mirando con tanta ternura que estuvo a punto de echarse a llorar-. Sé lo que hago, y ellos no. Son buenos tiradores, puede que incluso sean buenos cazadores, pero yo soy mejor. Pregúntaselo a Creed. Estaré bien. Te prometo que celebraremos esa boda, tendremos ese hijo nuevo del que hemos hablado y disfrutaremos de muchos años juntos. Te lo prometo. Ten en mí la misma fe que yo tengo en ti.

Cate consiguió mirarlo a través de la capa de lágrimas que le nublaban la vista.

– No puedo creerme que juegues tan sucio cuando discutes. Decirme eso justo ahora.

– Yo no discuto -dijo él.

– Claro.

Pronto, demasiado pronto, Cal apagó el fuego con un puñado de nieve y luego repartió las cenizas por el suelo. Cuando vio cómo el fuego moría, Cate estuvo a punto de echarse a llorar otra vez. Cal iba a dejar allí gran parte de material de escalada, para ir más ligero. Únicamente cogió su cuerda y la pala. Cate se tranquilizó un poco al ver la pistola automática y la funda que se enganchó al cinturón y el cuchillo en su respetiva funda. Cal se metió algo de comida en los bolsillos y cogió una botella de agua. Luego, con el cuchillo cortó un agujero en medio de la manta, para envolverse con ella y asomar la cabeza por dicho agujero.

Cortó varias tiras de la parte inferior de la manta y le indicó a Cate que se acercara. Con suavidad, le envolvió las manos con las cintas, a modo de guantes. Luego, cortó dos troncos para que le sirvieran de bastones para mantener el equilibrio encima de las raquetas. Hasta que no se agarró a los palos, Cate no supo lo mucho que necesitaba la protección para las manos.

– Te quiero -dijo él, mientras se inclinaba para darle un beso. Tenía los labios fríos y suaves, y las mejillas cubiertas de barba-. Y ahora vete.

– Yo también te quiero -respondió ella, y se marchó. Tuvo que obligarse a caminar aunque, cuando hubo recorrido cincuenta metros, se detuvo y se volvió.

Cal ya no estaba.

Capítulo 30

En cuanto perdió a Cate de vista, Cal cogió los troncos que había cortado para que le sirvieran de bastones, los clavó en la nieve y se empujó casi como si estuviera esquiando, buscando toda la velocidad que pudiera adquirir. No tenía que caminar durante kilómetros por un terreno montañoso y perdiendo un tiempo precioso; iba montaña abajo en la línea más recta posible y todo lo deprisa que podía sin desequilibrarse, caer al suelo ni golpearse la cabeza contra una roca. Quería llegar al valle mientras todavía quedaran horas de luz de día.

Él también había utilizado visores térmicos. Pesaban mucho y, durante el día, las imágenes que daban eran bastante borrosas, perdían efectividad. Apostaría su vida, de hecho la estaba apostando, a que esos tipos dejaban de lado los visores térmicos durante el día y utilizaban visores normales y prismáticos. En una situación como esa, si tuviera delante a personas normales y básicamente de mediana edad, hombres que cazaban de vez en cuando pero que, en general, se dedicaban a la agricultura o a trabajar en comercios, es lo que él haría. Con gente así, bastaría con una vigilancia normal.

Sin embargo, no sabían de la existencia de Cal. Él no era normal, y era imposible que lo vieran con un par de prismáticos, y mucho menos con un visor magnificado, que tenía tan poco campo de visión. Cal no se había esperado a estar bajo el amparo de la noche. En cuanto anocheciera y esos tipos encendieran los visores térmicos, ya lo tendrían encima, prácticamente bajo sus narices, y no se enterarían de nada hasta que fuera demasiado tarde.

El objetivo de esos hombres era Cate, ¡Cate! Pero a Cal no le importaba lo que quisieran; en lo que a él respetaba, ya habían firmado su sentencia de muerte.

Cate llegó al valle a mediodía, con los músculos temblorosos de la fatiga. La forma de caminar obligada por las raquetas de nieve le había dejado los muslos doloridos y temblando. El primer rápel que tuvo que hacer todavía estaba en la zona nevada, de modo que tuvo que dejarse esas malditas raquetas puestas, cosa que lo convirtió en una aventura muy interesante. No le gustaba demasiado hacer rápel, y nunca lo había hecho sola. Para cualquier observador, un rápel podía parecer divertido y fácil, pero no era así. Era una maniobra de gran exigencia física y, si resbalaba o si se equivocaba, podría hacerse mucho daño o incluso matarse. Y encima, para colmo, tenía doloridos los brazos y los hombros de tantas horas de escalada.

Cuando por fin alcanzó la zona sin nieve, cortó las improvisadas raquetas de nieve y cayó rodando varios metros hasta que, al final, se golpeó la rodilla derecha contra una roca.

– ¡Joder!

Maldiciendo entre dientes, se sentó en el suelo mojado y se meció adelante y atrás un rato, sujetándose la rodilla y preguntándose si podría seguir caminando. Si no podía, estaba perdida.

Cuando el dolor disminuyó de categoría agónica a simplemente severa, intentó arremangarse la pernera del chándal y del pijama para ver qué aspecto tenía la herida, pero los pantalones del pijama eran demasiado estrechos. Intentó levantarse y la rodilla se dobló en mitad del primer esfuerzo. Mierda. Tenía que poder caminar. La articulación tenía que resistir, porque todavía le quedaba otro rápel, más largo que el anterior.

Cogió uno de los troncos que le había servido de bastón para caminar y lo clavó en el suelo a modo de palanca para arrastrarse hasta un árbol joven. Se agarró a una de las ramas bajas, se levantó y se quedó allí de pie un minuto; sin soltar la rama, fue pasando el peso gradualmente a la pierna herida. Dolía, pero no tanto como se temía.

La única forma de ver lo dañada que estaba la pierna era bajarse los pantalones, y así lo hizo. La piel estaba desgarrada y le estaba saliendo un bulto oscuro debajo de la rótula. Al menos, no era en la rótula.