A las seis de la tarde no oyó nada. No detectó ninguna actividad.
Lástima. Si hubiera llegado un relevo nuevo a las seis, Cal se habría esperado hasta la medianoche, habría dejado que se cansaran y habrían vivido un poco más.
Sigiloso como una serpiente, con movimientos lentos y decididos, Cal siguió subiendo la montaña, por encima de donde había marcado que estarían los tiradores y empezó una meticulosa búsqueda del primer hombre. Cal se había preocupado de camuflarse, con la manta de color verde oscuro encima. Había cortado tiras de la manta y se había cubierto las manos y los dedos, para protegerse del frío y para no dejar huellas. Cortó otra tira y se la ató a la frente, y se colocó pequeñas ramas y hojas encima de la cabeza. Si estaba quieto, el ojo humano desnudo pasaría de largo.
Los minutos pasaron y no vio nada. Empezó a preguntarse si se habría equivocado de posición o si se habrían movido; en este último caso, estaba perdido y podía tener a alguien apuntándolo a la cabeza ahora mismo. Pero su cabeza seguía intacta y continuó con sus sigilosos movimientos mientras buscaba algo, lo que fuera, que delatara la posición del tirador.
A unos tres metros delante de él, a la derecha, vio un destello metálico y luego una pequeña luz verde que enseguida se apagó. Ese estúpido había encendido la esfera del reloj para mirar la hora. «Imbécil.» No llevabas un reloj con la esfera iluminada; llevabas uno con las manecillas iluminadas y la esfera cubierta con una tapa. La perdición estaba en los detalles, y ese pequeño detalle acababa de traicionar al tirador. Por todo lo demás, la posición era buena; el tipo estaba estirado, cosa que aportaba mayor estabilidad a la hora de disparar y las rocas lo cubrían. La cabeza no sobresalía de las piedras y por eso Cal no lo había visto desde abajo.
El tipo estaba totalmente concentrado en mover el visor de un lado a otro del pueblo muy despacio, incluso después de tantas horas. No percibió la presencia de Cal, ni siquiera cuando lo tenía a escasos centímetros. Murió sin saber que la Muerte estaba llamando a su puerta, con la columna vertebral partida a la altura de la segunda vértebra.
Era una maniobra que costaba perfeccionar. Requería pericia, técnica y mucha fuerza. Otro obstáculo para llegar a dominarla era que no había demasiada gente tan estúpida como para dejar que practicaras con ellos. Por eso, se solía practicar sólo en situaciones reales, donde un error podía salir muy caro.
El tipo no se movió y Cal confirmó que estaba muerto, aunque el chasquido de la vértebra fracturada había sido prueba suficiente para él. Cacheó el cuerpo hasta que encontró el cuchillo de caza colgado del cinturón, donde Cal sabía que estaría. Lo sacó de la funda y lo inspeccionó todo lo que pudo en la oscuridad de la noche. Serviría. Se lo metió entre el cinturón y los pantalones y rezó para no clavárselo de forma accidental. Luego, levantó al tipo y lo tiró por las rocas, como si hubiera resbalado. Esas cosas pasaban. Mala suerte.
Cogió el rifle del hombre y se lo colgó del hombro, acercó el ojo al visor térmico y empezó a buscar figuras brillantes en las montañas. ¡Ajá! La siguiente posición estaba a unos cien metros, algo más abajo, para un disparo más plano y exacto. Y más lejos, donde suponía que estaba el puente, localizó otra silueta. Perfecto. Tres, como se imaginaba. Buscó arriba y abajo, para asegurarse de que ya estaban todos. Nada, excepto por algún animal pequeño y un par de reses.
El rifle era muy bonito; en sus manos, era como magia, un equilibrio perfecto. Lamentablemente, tuvo que lanzarlo por las rocas para que acompañara a su dueño. Ahora sí que parecía un accidente, como si el tipo se hubiera levantado a mear, se hubiera resbalado y hubiera caído por las rocas, llevándose consigo el rifle.
En silencio, empezó a acercarse al segundo tirador.
Goss sabía que aquello se iba a pique. Estaba en la tienda jugando a cartas con Teague y su primo Troy Gunnell, pero no tenía la cabeza en el juego y siempre perdía.
Toxtel estaba al borde de un ataque de nervios. Después de decirle al anciano ese lo que querían, no habían vuelto a saber nada más. Ni una palabra. No podías negociar con gente que no quería hablar. Tampoco habían visto ningún movimiento, pero Goss sabía perfectamente que se estaban moviendo detrás de aquellas barricadas que habían construido. Habían conseguido recuperar los cuerpos de los muertos. Teague dijo que o bien se habían empapado en agua congelada o habían conseguido construir una especie de barricada móvil detrás de la cual esconderse, cosa que parecía sacada de una película de guerras medievales, así que Goss se quedó con la explicación más sencilla: agua.
Teague estaba muy orgulloso de sus visores térmicos, y resulta que podían anularse con agua. Genial.
Teague también se estaba poniendo nervioso. Tenía una pinta horrible y se tomaba pastillas de ibuprofeno como si fueran caramelos. Sin embargo, seguía funcionando y, aparte de esa obsesión suya con el tal Creed, lo que decía tenía sentido. Sus tres amigos no parecían notarlo extraño, así que igual todavía estaba acostumbrándose a los efectos de la conmoción. Goss, que había sufrido lo mismo hacía justo una semana, lo entendía perfectamente.
Esta mañana, dos chicos se habían acercado al puente tan alegremente, como si no hubieran visto la señal. Sí, la habían visto pero creían que quizá estaba allí por error. ¿Alguien sabía cuándo lo arreglarían? ¿En un par de días, quizá?
Goss se dijo que eran el tipo de tarados que irían a quejarse airadamente y a gritos ante cualquiera que creyeran que podía arreglar el puente. En cualquier momento, aparecería un camión del servicio de carreteras.
Quizá existía una especie de ley cósmica por la cual todos pensaban lo mismo porque, justo en ese momento, Teague dijo:
– Tu amigo parece a punto de perder los nervios.
Goss se encogió de hombros.
– Está bajo mucha presión. Jamás ha fallado en un trabajo y, además, el jefe y él hace mucho tiempo que trabajan juntos.
– Se ha dejado llevar por el ego.
– Lo sé -él había contribuido a eso alentando a Toxtel siempre que había podido, apoyándolo en las ideas más descabelladas, adoptando el punto de vista más extremo en cada cosa que se le ocurría a Toxtel. Su compañero no era idiota, ni mucho menos, pero se estaba jugando su orgullo y no sabía retirarse a tiempo porque nunca había tenido que hacerlo. Una racha de éxitos ininterrumpida podía llegar a ser un hándicap si duraba demasiado, porque la persona en cuestión perdía la perspectiva.
Y Toxtel la había perdido.
Quizá ya era hora de terminar con aquello y seguir adelante, pensó Goss, animado por aquella idea. Era imposible esconder ese fiasco. Había muerto demasiada gente y se habían provocado demasiados daños. Sólo tenía que asegurarse de que aquello salpicaba a Faulkner y, sinceramente, hacerlo era lo más fácil del mundo.
– Yo me planto -dijo, bostezando, cuando terminaron esa partida-. Creo que iré a hablar con Hugh por si está cansado y quiere que le releve antes.
– Todavía faltan un par de horas para la medianoche. Te quedará un turno muy largo -dijo Teague.
– Ya, bueno, no le digas a Toxtel que he dicho esto, pero yo soy más joven -se levantó y se estiró, cogió el abrigo y se aseguró de llevar guantes y gorro. El tiempo aquí podía cambiar en un abrir y cerrar de ojos. Había pasado de despejado y frío a nublado y cálido, y luego a nublado y frío, después a lluvioso y frío y ahora volvía a estar despejado y frío, y todo esto en unos pocos días. Esta mañana, las montañas habían amanecido nevadas. El invierno se acercaba y él no quería pasarlo en Idaho.