– ¿Quieres que sigamos desde allí o quieres ir directamente a la cama y hacer el amor?
Neenah se sonrojó y lo miró muy seria.
– La cama.
«Gracias, Señor.»
– Vale, pero primero quiero dejar claras un par de cosas.
Ella asintió, con sus ojos azules clavados en los de él.
– Hace años que estoy enamorado de ti, te quiero y quiero casarme contigo.
Ella se quedó boquiabierta. Palideció, se sonrosó, Creed esperaba que de alegría, y dijo:
– Eso son tres cosas.
Creed se quedó pensativo una décima de segundo y se encogió de hombros antes de agarrarla y sentarla en sus rodillas para besarla.
– En realidad, creo que son partes separadas de una misma cosa.
– ¿Sabes qué? Creo que tienes razón -se contoneó contra él y acabó sentada a horcajadas encima de Creed con los brazos alrededor de su cuello mientras se besaban con locura.
Al cabo de un rato, Neenah estaba medio desnuda, la cremallera de los pantalones de Creed estaba abierta y ella respiraba de forma agitada contra el pecho sudoroso de él. Tenía la mano dentro de sus pantalones, subiendo y bajando y Creed tenía la espalda tan tiesa que parecía una tabla. La cama era lo último que tenía en la cabeza.
– Será mejor que esté bien -dijo ella con fiereza.
– Te lo aseguro -le prometió él mientras la colocaba en posición.
– Si después de tanto tiempo sin sexo esto resulta ser un petardo, yo…
– Cariño -dijo él muy despacio, expresando su último pensamiento lúcido en los siguientes veinte minutos-. Los marines no tiramos petardos.
– ¡Cate! -Sheila salió corriendo de casa, llorando como una magdalena a pesar de que Cate la había llamado hacía dos días, en cuanto había podido tener acceso a un teléfono. Quería hablar con su madre antes de que todo aquello llegara a las noticias, y quería hablar con los niños. Estaban dormidos, pero Cate insistió en que Sheila los despertara para oír sus adormecidos lamentos hasta que supieron que mamá estaba al teléfono.
Con todas las preguntas de la policía que Cal había tenido que responder, no habían podido salir hasta esa mañana. Hasta que restablecieran la luz y reconstruyeran el puente, no podían ir a casa, así que los padres de Cate los invitaron a quedarse con ellos en Seattle hasta que pudieran volver a su casa.
Sheila abrazó a su hija con mucha fuerza, luego la besó, y luego volvió a abrazarla. Su padre salió de casa y también la abrazó con fuerza y, detrás de él, salieron dos pequeños saltarines, gritones y sucios que no acababan de decidirse si gritar «¡Mamá!» o «¡Señor Hawwis!», así que gritaron las dos cosas.
Cal le dio la mano al padre de Cate, luego se arrodilló y los niños se le echaron encima. Después de tres años de lo mismo, Cate ya estaba acostumbrada a que sus hijos la abandonaran por Cal que, a fin de cuentas, les había enseñado palabrotas. ¿Qué madre podía competir con eso? Empezó a reír como una tonta viéndolo atrapado entre dos pares de diminutos brazos mientras los niños le explicaban las novedades de su visita a casa de Mimi. Parecía que Cal se iba a quedar sin aire, porque los niños lo abrazaban con mucha fuerza y entusiasmo.
– Veo que tenía razón -dijo Sheila, mirándolo con satisfacción.
– ¿En qué? -consiguió responder Cal.
– En que había algo entre Cate y tú.
– Sí, señora, tenía razón. Llevo tres años detrás de ella.
– Bueno, pues buen trabajo. ¿Pensáis casaros?
– ¡Mamá!
– Sí, señora -dijo Cal, sin sonrojarse.
– ¿Cuándo?
– ¡Mamá, por favor!
– Lo antes posible.
– En ese caso -concluyó Sheila-, dejaré que te quedes aquí con ella. Pero nada de hacer manitas con mi hija bajo mi techo.
El padre de Cate parecía que iba a estallar de risa en cualquier momento. Cal parecía que iba a estallar si los niños no lo soltaban. Y Cate parecía que iba a estallar de indignación.
– Ni se me ocurriría, señora -le aseguró Cal.
– Mentiroso -le dijo ella.
Cal le guiñó el ojo a su futura suegra.
– Sí, señora -respondió, muy decidido, y sonrió.
Un par de semanas después, el hombre que había sido Kennon Goss, y que antes había sido Ryan Ferris, se paseó tranquilamente por un cementerio a las afueras de Chicago. Parecía caminar sin ningún destino en concreto; se detenía a leer algunos nombres y luego seguía.
Pasó frente a una tumba bastante nueva. La lápida era provisional y el nombre inscrito en ella era Yuell Faulkner, con las fechas de su nacimiento y su muerte. El hombre no se detuvo, no pareció prestar ninguna atención especial a la tumba. Siguió y se detuvo frente a la tumba de un niño que había muerto en 1903 y frente a la de un veterano de guerra decorada con dos pequeñas banderas estadounidenses.
Una de las ironías de la vida, pensó el hombre. Esa noche, Faulkner había muerto unas horas antes. El bueno de Hugh Toxtel no tenía que haber muerto; después de todo, su sacrificio involuntario no había sido necesario. El de los demás tampoco, pero poco le importaban Teague y su primo Troy. En cambio, sí que se preguntaba por Billy Copeland y el chaval joven, Blake; él no los había matado. Entonces, ¿quién había sido?
Al recordar esa noche, a veces creía rememorar una sensación de suave brisa, como si algo o alguien se le hubiera acercado mucho. A veces, el sentido común le decía que sólo había sido una brisa, una brisa de verdad provocada por el movimiento del aire. Sin embargo, eso no explicaba por qué, desde entonces, se había despertado varias veces en plena noche, confuso por una sensación que tenía en sueños de que alguien lo estaba vigilando.
Estaba encantado de ya no estar en Idaho, pero no podía quedarse en Chicago. Tenía que seguir adelante. Quizá iría a algún sitio cálido. Quizá Miami. Había oído en las noticias que se habían producido una serie de violentos asesinatos ahí abajo. El asesino se dedicaba a coleccionar los ojos de sus víctimas.
¿Qué posibilidades había?
Linda Howard
Su nombre real es Linda Howington. Nació en 1958. Comenzó a escribir a los nueve años de edad y vendió su primer libro en 1980. Asistió a una pequeña escuela rural. En cuanto dejó la universidad trabajo en una compañía de transportes que amplió su conocimiento de las personas.
Vive en una granja de doscientos acres en el noreste de Alabama. Está casada con un pescador profesional y a menudo viaja con él a los torneos, llevándose una computadora portátil para que ella pueda trabajar mientras él pesca.
«Siempre he vivido con otras personas dentro de mi cabeza, por eso no sé qué decir cuando me preguntan dónde consigo mis ideas. Las voces en mi cabeza no me dicen que mate a cualquiera, ellas me dicen que escriba. Así que lo hago».