Como el resto de la casa, el despacho estaba atestado de un baturrillo de objetos cubiertos con sábanas polvorientas. Simón había despejado un rincón para su santuario electrónico. El ordenador, un modem, un fax, una impresora. Bree se figuró que Jess podía destruir todo el montaje en cuestión de segundos. Ella no hubiera confiado en las cerraduras, habría levantado barricadas.
– Escucha, no te pido que te quedes para siempre, sólo unos cuantos días, hasta que consiga localizar a mi ex mujer. No creo que sea más de dos o tres días. Liz nunca me había dejado a Jess sin darme un número de teléfono o una dirección.
– Simón…
– Tú escúchame, ¿de acuerdo? Llevo una empresa de consultas y asesoramiento de ingeniería. Eso implica plazos muy cortos y viajes rápidos, pero puedo hacer el trabajo real en cualquier sitio donde haya una terminal de ordenador y un fax. Debe de ser una de las razones por las que Fee me designó como ejecutor de su testamento. Por lo visto creía que yo era más flexible que los demás miembros de la familia.
– ¿Quién es Fee?
Bree le quitó el envoltorio a la otra mitad de la barra de chocolate. Para ella, cualquier persona que pensara que Simón era flexible necesitaba urgente tratamiento psiquiátrico.
– Mi tío abuelo. La última vez que lo vi tenía cinco años. Se refugió aquí casi toda su vida fingiendo que su familia no existía. Nunca había visto su casa, que por algún terrible designio del destino parece ser mía, ni su contenido, que no es mío y por eso constituye otra pesadilla.
– Simón…
– La casa no está en condiciones pero mucho menos para que viva una niña. Hay problemas con el agua y con la calefacción. Podría ocuparme de la alimentación de Jess si hubiera microondas y existen un millón de objetos que no puede tocar. Esto, por ejemplo.
Simón se levantó y apartó la sábana que cubría un objeto que había estado a sus espaldas. Bree estuvo a punto de atragantarse. Había estado sentada junto a lo que parecía ser el esqueleto de un carnívoro a juzgar por los dientes.
– El tío de Fee mantenía una especie de museo de dinosaurios. Están por todas partes. Quitas una sábana pensando que vas a encontrarte un mueble clásico y descubres un montón de huesos que te miran llenos de polvo.
Simón volvió a sentarse sin preocuparse de tapar el fósil.
– Esto queda demasiado lejos para ir y venir diariamente desde Siux Falls, donde vivo. Tampoco puedo desentenderme, soy responsable. Hay piezas que valen una verdadera fortuna pero no puedo mover un dedo hasta que todo esté catalogado. Entre tanto, tengo que trabajar en una inversión de cuatro millones de dólares. Mis clientes piensan que el dinero crece en los árboles. Soy bastante hábil para hacer dinero pero no tengo idea de lo que tengo que hacer con una niña de cuatro años especializada en terrorismo casero. Por favor, ¿no te quedarás unos cuantos días?
Bree no pudo evitar una sonrisa. Simón hablaba como si fuera la última apelación de un condenado a muerte. Bajo aquella expresión granítica había una personalidad bien definida. En realidad, no estaba tan desesperado pero ella nunca había sospechado que poseía un sentido del humor irónico y seco. Incluso nunca había sospechado que se relajaría lo bastante como para mantener una conversación normal con ella.
– Comprendo que estás entre la espada y la pared, «cher», pero…
– Mil pavos por tres días.
– ¡Simón!
– Mil quinientos. ¡Maldita sea! Nunca la he visto cogerle a nadie el cariño que te ha cogido a ti. Y el sentimiento es mutuo. Te he observado con ella y…
– Courtland, ¿quieres dejar de pensar como un financiero y relajarte cinco segundos?
Bree pasó sus largas piernas sobre el brazo del sillón en que estaba sentada. La barrita de chocolate le había fallado. Había esperado que le sirviera como una dosis extra de cafeína. Necesitaba sacar fuerzas de algún sitio porque se daba cuenta de que se estaba ablandando.
Si antes se había sentido tentada de reír, ahora tenía ante sí a un hombre sobrecargado de trabajo presionado por todas partes, que tenía que cuidar de una golfilla que no tenía ningún respeto por las palabras paz y tranquilidad.
Tanto la impresora como el fax vomitaban tiras de papel que llegaban al suelo. Simón no les prestaba más atención que ella misma, aunque se había subido las mangas de la camisa en un gesto automático, seguía con la vista fija en su rostro. Había estado tranquilo durante un minuto, lo que probablemente constituiría todo un récord. Sin embargo, Bree no sabía qué decisión debía tomar. Siempre había sido muy susceptible a que la gente la necesitara y siempre lo sería. No le habría costado nada decidirse si el único problema hubiera sido Jessica.
Se dijo a sí misma que no temía a Simón, sino más bien la molestaba. No era un estirado pomposo. Bastaba con ponerlo al sol y ensuciarlo un poco, colocarle una sonrisa en los labios para convertirlo en un hombre fuera de serie. Ella nunca se había sentido atraída por los fuera de serie pero se preguntaba qué hacía falta para hacerle sonreír. Se preguntaba cuántos años llevaría siendo tan duro consigo mismo y si era consciente de su soledad.
– Mira, Bree…
– ¿Qué tal dormiste anoche? -le interrumpió ella.
– ¿Anoche? ¿Qué tiene que ver con…?
– Ya sé que parece una pregunta tonta pero podías complacerme.
– Dormí bien -dijo él en tono impaciente.
No había ningún destello delator en sus ojos grises, ninguna vena pulsando en su cuello, ningún cambio de expresión en su rostro masculino. Pero Bree no necesitaba un detector de mentiras para estar absolutamente segura. Simón podía ser un producto plastificado de Wall Street pero no era un mentiroso. Era probable que prefiriera morir antes que ver comprometida su integridad, lo que llevaba a Bree a la misma conclusión. Simón no tenía ningún recuerdo de sus actividades y merodeos nocturnos.
Él debió presentir su vacilación porque sus ojos se entornaron para observarla.
– Dos mil.
– ¡Simón! -exclamó ella poniéndose en pie-. Si vuelves a mencionar el dinero una vez más saldré por esa puerta tan rápido que te dará un mareo. Me sentiré feliz de cuidar de Jess un par de días siempre que lleguemos a un acuerdo -dijo sabiendo que cometía un error.
– Magnífico.
– Aún no has oído los términos del acuerdo. En principio, nada de dinero.
– ¿Qué? Pero todo el mundo necesita…
– Si vuelves a repetir la palabra dinero el acuerdo queda roto. Segundo, la que cocina soy yo. Te mantendrás apartado de mi cocina.
– Supongo que no me será muy difícil -comentó él irónicamente.
Bree continuó enumerando sus condiciones con la yema de dos dedos.
– Nada de café después de las seis. No trabajarás después de la cena. Antes de ir a dormir te tomarás un coñac doble…
– ¿Perdón?
– No te molestes en pedirme perdón. Estos son mis condiciones.
– Pero si no tienen sentido.
– O lo tomas o lo dejas, pero quiero tu palabra de que estás de acuerdo.
– Reynaud, te pones a hablar de coñac cuando te ofrezco dos mil dólares…
Bree giró sobre sus talones y se dirigió a la puerta. Simón lanzó un grueso juramento y salió disparado detrás de ella. Llegó a la puerta un segundo antes pero se limitó a mirarla con cara de perplejidad.
– No te comprendo -dijo irritado pero tendiéndole la mano.
Algunos contratos son considerados legales y vinculantes con un mero darse la mano. Bree sintió que estaba firmando un pacto con el propio diablo. Su mano era grande, cálida y dura. Notó una oleada de pura sensualidad femenina que la dejó molesta y agitada.
Excusaba su atracción por él porque las dos veces que la había acariciado había sido en estado de sonambulismo. La noche es el terreno de los sueños y las fantasías. En sus ciegos merodeos, Simón había despertado una de sus más antiguas fantasías, la de encontrar un hombre que aceptara todo el amor que ella tenía para ofrecer sin usarla. El sueño, como todos los sueños, era poco realista. Y, no obstante, durante sus correrías nocturnas, Simón no le había hecho daño ni la había amenazado en forma alguna.