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En aquellos momentos sí se sentía amenazada. Nadie que hubiera nacido en los selváticos pantanos de Louisiana podía ser insensible a un presagio. El contacto había sido breve pero la sensación permanecía allí. El mismo sol que entraba en la habitación pareció ensombrecerse hasta que sólo quedó Simón.

Bree se regañó a sí misma. Aquel no era el hombre de sus sueños. Quizá tuviera alguna razón para ser cautelosa con mister Hyde. Pero aquel era Jekyll. Era Simón. Era la realidad.

Pero Simón necesitaba ayuda. Iba a ser divertido ayudarle en los términos que ella había impuesto. No sería difícil encontrar una habitación con cerraduras seguras y por todos los demonios, sólo se había comprometido a quedarse un par de días.

– ¿Simón?

Oyó aquella voz familiar pero la ignoró. Había estado sentado frente a la pantalla del ordenador durante más de cinco horas. Había conectado con una base de datos que cubría los períodos Oligoceno y Pleistoceno. Personalmente, le importaba un pito la arqueología pero había encontrado un par de coleccionistas interesados. Iba contra su naturaleza que lo engañaran en las transacciones comerciales, lo que implicaba que tenía que saber más que ellos.

– Señor Courtland.

– ¿Qué? -dijo él haciendo girar su silla. Tenía los ojos enrojecidos y los nervios desquiciados.

– Apreciaríamos mucho que nos acompañara para que un té de alta sociedad.

– ¿Para qué?

– Para un té elegante, papá.

Las dos visiones hicieron una reverencia. La más pequeña estaba envuelta en encajes, una boa al cuello, zapatillas de tenis color naranja y un abanico de papel de periódico. Llevaba el pelo recogido en un moño más propio de una mujer de treinta años.

La otra visión llevaba un traje largo de encaje completamente negro. O el vestido tenía una confección extraña o Bree había ganado unos diez kilos en pocas horas, que se concentraban en su trasero. Se sujetaba los cabellos con una peineta y había sacado de alguna parte unos zapatos negros de rancia cosecha.

– Aquí la Reina de Inglaterra -dijo Bree con un ampuloso gesto de su brazo-. Yo soy la Duquesa de Pookenanney. Normalmente tomamos el té en el salón.

Simón se pellizcó la nariz y cerró los ojos.

– ¿Se supone que me lo he de tomar en serio?

– Puedes hacer lo que te plazca en tanto muevas tu «petit cul mignon, cher».

Simón podía no saber francés pero sabía cuándo alguien le decía que moviera el trasero. Se levantó y la miró a los ojos un instante. Durante los últimos tres días había alimentado una fantasía sobre lo que haría con ella si la pillaba a solas cinco minutos.

Tenía una cantidad de trabajo ingente pero siguió su ridículo contoneo hasta el salón. No le cabía duda de que Bree creía haberle domesticado.

Estaba mortalmente equivocada.

Con la seriedad de un juez contempló el salón. Bree lo había limpiado. Había abierto las cortinas, las sábanas que amortajaban los muebles habían desaparecido y había encerado y pasado la aspiradora hasta que todo había quedado a su gusto. Y no era la única habitación que había sufrido el mismo proceso. Ella nunca pedía permiso. Él tampoco quería que trabajara como una esclava.

Bree sólo tenía una marcha la rápida. Lo hacía todo de la misma manera, impulsiva, exuberante, apasionada. Y eso no era todo, pretendía organizarle la vida. Le obligaba a hacer una hora de ejercicio diario, le preparaba comidas equilibradas y, puntual como un reloj, alrededor de las nueve le presentaba una copa de coñac del tamaño de un jarrón.

Estaba obsesionada con aquel coñac. Él le daba un sorbo y lo volvía a echar en la botella cuando Bree no miraba. Si se hubiera tratado de otra, Simón habría creído que trataba de emborracharle, pero no era tan ingenuo.

No le caía bien a Bree. Ella no decía que pensaba que era un arrogante, reprimido, adicto compulsivo al trabajo, sin embargo, la temperatura subía siempre que estaban en la misma habitación. No era muy difícil provocarla. Nunca llegaba a estallar, se limitaba a largar una retahíla de palabras francesas entre dientes. A Simón no le afectaba, tenía demasiado dominio de sí.

Y antes que estrangularla prefería plegarse a sus normas, no porque se hubiera convertido en un perrillo faldero, sino porque Bree era como una bocanada de aire peligrosamente fresco. Su familia nunca le había perdonado que tomara las riendas. Los empleados se humillaban ante su autoridad. Liz solía decir que había perdido toda su humanidad. Nadie había tenido el valor de retarle en mucho tiempo.

Excepto Bree.

Por lo general, se limitaba a bromear sobre sus maneras dictatoriales pero aquella tarde se trataba de algo diferente. El día anterior le había herido en lo más vivo. La pequeña bruja había jugueteado con él, pero se había recreado en algunos comentarios reprochándole que no supiera jugar con su hija. Le había dolido entonces. Todavía le dolía.

Si Jess quería que asistiera a una merienda iba a asistir y a comportarse con todo el decoro y la etiqueta que exigiese la situación.

– Siéntese, Sir Simón.

La duquesa y la reina se sentaron regiamente en el sofá. Simón tuvo que dominar un momento de pánico al ver la vajilla de juguete sobre la mesa. La uña de su dedo pulgar era más grande que aquellas tazas.

– ¿Azúcar o limón, Sir? -preguntó la duquesa.

– ¿Perdón?

Simón tenía miedo de equivocarse. No le importaba si Bree juraba en francés hasta quedar sin aliento pero quería que su hija se sintiera feliz.

– ¿Quiere azúcar o prefiere limón?

– Azúcar -murmuró él precavido.

Las dos estaban sentadas con las espaldas rígidas como viudas. La Reina de Inglaterra sirvió el té. La duquesa puso el azúcar. Sin embargo, no había ni líquido ni terrones de azúcar.

– No estás bebiendo, papá.

– ¡Oh!

Las imitó y se llevó la taza a los labios. Fijándose en Bree, cogió el asa entre el pulgar y el índice y dejó el meñique tieso. Todos sostenían la taza así separados. Bebieron.

– ¿Le apetece un emparedado de pepino?

– Claro, Sir Simón, ¿le apetece?

Por supuesto, los emparedados tampoco existían. Simón se recordó que debía tomárselo en serio, cosa nada fácil porque las dos actuaban como deficientes mentales. No podía recordar cuándo había sido la última vez que había dejado de pensar en las tensiones y responsabilidades de su trabajo. La vida había sido así desde que cumplió los catorce años. Sobrevivir era una guerra. No había espacio para la estupidez, ni tiempo para bajar la guardia, sobre todo cuando había otras personas que dependían de él.

Sólo que notó que se le curvaban las comisuras de los labios cuando la duquesa, después de haber tomado su tercera taza de té, le puso con expresión muy seria la mano en la rodilla.

– No puede irse todavía. Hemos preparado un pequeño entretenimiento musical para usted -murmuró.

Simón no había visto nunca una mirada tan provocativa.

– A la reina le gustaría que escuchara una interpretación que ha ensayado especialmente para usted.

– ¿Un número musical?

Simón estaba estupefacto. Jess ni siquiera era capaz de afinar en el «Cumpleaños feliz».

– Te va a encantar, papá.

Había un viejo piano forte en un rincón del salón. Su hija se levantó y se echó la boa sobre el hombro con un floreo. Se sentó al teclado y descargó sus deditos sobre las teclas amarillentas, mientras empezaba a cantar. Era ensordecedor. Si hubiera sido un perro habría aullado.