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Al cabo de un rato, Jess se cansó de interpretar su inolvidable réquiem y levantó la mirada del teclado. La duquesa se puso en pie como por un muelle y aplaudió como una posesa.

– ¡Bravo!¡Bravo!

Simón también se levantó. Pero no debió hacerlo con la suficiente rapidez porque sintió el acicate de un codo en sus costillas.

– Arroja rosas -murmuró la duquesa casi sin mover los labios.

– ¿Que le arroje qué?

– Rosas.

Bree hacía gestos exagerados con los brazos. Simón no lograba comprenderlo, sin embargo, lo había intentado. Se cubrió el rostro con la mano mientras se le escapaba la primera carcajada. Al momento, se reía con tanta fuerza que tuvo que apoyarse en algo. Y allí estaba Bree.

La risa de Simón había sonado maravillosamente.

Bree no podía dejar de pensar en ello. Con los zapatos en la mano, subió despacio las escaleras hasta el tercer piso. Era media noche y la casa estaba a oscuras. Con el sigilo de una gata, cerró la puerta del ático antes de encender la luz.

Casi no podía creer la transformación que se había operado en él. Los hombros se habían relajado. Su rostro había perdido la expresión de dura austeridad, el aspecto de rígido control que tanto la molestaba. Sus ojos habían vuelto a la vida con un chispazo peligrosamente sexy. Había echado hacia atrás la cabeza y, durante un segundo, le había mirado a los labios.

Bree se quitó la ropa. No importaba cómo le hubiera mirada a la boca. Lo importante era que se le podía mimar para sacarlo de su incesante trabajo y reconciliarlo con la vida. Se le podía convencer de expresar unos sentimientos naturales, hacia Jess al menos.

Hacía tres días que había descubierto el ático en la torre. De todas maneras, cada noche hacía la cama en el gabinete y salía cerrando la puerta. Era mejor dejar que el sonámbulo pensara que seguía durmiendo abajo. Quizá porque funcionara el pequeño truco o porque la dieta equilibrada había obrado milagros, hacía tres noches que no le molestaba su merodeador nocturno.

Bostezando, tiró del enorme cajón donde se encontraba la cama. Jessica era una caja de sorpresas. Tenía una imaginación ilimitada, un carácter indómito y la testarudez de una muía. Le recordaba demasiado a la niña que ella había sido. Tomó nota mental de enviarle a su madre una docena de rosas diariamente durante el resto de su vida y, ¡rayos! Su padre… Por desgracia la única manera que tenía de compensarle por haber sido una niña tan terrible era darle un nieto.

Apagó la luz y se metió en la cama. Resultaba irónico que hubiera curado el problema de sonambulismo de Simón sólo para desarrollar ella uno de insomnio. Una energía inquieta la invadía en el momento de apagar la luz. Los días eran peores. Jess estaba dispuesta a todo lo que implicara actividad. Recorrían las colinas y jugaban mucho. Pero Bree también cocinaba y había hecho de la limpieza de la casa una aventura. El hambre era algo terrible. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos una casa. No un hotel ni una habitación alquilada. Una casa donde los niños hacían trastadas increíbles, los olores de la cocina llenaban todo y los cristales de las ventanas brillaban porque los habías limpiado. Echaba de menos todo eso.

Le faltaba la seguridad, la familiaridad, el trabajo de casa y los niños. Tenía docenas de sobrinos y de primos. Siempre había querido tener un niño. Sus ojos se llenaron de lágrimas en la oscuridad. ¡Está bien! Siempre había querido tener media docena.

Decidió pensar en otras cosas. Era maravilloso lo que estaba consiguiendo con Simón. Tenía una actitud más positiva hacia su hija. Había conseguido que no se obsesionara con el trabajo, que hiciera ejercicio, que comiera decentemente, casi parecía un ser humano. Para ella, Simón se había perdido en un momento de su existencia en un desierto donde las responsabilidades de su vida lo controlaban a él en vez de suceder al contrario.

Bree se sentía feliz hasta el delirio por no haberse implicado emocionalmente. ¿Cuántas veces había respondido ante un alma perdida entregando todo lo que tenía? Y luego la habían utilizado dejándola vacía y abandonada por haber brindado por entero su corazón sin esconder un as en la manga.

Por suerte, no era el caso con Simón. Eran tan parecidos como un búho y una alondra, y los dos lo sabían. Él la trataba como si fuera un cactus espinoso. Por lo general, evitaba estar en la misma habitación que ella excepto para la partida de ajedrez nocturna que Bree había improvisado para apartarlo del trabajo.

Bree se sentía a salvo con Simón, más a salvo que con ningún otro hombre en muchos años. Era un sentimiento maravilloso.

Alrededor de las dos, oyó que la puerta se abría lentamente.

Capítulo 5

Al principio Bree pensó que se había imaginado el ruido de una llave en la cerradura. Ni sintió ningún movimiento ni oyó nada más. Un espeso banco de nubes ocultaba la luna. El cuarto estaba muy oscuro y ella demasiado cansada. Tenía que haber sido su imaginación. ¿Cómo podía haberla localizado Simón?

Pero lo había hecho. Una de las sombras que llenaban la habitación se movió. Vio el reflejo tenue de su pelo claro. Antes de que pudiera abrir la boca, sintió que el colchón se hundía bajo el peso de su cuerpo.

Sintió tentaciones de aullar como un perro deprimido. La primera vez que se había sentido intrigada, la segunda perturbada y no iba a suceder una tercera.

– Vuelve a la cama, Simón.

Otras veces la había obedecido de inmediato. Como si pudiera ver en la oscuridad, le acarició los cabellos sin titubeos. Hundió las yemas para que descansaran sobre el cráneo mientras los pulgares le masajeaban las sienes donde más sentía el dolor de cabeza que el insomnio le había provocado. Se sintió tan bien, que por unos breves instantes, estuvo a punto de ceder.

– Mira, «cher», esto es «loufoque, zinzin, maboul». Lo que en cualquier otro idioma quiere decir que es una locura. Ahora, levántate, sal por esa puerta y vuelve a la cama, que es donde deberías estar.

Las instrucciones específicas le habían sido de utilidad en los casos anteriores. Aquella noche no le valieron de nada. Como un soplo de brisa, sus dedos acariciaron los labios para silenciarla. Luego volvieron a su cabeza para continuar su masaje.

Bree se dijo que debía despertarlo. En principio, el problema se reducía a sacudirlo hasta que despertara pero tenía miedo de tomar esa decisión. Se acordaba de la superstición folklórica de no despertar jamás a un sonámbulo. Quizá fuera una tontería pero, ¿y si era cierto? ¿Y si le causaba algún trauma profundo y terrible al despertarlo?

También había otro motivo. Desde la primera noche no se había sentido asustada, la había molestado pero estaba tan indefenso y era tan suave y delicado que le había resultado imposible creer que pretendiera hacerle daño.

Tampoco pensaba que el Simón de la vigilia pretendiera hacérselo, pero no estaba segura de cuál sería su reacción al despertar en su cama desnudo.

Aferró la sábana cerrando el puño contra su pecho. Pero no había nada que proteger. Esa noche él no estaba interesado en sus pechos. Cuando se dio por satisfecho con la cabeza, centró su atención en el cuello y los hombros.

Bree intentó ver en su rostro en sombras alguna razón que explicara su comportamiento. ¿Estaba soñando? ¿Era la realización de un sueño o la expresión de una necesidad? Quizá su única opción para bajar la guardia fuera en la oscuridad, a tientas.

Pero, independientemente de cuál fuera la respuesta, ella tenía el mismo problema. La pasión corría por sus venas. Ningún amante le había hecho sentir aquella insoportable intimidad. Ningún hombre le había hecho sentir aquella tensión.

– ¿Por qué no vuelves a la cama? ¿No te gustaría? ¿Quieres que te lleve yo? Si pudieras recordar que se trata de mí no lo harías. En una escala del uno al diez yo estoy la número veinte en tu lista. Si no podemos acercarnos sin bufar como gatos mojados…