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De nuevo le acarició los labios induciéndola al silencio. Pero era la caricia de un amante, erótica, sensual, explícita. Quería que se callara.

Bree cerró los ojos mientras rezaba para que se le ocurriera una solución milagrosa. Simón pasó de los hombros a los brazos y las manos. Nunca le habían dado un masaje en las manos. Le acarició las palmas, le estiró suavemente de los dedos, le hizo girar las muñecas. El masaje proseguía y ella sentía las manos cada vez más pesadas. Antes de terminar, una sensación de languidez la había invadido por completo. No volvió a pensar en cerrar el puño para protegerse el pecho.

Cuando Simón terminó, se sentó sobre la cama con la espalda apoyada en la cabecera. Antes de que ella pudiera adivinar sus intenciones, la cogió por las axilas. Sus manos rozaron los pechos pero sólo accidentalmente.

Simón la izó levemente hasta que su mejilla descansó contra su pecho. La rodeó con sus brazos y se movió un poco para acunarla. Luego, la cubrió con la manta hasta el cuello.

Bree esperaba el desarrollo de los acontecimientos. Sin embargo, no hubo nada más. El juego era volver loca a una mujer, acariciarla y mimarla hasta que todo su cuerpo se convirtiera en fuego líquido para luego acunarla hasta dormirla. Intentó incorporarse. Suave pero firmemente, la presión de Simón aumentó. Una mano descendió sobre su cabeza para guiarla de vuelta a su pecho. Bree levantó una rodilla y, entonces, él hizo el primer sonido que le había oído en todas aquellas noches de sonambulismo. Era una risa callada. Poco podía hacer ella con la rodilla cuando estaba trabada por las mantas.

– ¡Maldita sea, Simón! No me puedes hacer esto.

Simón la besó en el cuero cabelludo calmándola, reconfortándola. Era algo extraño, como si hubiera presentido que no había podido conciliar el sueño porque el vacío y la soledad se habían hecho sólidos en su corazón.

Simón no podía saber tanto de ella.

No era posible. Sin embargo, siguió abrazándola. El vello de su pecho le hacía cosquillas en la mejilla. Podía oír los latidos rítmicos de su corazón. Poco a poco, se quedó dormida.

A las seis de la mañana el otro lado de la cama estaba vacío. Nada se movía en toda la casa y hacía frío. Bree no había dormido bien desde su llegada pero no podía cerrar los ojos. No le gustaba el cariz que estaba tomando aquella situación.

Pero seguir en la cama no la llevaba a ninguna parte. Se levantó de mala gana y se vistió. Bajó descalza las escaleras con sólo una idea en la mente. Cualquier hombre o animal que se interpusiera en su camino hacia la cafetera iba a conocer lo que era la verdadera violencia. Por desgracia, entró en la cocina sin darse cuenta de que ya había alguien allí. Simón no había encendido la luz. La claridad gris del amanecer iluminaba apenas la cocina pero se dio cuenta de que él tampoco esperaba compañía. Simón ni siquiera se había peinado. Llevaba sólo unos vaqueros y la barba sin afeitar. Parecía un hombre que se acabara de levantar de la cama de una mujer después de una noche de sexo ardiente.

Bree pensó irritada que en parte era cierto. Sólo que no la había seducido. ¿Qué le había impulsado a buscarla en mitad de la noche? ¿Un poco de compañía? Él era atractivo, inteligente y rico. Podía haber hecho una simple llamada si lo que quería era compañía femenina. Unas mujeres formales y simpáticas del tipo ejecutivo y no una bohemia Cajún. No obstante, Bree no podía quitarse de la cabeza la idea instintiva de que la necesitaba.

Bree tenía la mala costumbre de enamorarse de los hombres que la necesitaban pero, al menos, todos ellos habían sido conscientes. La situación era de lo más ridícula. La única solución era recoger sus cosas e irse. Un ruido la distrajo. Simón preparaba una vieja cafetera.

Simón no se enteró de su presencia hasta que le arrebató la cafetera de las manos. A Bree no le cupo duda de que se enfrentaba al fenomenal señor Courtland en vez de a su apasionado merodeador nocturno.

– Soy perfectamente capaz de hacer café -dijo cuadrando los hombros.

– Ya lo sé. He probado tu potingue, «cher». Quizá tú quieras que te crezca el pelo en el pecho pero yo no tengo esa intención.

Bree se quedó estupefacta cuando le vio sonreír. Era probable que no supiera que incluso la más leve sonrisa lo transformaba por completo.

– ¿Quieres que te ayude?

¿Ayudarla? Si Simón hubiera querido ayudarla debería haberle dado con la puerta en las narices la noche de la tormenta. Bree no necesitaba ver la desnudez del pecho que le había servido de almohada durante la noche. Se sentía mortificada y avergonzada y maravillosamente bien.

– Necesito hablar contigo -dijo sin preámbulos.

– ¿Antes de tomar café? -preguntó él asombrado.

No había discusión frente a aquel argumento. En aquel instante, Bree habría sido capaz de matar por una dosis de cafeína. Le pareció que el café tardaba una eternidad en hacerse.

Los dos se quedaron en la ventana viendo cómo las pinceladas de color desbancaban al gris del alba. Simón bostezó con tanta fuerza que él mismo se quedó sorprendido.

Bree no sonrió pero sintió que, a su pesar, le mejoraba el humor. El bostezo le había hecho parecer humano y no podía negar que el silencio que había entre ellos era amistoso.

Cuando el café estuvo hecho, los dos reaccionaron como adictos en perfecta coordinación. Simón sacó un par de tazas y ella sirvió. Bebieron al mismo tiempo y volvieron a una mutua apreciación de la bebida. Bree se apartó de él inmediatamente. Había un brillo en sus ojos que no era debido a la satisfacción del café.

Ya era bastante malo sentirse atraída por un fantasma para que, además, le gustara un hombre que no podía soportarla.

– Tengo que irme, Simón. Tan pronto como sea posible y preferiblemente hoy mismo. Ya debes haber localizado a la madre de Jess.

– Sí. Está en Oregón.

– ¿En Oregón?

– Exacto -dijo él sentándose-. Liz llamó ayer. Parece que ha alquilado una cabaña para vacaciones en la costa. Bastante rústico, ni siquiera tiene teléfono.

Los detalles carecían de importancia para Bree. Se dejó caer en una silla y levantó las rodillas.

– ¿Qué va a ocurrir con Jess?

– Según Liz, la niña debe quedarse conmigo. No para siempre pero sí por ahora. Simón paseó la mirada por la cascada oscura de sus cabellos, por sus labios rojos, como si se despertara viéndola. Desvió la mirada y volvió a coger su taza.

– No se trata de que nunca haya estado tiempo con Jessica, pero, por lo general, siempre ha sido escaso. Días concertados y planificados, vacaciones y cosas así. Liz dice que las escondidas y las huelgas de hambre, las peores bufonadas de Jess, son consecuencia de su deseo de estar conmigo. Ergo, ella piensa que lo mejor para Jess es quedarse aquí. Me dijo que hablaríamos dentro de tres semanas.

– ¡Tres semanas! Si lo sabías ayer, ¿por qué no me lo dijiste?

– Lo hubiera hecho pero tuve que asistir a una merienda con la nobleza -dijo él mirándola duramente-. Vi la manera en que jugabas con mi hija. Y también vi que yo no sé, ni nunca sabré jugar con ella. Pensé que quizá podría convencerte para que te quedaras un poco más.

Naturalmente. El señor Courtland no iba a suplicar. No iba a recordarle que pronto la casa se llenaría de electricistas y fontaneros y coleccionistas de dinosaurios y sólo Dios sabía quién se haría cargo de Jessica.

Lo único que iba a hacer era apretarle las tuercas mirándola con aquellos hermosos ojos cansados.

Simón necesitaba ayuda. Con su hija, con su maravilloso caserón y, aunque él no lo supiera, con sus noches. No le importaba en qué cama durmiera, sus preocupaciones iban por otros derroteros. ¿Y si se caía por las escaleras? ¿Y si salía de la cama y se perdía en alguna barranca?