Bree se dijo que había sobrevivido muchos años sin su ayuda. Pero tampoco había arriesgado su orgullo al pedirle que se quedara. Estaba segura que la consideraba una bala perdida, una irresponsable en la que no se podía confiar. Ella también había contribuido a fomentar esa idea.
¡Demonios! Una mujer no puede ser siempre simpática y a ella le encantaba fastidiarle. Ningún hombre merecía tanta preocupación. El problema no era ni la mirad de complicado que su solución. Simón no la necesitaba y tampoco la quería. Hacía más de un año que se había prometido a sí misma no volver a cometer el mismo error. Jamás repetiría una relación basada en el sufrimiento de uno solo, ella. ¿Quién necesitaba sufrir más?
– Tómatelo como un trabajo -sugirió él.
– Ni quiero ni necesito un trabajo.
– Para mí sería un placer pagarte…
– ¡Oh! Olvida de una vez tu estúpido dinero. Ya te he dicho antes que no lo quiero.
Simón le lanzó una de sus miradas, como si quisiera asustar a una alumna díscola. Al parecer, se rodeaba de gente que saltaba ante el crujido del papel de un cheque. Bree se consideraba bastante codiciosa, pero sus necesidades reales no tenían nada que ver con el dinero. Ese era un concepto que Simón jamás comprendería.
– Cuéntame algo sobre tu ex mujer.
– ¿Qué demonios tiene que ver Liz con que te quedes?
– Yo no he dicho que tenga algo que ver. Sólo pensaba que es… bastante inusual la manera en que hablas de ella.
Bree pensó que un día cualquiera debía adquirir un buen bozal para su enorme boca.
– ¿En qué sentido?
– Bueno, parece que mantenéis una relación amistosa. Es obvio que respetas su criterio con respecto a Jess. Si hay tensión entre vosotros, a tu hija no le ha afectado. La mayoría de los divorciados hablan de su pareja como si las heridas estuvieran frescas-. No -se apresuró a añadir-. La verdad es que no es de mi incumbencia.
Simón arqueó las cejas.
– Nunca has dejado que eso te detuviera.
– ¿Cómo?
– Estoy seguro de que existe gente tan curiosa como tú, sólo que nunca me he encontrado con ninguno a este lado del Mississippi. De todas maneras, no es ningún secreto y no te estás inmiscuyendo. Liz y yo disfrutamos de un matrimonio amistoso y de un divorcio aún más amistoso. Fin de la historia.
Bree pensó sombríamente que estaba aprendiendo a fastidiar y a embromar demasiado deprisa. La única cosa que le había enseñado y la utilizaba en su contra. Interesarse por la gente no era lo mismo que curiosear en su vida.
– ¡Vamos, Courtland! Si os hubierais llevado tan bien todavía estaríais casados.
Por un instante, Simón calibró sus ojos, reflexivamente, considerando.
– Bree, lo que tú y yo pensemos del matrimonio tiene que ser dos ideas opuestas por fuerza. Conocí a Liz cuando acababa de perder a sus padres en un accidente de coche. Era una época muy dura para ella y… yo estaba allí. El matrimonio funcionó porque ella necesitaba seguridad, estabilidad, protección. Y, de manera inevitable, llegó un momento en que dejó de necesitarme.
Parecía una conferencia, recitaba los hechos sin emoción.
– Seguimos juntos durante un año sólo por Jessica pero era una estupidez. Liz necesitaba sentirse libre y yo lo sabía. Al final, vivíamos inmersos en una guerra fría que no le hacía ningún bien a Jess. No sé cómo se enfrentará otra gente al divorcio pero, para mí, no hay excusa que justifique que se dañe a una criatura. No estoy de acuerdo con Liz en muchas cosas. Es demasiado emocional y deja que Jess la embauque continuamente. Pero la adora y yo mantengo la boca cerrada y trato de apoyarla en lo que puedo. ¿Hay algo más que quieras saber?
Bree comprendió que quería dar por zanjada la cuestión. No obstante, tenía la sensación de haber entrado a un cine en la escena final y haberse perdido lo más importante de la película. ¿Se había casado con Liz porque la quería b porque ella le necesitaba? ¿Acaso no se había sentido utilizado cuando su mujer le pidió la libertad? ¿Se daba cuenta de lo raro que era que un hombre aceptara voluntariamente hacer un sacrificio para evitar poner a su hija en el medio de una confrontación?
Bree se obligó a dejarlo pasar pero había una pregunta que no podía evitar?
– ¿La amabas?
Su respuesta fue inmediata y directa, tan monótona como un mantra aprendido y repetido durante años.
– Me importaba. No la amaba.
– ¿Ni siquiera el principio?
– No -contestó él con los ojos helados-. Tal como Liz te diría con gusto, no soy un hombre apasionado, ni tampoco emocional. ¿Se han acabado ya las preguntas, Reynaud?
Su mirada no vaciló. Bree suponía que podía intimidar a oficinas enteras con aquella mirada gélida y aquel tono sarcástico. Ella no se sentía intimidada pero sospechaba los motivos que albergaba para haber mantenido aquella conversación. Simón le había hecho una advertencia.
«Este soy yo. El señor Iceberg Desapasionado. No un hombre que puede hacer feliz a una mujer, ni siquiera en la cama».
Bree le había insultado mentalmente de muchas maneras pero era la primera vez que ponía en duda su inteligencia. No podía negar que Simón tenía dificultades para expresar sus sentimientos, ni que le había etiquetado de gélido nada más verlo. Pero el amante que había en él aparecía al amparo de la noche. Su merodeador tenía caudales inagotables de pasión que ofrecer y emoción que compartir. Jamás se aprovechaba. En cada ocasión había percibido sus necesidades y había respondido a ellas con una sensibilidad y una ternura conmovedoras. Hacía que una mujer se sintiera segura. Y hacía que la mujer se sintiera peligrosa porque al hambre que había en él era muy masculina. Un hambre de abrazar, de acariciar, de amar.
¿Cómo podía pensar que era frío, el muy idiota? Bree sentía escalofríos sólo de pensar cómo podía ser totalmente desinhibido en la cama.
Bree bebió su café de un trago. Algo andaba mal. Algo fallaba si empezaba a confundir a Simón sonámbulo con el despierto. Le recordaba a una colmena salvaje que había encontrado de niña en los bosques. La atracción de la miel había sido tan fuerte que había acabado llena de picotazos.
– Todavía no me has dicho por qué tienes que marcharte tan de improviso.
– No es de improviso. Tengo que irme. Eso es todo.
– ¿Estás segura?
– Segurísima -contestó ella levantándose.
– Tenía la impresión de que te gustaba estar aquí -dijo él con los ojos puestos en el escote de su camiseta-. Me acabo de dar cuenta de que no llevas ese collar que sueles ponerte.
Simón la observó mientras ella llenaba su taza hasta el borde y derramaba el café. Masculló algo en francés mientras limpiaba lo vertido con un trapo.
– Jessica me ha contado que es una especie de talismán. Meron, me dijo que lo llamabas.
– «Marón» -le corrigió Bree automáticamente.
– Bueno, pues «marón» -repitió él cuidando de pronunciar correctamente-. Le contestaste a Jess un cuento folklórico sobre esas semillas que flotan en el agua de los pantanos. Me ha contado que la palabra «marón» significa perdido y que los Cajún creen que en la semilla habita un alma perdida. Por eso los supersticiones llevan un «marón». Es su manera de asegurarse de que un alma perdida encuentre su hogar. ¿Eres supersticiosa, Bree?
– ¡Por amor de Dios! Estamos casi en el siglo veintiuno. Claro que no soy supersticiosa.
– ¡Hum! Sin embargo, el collar me parece un talismán curioso para una mujer que ni tiene ni quiere tener casa. Me pareció posible que quisieras echar raíces una temporada. Sería una oportunidad para descansar y reponer energías. No quiero decir que no esté seguro de que eres perfectamente feliz en tu coche.
Si le lanzaba otra indirecta sobre su estilo de vida Bree se juró que lo estrangularía con las manos desnudas. Se sentía incómoda de repente. Simón había conseguido que su propuesta de un trabajo remunerado no sonara estúpida. No tenía tacto con las personas pero eso no quería decir que careciera de percepción. Había adivinado que anhelaba un hogar y que le afectaban los presagios.