Выбрать главу

Lo suficiente, sin embargo, como para que estuviera sinceramente asustada. Además, tenía la impresión de que todos los problemas de aquel hombre terminarían si encontrara la mujer adecuada. A esa hipotética mujer no le resultaría difícil ponerlo en contacto con sus propios sentimientos porque había un río de pasión justo bajo su piel.

Pero, por supuesto, debía ser la mujer adecuada. Bree sabía que no se trataba de ella. Él era un «gros chien» ejecutivo, ella una gitana con una amplia experiencia en desengaños. No. La única salida posible era marcharse.

– Hola, papá. Hola, Bree. ¿Qué hay para desayunar?

El aspecto de Jess hizo que Bree sonriera. Su padre tenía otra opinión. Llevaba una camiseta roja y unos vaqueros naranja. Unos calcetines amarillos en los pies y una peineta en el pelo completaban su atuendo pero no su maquillaje. Detrás de las gafas aparecía una sombra de ojos verde y en alguna parte había encontrado un par de pendientes de bisutería.

Bree miró la expresión de Simón y acabó de decidirse. Tenía que marcharse cuanto antes.

No obstante, quizá no fuera el momento más adecuado. Simón amaba a Jess. Se sentía responsable de ella. Daría la vida por aquella pequeña diablesa. Pero, al parecer, nadie le había dicho nunca al muy idiota que tenía el obvio y simple derecho a disfrutar de su hija.

Capítulo 6

Había un diseño intrincado en la pantalla del ordenador, el plano de un sistema de almacenaje mecanizado. Simón lo conocía de sobra. Antes de concursar para el contrato de Boston lo había instalado en otras tres empresas. Pero en aquella ocasión, uno de sus ingenieros quería introducir una modificación en el diseño. La idea era buena pero elevaba el coste en setenta mil dólares.

Simón siempre había ofrecido lo mejor y no pretendía rebajar sus baremos. Con el ordenador probaba alternativas y las comprobaba matemáticamente para abaratar los costos. Nada funcionaba. Las respuestas existían, era una simple cuestión de hallarlas. Pero debía ser antes del martes. No era la única empresa que concursaba por el contrato.

Y más que conseguir el contrato, quería presentar un buen proyecto, pero la concentración le había resultado imposible durante la última semana. En algún punto de la casa resonaban los martillos, las escaleras chirriaban al ser arrastradas sobre el suelo de madera. Había llamado a voces y ruidos de pasos por todas partes. Una voz infantil sonó a sus espaldas.

– Bree dice que apagues el ordenador, papá.

– No puedo ahora, cariño.

Un contrato millonario y él estaba atrapado en una tierra de coyotes y perrillos de la pradera.

– Dice que tienes que apagarlo, que el chico va a cortar el zumo.

– ¿Qué?

Por lo general, cuando Jess hablaba de zumos se refería al de manzana o al de naranja. A Simón le llevó un momento darse cuenta de que había sido una forma sencilla de informarle de que iban a cortar la electricidad. Puso a salvo el material que tenía en el programa y apagó el ordenador. Unos dedos pegajosos se posaron en su cuello desde atrás con la intención afectuosa de estrangularlo.

– ¡Oye! -protestó.

Aquello le valió un beso en la mejilla. Un beso pegajoso de mermelada. Antes de la llegada de Bree su hija había carecido del concepto de orden y del control. Ahora, carecía de ellos aún más.

El intento de estrangulamiento con mermelada no cesó hasta que deslizó una mano hacia atrás para hacerle cosquillas a su temible atacante. Jessica lo soltó riéndose. El sonido de aquella risa tuvo un efecto curiosamente balsámico sobre sus nervios alterados.

Simón cedió un impulso extraño y levantó a la niña en brazos. La respuesta de Jess fueron más risas y más carcajadas. Simón oyó el acento sureño de Bree sermoneándole en su pensamiento.

«Olvida el orden y el control. Lo que Jess quiere es que le hagan cosquillas, que la abracen. Quiere que ruedes por el suelo con ella».

Pensar que él iba a escuchar un consejo era una ingenuidad. Y más viniendo de una empleada, una vagabunda de ojos azules. Pero en lo concerniente a su hija Bree tenía la desagradable costumbre de dar en el clavo. El peso en sus brazos, el olor, las texturas misteriosas de aquel cuerpecito de cuatro años embadurnado de mermelada le hacían sentirse extrañamente bien.

Simón siempre había mantenido una reserva cuidadosa con su hija. Lo consideraba su deber. Jess era una responsabilidad preciosa y terrible. Liz no podía definir la palabra disciplina ni con la ayuda del diccionario, de modo que Simón había asumido que la debía aprender de él. Desde el día de su nacimiento se había sentido torpe para ser un buen padre. Bree no dejaba de repetírselo. «Idiota. ¿No ves que sólo es una niña? Una niña. Hay que amarla hasta comérsela. ¿Tan complicado es?».

– ¿Dónde vamos? -preguntó Jessica.

– Al lavabo más próximo para lavarte la cara y las manos.

– No podemos -le informó ella muy seria.

– Te prometo que sí podemos.

– No podemos, papá, de verdad. No hay agua.

Simón se detuvo en seco. Ni agua, ni electricidad, treinta hombres haciendo ruido y generando cascotes por toda la casa. Si pasaba una semana más en aquellas condiciones iba a volverse loco.

Dejó a Jess sobre la encimera de la cocina con las piernas colgando y buscó un paquete de servilletas. Afortunadamente sólo restaba una semana de maremágnum. Era más eficiente acometer todas las obras de una vez que ir demorándolas. En el aspecto técnico, todo se desarrollaba a pedir de boca. Sólo había un par de inconvenientes que no había previsto. Uno era Jess, que estaba tan encantada con aquella monstruosidad gótica como Bree. Cada vez que mencionaba su intención de vender la casa lo miraban como si fuera un asesino.

Y luego, los obreros. La mano de obra local estaba constituida por cowboys. Los muchachos eran buenos y la prueba estaba en la calidad del trabajo. Simón también les pagaba una prima extra. El problema era el sexo. Todos eran hombres y a Bree parecían gustarle. Cada vez que Simón doblaba una esquina se encontraba a algún jovenzuelo intentando flirtear con ella o a otros menos jóvenes intentando hacerla reír. Excepto cuando se ocupaba de Jess, siempre podía encontrársela donde más actividad había. Les llevaba emparedados a los hombres o les alcanzaba las herramientas. Parecía tener un sexto sentido para saber dónde era necesaria una mano.

Simón se había dado cuenta desde el principio de que Bree no tenía idea de lo que estaba pasando. Ella se imaginaba que los hombres se limitaban a mostrarse amistosos. No acertaba a explicarse cómo una mujer podía haber viajado sola por todo el país y seguir siendo tan candida. La mitad de los jóvenes babeaban al paso de aquellas piernas y tenía muy presente que se hallaban en un país de predadores. Bree no parecía ver el efecto que se acento, sus ojos azules y su contoneo tenían sobre los obreros.

– No va a quitarse, papá -dijo Jess pacientemente.

– ¿Qué has comido?

– Rábanos.

– Los rábanos no son pegajosos.

– Estos sí, papá. No he cogido ninguno de esos pasteles blancos rellenos de mermelada -dijo Jessica virtuosamente.

– Cariño, ¿dónde está Bree? -preguntó olvidándose de darle una charla sobre el valor de la verdad y la integridad.

– Con el chico.

– ¿Con qué chico?

– Con el chico del zumo.

Puso a su hija en el suelo y dedicó unos minutos a limpiarse él mismo. Tenía millones de cosas que hacer y supervisar. Simón repasó mentalmente su lista de prioridades hasta llegar a una conclusión obvia. La electricidad era lo más importante. La caja de los fusibles estaba en el cuarto de las calderas. Antes de doblar el pasillo, oyó las voces.