Выбрать главу

– Sostén esto hacia aquí, ¿quieres Bree?

Sin fluido eléctrico el cuarto de las calderas era lóbrego y oscuro. Pero la atención de Simón estaba centrada en los dos cuerpos que se apretujaban frente a la caja de fusibles.

– Claro. ¿Ves mejor?

Se trataba de Tom. Era un buen muchacho y un buen profesional. Alto y rubio, tenía una sonrisa tímida y una manera de andar algo engreída. Simón se imaginaba que era demasiado joven para afeitarse. Y tampoco iba a tener oportunidad de hacerlo si no dejaba de perseguir a Bree.

Ella estaba hombro con hombro con el muchacho. Le sostenía la linterna para que él pudiera verificar los fusibles de cada circuito. Bree estaba de puntillas, intentando apuntar la linterna cuidadosamente. Simón no podía culpar al muchacho por descuidar su trabajo pero sus ojos estaban más ocupados que sus manos.

– Con ese acento no puedes ser de por aquí.

– Soy de Louisiana.

– ¿En serio? ¿De dónde los pantanos, los magnolias y todo eso?

– Y todo eso -contestó ella riendo.

– Supongo que no querrás venir a bailar.

– Supón que no hace sol en junio.

– Hablo de un baile en un granero, nada elegante. Lo organiza la comunidad, un poco de country, un poco de rock and roll…

Simón carraspeó y les interrumpió en tono jovial.

– Tendrías que haber avisado de que necesitabas ayuda, Tom.

Dos pares de ojos giraron hacia él. No miró a Bree, se limitó a confiscarle la linterna suavemente.

– No tardaremos mucho. Tengo conocimientos de electricidad. Como ya te he dicho, tendrías que haberme avisado si necesitabas ayuda.

No dijo más. Nada divertido y nada extraño. Nada que justificara la risa de Bree.

Simón había pensado que cenarían queso y pan para la cena. Sin agua ni electricidad no se imaginaba cómo podría cocinar.

Bree había sugerido que su vida dependía excesivamente de la tecnología y había preparado una cena capaz de asombrar a un buda de porcelana. El pan y unas patatas a la menta salieron del horno de ladrillos. Los filetes a la pimienta se hicieron sobre un hibachi que ella había montado fuera.

Los carbones todavía están incandescentes. A las siete la temperatura empezaba a disminuir y el enorme cielo del Oeste era de un azul profundo. Simón no tenía el más mínimo interés en el color del carbón ni en la profundidad del cielo, pero el paisaje evitaba que mirara a Bree.

Tenía el plato en el regazo y la espalda apoyada en uno de los leones de la entrada principal. Bree usaba el otro como respaldo. Jessica había acabado de cenar y se entretenía haciendo ramilletes de flores silvestres. Simón seguía sin explicarse por qué Bree había querido cenar fuera si ya todo funcionaba razonablemente bien.

Se había plegado a sus deseos. Mientras comía el último bocado, los pies de Bree aparecieron en su campo visual. Se pintaba las uñas de un rojo brillante. Hacían juego con sus labios, con la diferencia de que éstos no se los pintaba. Bree dejó su plato con un suspiro de satisfacción. Simón había descubierto que esa era su manera de hacerlo todo. Alegremente, gozosamente, con una alegría de vivir extrañamente femenina que le hacía sentir… nervioso.

Se había jurado a sí mismo no decir nada y no lo había hecho. Cuando hablaban de Jess conversaban toda la noche. Sin embargo, cuando discutían temas personales, Simón o acababa pareciendo un tarado pomposo u optaba por callarse.

Bree no sabía lo que pensaba de ella. Nunca lo sabría. Él había enterrado su vida bajo una montaña de responsabilidades, ella era un chispazo, una brisa fresca que él había perdido hacía mucho tiempo. No había excusa para la molesta atracción que sentía hacia ella. Cuando estaban juntos la tensión se elevaba como el cordel de una cometa en el viento. Por fortuna, tenía un control absoluto de sí mismo.

– ¡Bueno! -exclamó ella desperezándose en pie-. Creo que será mejor que vaya a cambiarme.

Simón supo que iba a formular la pregunta que no quería hacer.

– ¿No irás a salir con ese chico? No lo conoces de nada.

Bree le miró con ojos aterciopelados. Tuvo la desagradable impresión de que se divertía a su costa.

– Tom ya no es ningún chico, Simón. Es un hombre muy simpático y bueno.

– Eso no lo sabes.

– Ha trabajado en la casa durante una semana. Lo conozco lo suficiente. Además, sólo será un baile. ¿Qué tal el filete? ¿Llevaba mucha pimienta?

– El filete estaba estupendo. ¿A qué hora pasará a recogerte?

– No va a recogerme. Pienso ir en mi coche y nos encontraremos allí.

– ¿Lo ves?

– ¿Qué he de ver?

– Si lo has arreglado para ir en tu propio coche es que no estabas segura de dónde te metías.

– Es cierto -murmuró Bree.

– ¿Qué entiendes tú por «es cierto»?

– Me refiero a que tienes razón. No quería depender de él. Quizá beba. Quizá tenga en mente algo más que un baile. No lo creo o no habría quedado con él, pero de vez en cuando, soy capaz de tomar mis precauciones.

Bree le palmeó la espalda como si ella tuviera cien años y él fuera sólo un niño. Pero al contrario. Él era el adulto y ella la que tenía que madurar. Simón sabía que mientras se considerara como un tío para ella podría dominar el problema de la tensión que aparecía cuando estaban juntos.

– ¿No te molestará que vaya a divertirme un par de horas, verdad?

– Por supuesto que no.

– Si necesitas que haga algo…

– No necesito nada. Has estado trabajando como una esclava por mucho que te he repetido que no era necesario.

– Creí, sinceramente, que te gustaría que me quitar unas horas de tu vista. No puede gustarte que te gane todas las noches al ajedrez.

Simón era demasiado educado para decirle que la única razón por la que ganaba era porque hacía extrañas e imprevisibles jugadas de continuo.

– Piénsalo, «cher». Toda la velada de paz y tranquilidad. Estoy segura de que vas a disfrutarla -le dijo alegremente-. Necesito hablar con tu hija.

– Me gustaría que lo hicieras -dijo observando la explosión de colores que se movía por la explanada-. Yo lo he intentado pero no ha servido de nada. No puedo creer todavía la clase de ropa que elige.

– Elige la que más le gusta. ¿Qué tiene de malo? -preguntó ella riendo.

– Que sólo tiene cuatro años y ya lleva pendientes.

– ¿Y ese es el problema? Este mes le ha dado por el glamour, por la elegancia. El que viene se dedicará en cuerpo y alma a las ranas.

Simón no podía comprender por qué encontraba sus palabras tan tranquilizadoras si Bree no tenía ni el sentido común suficiente para llevar zapatos.

– ¿No crees que se sale un poco de lo normal que vaya por ahí con más maquillaje que un payaso de circo?

– «Normal» es una palabra bastante estúpida. Jess está sana, es feliz y asombra su independencia. A menos que te opongas radicalmente, yo la dejaría en paz. Aunque sobre el asunto del maquillaje he de admitir que tenemos una discusión pendiente. Esa bribona me ha rateado mi sombra de ojos azul y la necesito esta noche.

Simón la observó mientras se acercaba a Jess con aquel leve contoneo de sus caderas, contempló cómo la brisa acariciaba la nube oscura de sus cabellos y pensó que tenía razón.

El tiempo consagrado a Jess era después de cenar pero, cuando la golfilla se dormía, Bree solía convencerle para jugar una partida de ajedrez en la cocina. Era una manera inocua de pasar la velada. O tendría que haberlo sido de haber podido concentrarse en el juego y no en aquellos labios rojos, en la longitud de sus piernas y el azul de sus ojos. Todo en ella era sensual. Simón se imaginaba que hasta cuando se cepillara los dientes sería sexy.

Tomó un sorbo de té helado. Cuando conseguía aplacar su deseo se sentía menos nervioso. Era humillantemente consciente de que no podía satisfacerla en la cama. ¿Cómo podría complacer a una mujer con tanta pasión, energía y sensualidad?