En aquel momento hacía girar a Jessica, que reía a pleno pulmón. Bree les había llevado el increíble don de la risa a sus vidas, pero de vez en cuando Simón descubría un brillo secreto en sus ojos. Una soledad, un anhelo, un ansia… y un sufrimiento. Las cicatrices de una mujer y no las de una niña inconsciente, y estúpidamente, llegaba a pensar que ella también necesitaba a alguien.
Sin embargo, cada vez que sus pensamientos llegaban a ese punto se repetía que no podía tratarse de él. Durante el tiempo en que Bree se quedara con ellos estaba bajo su cuidado. Estaba decidido a ser una especie de hermano mayor, aunque eso lo matara. Pero, con todo, no podía evitar un pensamiento errático que no obedecía a su voluntad. Si Bree volvía aquella noche con el maquillaje estropeado, con una uña rota, con la menor señal de que aquel chico le había puesto la mano encima, Tom iba a desear no haber nacido nunca.
Bree cerró la puerta del coche con tanto cuidado que ni un ratón podría haberla oído. Eran casi las dos y el cielo de la madrugada desplegaba el espectáculo de millones de estrellas, aunque hacía un frío capaz de helar los dientes.
Bree se descalzó a pesar de todo. Se le helaron los pies con el contacto del suelo pero no le importaba. Había bailado hasta el agotamiento y sus pies necesitaban que les estimulase el riego sanguíneo. También necesitaba aclararse la mente. Dos cervezas. Todo un récord para ella. El granero había estado lleno de gente y de humo, el calor había sido asfixiante y la música salvaje. Tom se había revelado como un bailarín fantástico y ella disponía de energía de sobra para quemar. Se había entregado al baile por completo pero no le había servido de nada.
Subió los escalones de puntillas. Tom era adorable. Un poco engreído, pero era sólo fachada. Tenía una voz suave y dulce y si Bree hubiera sabido que reservaba todo su valor para el final de la noche no le habría enviado señales equívocas. Pero Tom era un hombre y los hombres siempre han de averiguar si tienen una oportunidad. Sí, le había besado y había conseguido el mismo placer que si hubiera besado a un cachorro peludo.
Había esperado que la noche le brindara una cierta distancia para juzgar lo que sentía por Simón. Se sentía desgraciada. Nada era lo mismo sin aquel hombre horrible. Seis horas sin nadie con quien discutir, sin nadie que se burlara de ella con sus agudas percepciones y sus juicios de valor. Debería sentirse encantada. ¿Acaso Courtland la quería? La respuesta era no. ¿Acaso quería ella profundizar en sus sentimientos hacia él? Tampoco. ¿Alguna vez la había tocado para demostrarle deseo o interés o algún sentimiento? Nunca. Al menos mientras estaba despierto. Entonces, ¿por qué le parecían más emocionantes los paseos, las charlas durante el desayuno y las partidas de ajedrez con él que cualquier cosa que intentara sin aquel idiota?
«No es tan difícil la respuesta, Reynaud. Necesitas una bonita camisa de fuerza. Una temporada en uno de esos centros que tienen jardines espaciosos rodeados de muros altos y con lindos barrotes en las ventanas».
Con cuidado de no hacer ruido para no despertar a nadie, hizo girar la llave en la cerradura. Crujió un poco. Abrió la puerta con una lentitud agónica. Simón debía haber dejado encendida la luz del salón porque la oscuridad no era total. Cerró la puerta. Bostezó. Giró sobre sus talones y lanzó un grito descomunal.
– Soy yo, no un fantasma.
– Me has dado un susto de muerte -jadeó ella con la mano aún sobre el corazón-. ¿Qué haces levantado a estas horas?
– Podrías haber tenido un pinchazo.
– Simón, he cambiado un millón de ruedas más o menos este último año.
Él estaba sentado en las escaleras con los brazos alrededor de las rodillas. Los signos eran obvios, las mangas de la camisa subidas, el pelo desordenado.
– Tú has estado trabajando.
– La electricidad ha estado cortada todo el día. Claro que he estado trabajando.
– ¿Te has tomado ya el coñac?
Simón le lanzó una mirada asesina.
– Reynaud, ¿por qué no intentas meterte de una vez en la cabeza que puedo sobrevivir sin un coñac diario? ¿De dónde te has sacado la idea de que soy un bebedor?
– Nos serviré un poco. Uno para cada uno.
Bree salió hacia la cocina sin darle tiempo a replicar. Puso un poco de coñac francés en una copa para ella y llenó un vaso de los de agua para Simón. Hasta el borde.
Cuando volvió, él seguía allí, sentado en el séptimo escalón. Ella se sentó en el cuarto. Simón le lanzó una mirada sombría cuando le entregó el vaso pero bebió un sorbo. Bree pensó que no era buena idea quedarse allí. La luz tenue creaba un ambiente demasiado íntimo en las escaleras y Simón no tardaría mucho en acabar el coñac. Siempre acababa con él asombrosamente rápido.
– ¿Te lo has pasado bien?
– Maravillosamente.
– Entonces te alegras de haber ido.
– Enormemente -dijo con una sonrisa.
Se arrepintió de inmediato. Simón la miró con tanta intensidad que Bree sintió que se le aceleraba el pulso. La situación empeoró cuando él centró la mirada sobre sus labios.
– ¿Te ha causado problemas?
El diablillo que le ponía palabras en la boca cuando hablaba con Simón volvió a hacer de las suyas.
– Nada que no fuera enormemente divertido de solucionar.
Simón suspiró.
– Sólo lo preguntaba porque está trabajando aquí. Si hubiera intentado propasarse habría estado mañana de patitas en la calle.
– ¿Simón?
– Sí, estoy escuchándote.
– Intenta recordar que tengo veintisiete años, ¿quieres? Si Tom hubiera intentado propasarse no vendría a trabajar mañana porque estaría con los dos ojos morados y alguna costilla rota.
Bree vio cómo fruncía los labios y volvió a arrepentirse de sus palabras. Simón tenía que proteger a todo el que considerara a su cargo. Estaba harta de que la metiera en el mismo paquete que toda la gente de la que se creía responsable.
– ¿Te gusta bailar?
– No me parece algo importante. No bailo porque nunca lo he hecho bien.
– Apuesto a que serías muy bueno con el «dirty dancing».
– No te comprendo.
– Supongo que el estilo comenzaría con la película pero creo que han sido los hombres los que lo han mantenido. No hay que aprender ninguna serie de pasos complicados sólo hay que saber hacer el amor. Todo está bien en el ritmo, en la emoción de la música…
– Reynaud, ¿cuánto has bebido?
Bree se llevó la copa a los labios y bebió un sorbo. La verdad era que dos cervezas durante seis horas de extenuante ejercicio físico no eran demasiado. No era el alcohol lo que la hacía sentirse temeraria. Era la presencia de Simón.
– Mucho. Tenemos un dicho en mi tierra. «Laissez le bon temps rouler». Deja correr los buenos tiempos. Si el mundo va a acabarse no hay nada que nosotros podamos hacer. Lo mejor es intentar vivir con alegría, disfrutar de sol y de la risa mientras podamos. ¿Quieres que te enseñe a bailar el «dirty dancing»?
– No -dijo él arrebatándole la copa de la mano y dejándola en el escalón-. Vas a irte a la cama. Ahora mismo.
Bree estaba de acuerdo en que necesitaba desaparecer pero no por la razón que Simón creía. No estaba achispada, era sólo una broma más. Sin embargo, la invitación a bailar había sido sincera a un nivel inquietantemente íntimo.
Toda la velada, mientras que el conjunto tocaba rhythm and blues, se había imaginado que bailaba con él. Pero no entre la multitud. Nunca le habían gustado las muchedumbres. Pero la penumbra era incitante y era tarde. Quizá Simón habría estado un poco envarado al principio pero la música adecuada, con la mujer adecuada… El compañero de baile que ella imaginaba no era el Courtland estirado ni su amante fantasmal y nocturno, sino una mezcla de los dos. Un hombre que podía existir.