Al menos con la mujer adecuada. Alguien tendría que echar abajo su castillo de naipes. No obstante, Bree sabía y él se había encargado de decirle de cien maneras sutiles que ese alguien no era ella. Se puso en pie y bajó los escalones para recoger sus zapatos.
– ¿Se ha dormido Jess sin dar la lata?
– Sin problemas.
Simón no dijo nada más, pero cuando ella pasó por su lado le cogió la muñeca. Unos nervios que no pudo disimular le hicieron sentir escalofríos.
– ¿Bree?
Simón la soltó.
– No te lo has pasado bien. Tienes los nervios a flor de piel -dijo con calma-. No sé por qué has querido salir con ese chico pero no tiene nada que ver con dejar correr los buenos tiempos. Algo te está corroyendo. Si necesitas ayuda cuenta conmigo. No me importa que no nos llevemos muy bien, estoy aquí para lo que quieras. ¿Me entiendes?
– No -susurró ella.
Sin embargo, se sentía como si le hubieran quitado la piel. Si su capacidad de percepción era inquietante, el tono de compasión que había en su voz lo era aún más.
– Quizá has estado todos esos meses en la carretera porque sentías un deseo irrefrenable de aventura. Y quizá fuera porque alguien te hizo daño. ¿Fue lo que pasó en el asiento trasero del Buick?
– ¿Del Buick?
A Bree le costó unos momentos comprender a qué se refería. Al fin, cayó en la cuenta de que en su impulsividad, había hecho una referencia al incidente. Lo había comentado para hacerle entender que tenía mucha experiencia en cuidar de sí misma pero nunca habría imaginado que Simón le recordara. O que hubiera sacado una conclusión errónea.
Durante un instante, casi la asustó. Se limitaba a seguir sentado sobre el escalón. Pero sus ojos eran fogosos e intensos, sus labios una línea recta. En la mente de Bree se compuso una imagen absurda de Simón retrocediendo en el tiempo hasta encontrar a un muchacho pelirrojo y arrancarle los brazos.
– Nunca me han hecho daño, «cher». No de la manera que tú dices. No hubo ningún abuso, ninguna violación, ni nada por el estilo en toda mi vida. Los problemas que he tenido me los he buscado yo misma.
Simón no respondió y ella subió hasta el rellano.
– Courtland, no olvides acabarte el coñac antes de irte a la cama.
A Bree le llevó muy poco tiempo desnudarse, poner un camisón y sacar la cama del cuarto de la torre. Hacía una semana que había declarado durante el desayuno que pensaba trasladarse a esa habitación. Simón no le había prestado atención pero para ella era importante por dos motivos. Primero, no podía estar siempre intentando despistar a su merodeador. Un merodeador que, además, tenía llave de todas las habitaciones. Y, luego, estaba cansada de tantas camas extrañas.
Quería, necesitaba, un sitio propio. Cuando estaba en la torre y miraba el paisaje se sentía como Repunzel. La diferencia estribaba en que ella no tenía gamas de hacer de su pelo una escala para su amante.
Cerraba con llave siempre pero hacía más de una semana que Simón no la molestaba. De todas maneras preparó su trampa. Consistía en una cuerda de nylon a la altura de la cadera y en una barricada de almohadas para el caso de que cayera de bruces. A la cuerda había atado un cencerro. Pocas cosas más ruidosas que un cencerro hay en la vida.
A Bree no le importaba que la trampa fuera un poco tonta. Sin embargo, era consciente de que Simón cada vez era menos seco y más abierto. Se le escapaban los sentimientos en cuanto bajaba la guardia. Aquella noche había tenido una impresión de cómo podía ser con la mujer que amara, perceptivo, protector, dispuesto a ayudarla en cualquier ocasión. La había conmovido.
Bree no quería que la conmoviera. No quería enamorarse de un hombre que sólo la necesitaba temporalmente. En menos de dos semanas Liz recogería a Jessica. Si hasta entonces necesitaba un cencerro para poder dormir, usaría un cencerro.
Se metió en la cama y se arrebujó entre las mantas. Se quedó dormida en el mismo momento en que apagó la luz.
Capítulo 7
El cencerro falló.
Claro que era posible que Bree no lo hubiera oído. Se había dormido tan profundamente que quizá no hubiera oído a una banda militar tocando junto a su cama. Quizá no la habría despertado ningún sonido, pero las caricias de Simón sí. Como en las ocasiones anteriores Simón no hizo nada para asustarla. Sus movimientos eran cautelosos y furtivos. Se metió en la cama con la misma naturalidad de un antiguo amante. Le puso la mano sobre las costillas, justo debajo del seno. El muro de su pecho se apretó contra su espalda hasta que se acoplaron como las piezas de un rompecabezas. Le apartó el pelo de la nuca como si lo hubiera hecho un centenar de veces y apoyó la cabeza sobre la almohada. Bree podía oler su piel limpia y cálida, podía sentir la caricia de su aliento en la nuca.
También sentía que todo su cuerpo comenzaba a vibrar, a desear. Se dio la vuelta entre sus brazos poseída por un sentimiento de desesperación.
Simón la había tapado olvidándose de él mismo. La claridad de la luna se reflejaba en sus pestañas y en el mechón de pelo que le caía sobre la frente. Tenía los ojos cerrados y respiraba profundamente. La emoción estalló en lo más hondo de Bree de una manera irrevocable.
Ni las trampas sonoras ni sus precauciones la habían salvado. Era demasiado tarde. Se había enamorado. No sólo de Simón, sino también de Courtland. No sólo de su ardiente fantasma nocturno, sino del hombre que la había esperado sentado en las escaleras. Como dotados de voluntad propia sus dedos le acariciaron la mejilla y le apartaron el mechón de pelo. Su abuela le había contado muchos cuentos sobre el «feufollet», el fuego fatuo, el espíritu maligno que perseguía a sus víctimas hasta que se perdían en los pantanos. Bree no sabía la naturaleza del fuego fatuo de Simón, pero su corazón reconocía a un hombre que había extraviado su camino.
Se sentó con la espalda apoyada en la almohada para mirarle. Nada podía suavizar sus rasgos pero las líneas duras de tensión y de control desaparecían durante el sueño. Bree sabía que valoraba ese control. Sólo de noche se relajaban sus defensas porque incluso él era vulnerable durante el sueño.
Se negaba a despertarle. Jessica no debía encontrarle allí por la mañana pero Bree podía obligarse a permanecer despierta durante horas. Alguien tenía que velar su sueño, mantener la vigilancia, protegerle. ¿Cuántas noches llevaría vagando solo por la casa a oscuras?
Aquella noche no. No, aunque tuviera que pellizcarse cada minuto iba a mantenerle a salvo. Necesitaba desesperadamente descansar. Nunca le había parecido tan joven, tan indefenso, tan inocente.
– ¡Maldición!
Bree abrió los ojos. Una voz somnolienta parecía venir de un punto situado por encima de su cabeza. No era una voz feliz. En realidad, rezumaba horror.
Durante unos segundos se quedaron inmóviles. Simón tenía un brazo bajo el cuerpo de Bree, el otro se amoldaba a la curva de su trasero. Su trasero desnudo. El camisón se le había subido a la cintura. Su pierna izquierda estaba atrapada entre las de él. Había una diferencia, Simón llevaba ropa interior, ella no. Algo duro, cálido y pulsante, presionaba contra su muslo. Los dos se dieron cuenta en el mismo momento.
Bree se movió al mismo tiempo que él. No pretendía darle una patada, sólo quería bajarse el camisón. Simón tampoco quería ponerle la mano en un pecho pero brazos, piernas y mantas estaban demasiado entrelazados.
– Si te tranquilizas un momento y me dejas que…
– Estaba tranquila hasta que me has dado el codazo en las costillas…
– No quería hacerte daño, sólo proteger mi…
– Sé lo que tratabas de proteger, «cher». Y no quería darte la patada. Quería ayudar.