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– Pues deja de ayudar, ¿de acuerdo? O por lo menos no con las rodillas. Mira, si te quedas quieta un momento…

– No puedo quedarme quieta con tu mano en mi…

– Bree, ¿ha sucedido esto anteriormente?

En aquel preciso instante, la sábana cayó sobre la cabeza de Bree, que no hizo nada por quitarla. La luz del amanecer entraba por la ventana y era mucho más cómoda la oscuridad.

Había chispas eléctricas en la habitación como para causar un incendio. Nadie habría necesitado encender una cerilla para provocar una combustión espontánea. Bree no estaba seguro de qué era peor, si las oleadas de placer que le provocaba su proximidad, o el conocimiento culpable de que las respuestas de su cuerpo eran vergonzosamente familiares. Para ella, no para él.

En Louisiana había grandes y maravillosos pantanos de arenas movedizas donde una mujer podía arrojarse en esas ocasiones. En Dakota del Sur no.

Simón retiró un poco la sábana decidido a ver la expresión de su rostro. Pero estaba tan sonrojado como ella misma. Por lo que Bree podía ver, tenía un ataque de culpabilidad tan intenso como el suyo, aunque no por los mismos motivos.

– ¿Cuántas veces te he molestado por la noche?

– No me has molestado. No es eso.

Era obvio que Simón esperaba otro tipo de respuesta. Sus ojos se entrecerraron, los músculos de su mandíbula se tensaron. Empezó a salir de la cama pero se lo pensó mejor y cogió la sábana. Bree sabía que trataba de ocultar su erección.

– Simón, no pasa nada…

– ¡Cómo que nada! No puedo creer que te haya hecho esto.

Se pasó una mano por los cabellos y volvió la cabeza para no tener que mirarla.

– Ocurrió algo cuando tenía catorce años que desencadenó este estúpido sonambulismo. Pero creía que lo había superado. No había vuelto a tener este problema hace diez años. ¿Qué demonios es eso?

Bree sacó la cabeza de las sábanas para mirar hacia la puerta. Las almohadas estaban cuidadosamente apiladas, la cuerda enrollada y el cencerro sobre una mesa. Bree pensó que un poco de sentido del humor podría aliviar su expresión atormentada.

– Eres ordenado incluso en sueños, «cher». La verdad es que deberías considerar hacer una segunda carrera como ladrón. Puedes abrir puertas cerradas con llave, desmontar trampas sonoras en la oscuridad y tienes un olfato de sabueso porque intenté cambiar de habitación hace bastante…

– He debido asustarte.

– Un poco quizá.

– Bien, al menos nunca hemos…

– ¡Rayos, no!

Simón detectó una rapidez inusitada en su respuesta. Bree sintió un nudo en la boca del estómago. No era como estar en la cama con su alter ego. El sonámbulo era amable, relativamente obediente y maravillosamente manejable. Aquello se parecía más a despertarse en la misma cama que un león. Simón la miraba con un brillo de cazador en los ojos.

– ¿Alguna vez he hecho algo más que dormir contigo?

– ¿Cómo puedes…?

– ¡Reynaud!

Bree sabía que le estaba pidiendo la verdad pero ella no podía pensar. Simón le acarició la mejilla con la yema del pulgar. Era probable que no supiera lo que hacía. En aquel momento, Bree se dio cuenta de que la deseaba. El duro y frío Courtland que jamás dejaba traslucir sus emociones la miraba con unos ojos oscurecidos por el deseo.

– No ha pasado nada. Nunca -le aseguró ella.

– A cierto nivel lo sé -dijo él con una voz dura-. No hemos podido hacer el amor. Créeme, Bree. Lo sabría. Lo que quiero saber es si he hecho algo que te molestara o que te ofendiera -murmuró sin dejar de acariciarle la mejilla.

– No.

– No mires a los ojos cuando mientas, cariño. Se te nota demasiado y sólo empeora las cosas.

Simón respiró profundamente y expulsó el aire de sus pulmones mientras juraba como un pirata. Sus rasgos se alteraron ante el despliegue de toda una gama de emociones. Una de ellas incluso era de buen humor.

– Me siento como si me hubieran preparado una fiesta de cumpleaños por sorpresa y hubiera perdido los regalos. Era sólo un niño cuando empecé a caminar en sueños pero la raíz del problema tardó bastante en descubrirse. Lo que no consigo explicarme es por qué no has recurrido a lo obvio, sacudirme, pegarme para que me despertara.

– Tenía miedo de hacerlo -admitió ella.

– ¿Pensaste que te haría daño, que me aprovecharía de ti? -preguntó él endureciendo el gesto.

– No.

Bree cerró los ojos. La verdad completa era demasiado ardiente para que él la viera. Pero ya conocía a Simón. Jamás le haría daño. Los temores que había despertado su amante fantasma estaban en el interior de ella misma. Su naturaleza era la entrega y siempre había esperado encontrar un hombre que no la necesitara. El sonámbulo nunca se había aprovechado de su vulnerabilidad. Podría haberlo hecho. Ella habría hecho el amor. Había la terrible oportunidad de que ella hubiera hecho cualquier cosa por el Simón de ojos hechizantes.

Pero la situación se había complicado. No sabía que también Courtland estaba controlando su deseo, que estar tan cerca era como saberse rociados de gasolina. Bree se recordó que el deseo no quería decir amor. Tenía que recordar que Simón ni siquiera creía en el amor.

– Bree…

– Has dicho que sucedió algo cuando tenías catorce años -dijo ella rápidamente-. ¿Qué fue?

En apariencia, no podía haber elegido un tema mejor para darle un vuelco a la situación. A Simón se le llenaron los ojos de emoción. Se sentó con la espalda apoyada contra la cabecera.

– Mi padre murió.

– Lo siento.

Simón parecía ver otra habitación, viajar por otro tiempo.

– Era un buen hombre, mejor de lo que yo seré nunca.

El amanecer se había colado por la ventana hasta que unos rayos dorados anidaron en su pelo. Las tuberías del radiador hicieron unos ruidos metálicos cuando la caldera se puso en marcha automáticamente.

– Yo era el mayor. Éramos mi padre y cuatro hermanos menores. Todavía recuerdo el funeral. Todo el mundo deshecho en lágrimas excepto yo. Yo no lloré. Sudaba sangre pensando cómo demonios iba a alimentarlos. ¿Te dice eso algo sobre mi carácter? -le preguntó mirándola desafiante.

– Sí -musitó ella.

– Era un frío calculador incluso a los catorce.

Bree sabía que era lo que quería que pensara. Pero en su interior, su corazón se retorcía de dolor por él.

– Amaba a mi padre, Reynaud. Pero murió dejando a seis personas sin un maldito dólar con el que comprar una botella de leche. ¿Crees que lo lloré?

– Creo que nunca te diste la oportunidad de llorar por él.

Pero no la escuchaba. Parecía dispuesto a clasificar su carácter para ella. Más tarde, Bree pensó que había tratado de que supiera que se encontraba perfectamente a salvo con él.

– Todos piensan que soy un bastardo. Tienen toda la razón. Liz dice que soy demasiado duro como para tener sentimientos. También tiene razón. No soy un buen hombre, Bree, olvida lo que haya podido suceder mientras estaba sonámbulo.

Bree captó el mensaje. Si por algún designo dramático del destino se había mostrado cariñoso, o amable o, ¡Dios no lo haya querido!, apasionado, podía olvidarse de que fuera presa de tales sentimientos a la luz del día.

Bree sintió ganas de abalanzarse sobre él para besarle. No tuvo tiempo de dejarse arrastrar por aquel impulso. Simón echó un vistazo al reloj y se puso en pie de un salto. Sólo eran las seis pero los dos sabían que Jessica podía levantarse en cualquier momento. Sin embargo, Bree tenía que hacerle algunas preguntas más.

– Has dicho que tu sonambulismo comenzó a los catorce. Tu familia tuvo que darse cuenta de que…

– Claro que se dieron cuenta. Una vez me encontraron andando por la carretera a las tres de la madrugada. Mi sonambulismo los tenía locos. Con el tiempo me mandaron a ver al médico.

– ¿Y qué sucedió?