Simón paseó la mirada por la habitación como si esperara encontrar algo con lo que vestirse.
– Sucedió que me sometieron a un examen físico. Lo pasé como un marine. Nada. Entonces me mandaron a un idiota que sólo quería hablar de «traumas y problemas no resueltos». Nada otra vez. Me mandaron a una clínica de sueño como último cartucho.
– ¿Tampoco allí encontraron nada?
Bree observó su cuerpo casi desnudo mientras pensaba que no había encontrado nunca otro hombre con tantos problemas por resolver. Para ella Simón estaba repleto de sueños a los que no había concedido la más mínima oportunidad de hacerse realidad.
– Sí. Por lo que se ve es una disfunción eléctrica del cerebro. No es algo que pueda curarse como una enfermedad porque es distinto en cada persona, algo así como el color de los ojos. El sonambulismo tampoco es nada inusual y para mucha gente carece de importancia.
– ¿Y no te ayudaron?
– Por supuesto. Me dijeron que me atara a la cama. Si funcionó entonces volverá a funcionar ahora.
Simón abrió la puerta y se giró para mirarla por última vez. Bree sólo había visto aquella expresión en sus ojos cuando estaba sonámbulo. ¿Qué era? ¿Anhelo? ¿Deseo? Pero estaba segura de que él lo negaría aunque le fuera en ello la vida.
– Y si no funciona, intentaré otra cosa. Lo importante, Bree, es que no tendrás que volver a preocuparte. Mi tío era un excéntrico.
Hay montones de llaves y todas funcionan como llave maestra. Te las daré todas para que las guardes, así no tendrás que preocuparte.
«Muchas gracias por quitarme ese peso de encima, Courtland. Tengo una idea mucho más clara de la situación y todo está a pedir de boca».
¡Vaya tarado! La sola idea de que tuviera que atarse a la cama la ponía enferma. Se quedó en la cama, pensando en un muchacho que había tenido que crecer de golpe, que siempre había tenido gente dependiendo de él incluso en su matrimonio. Pensó en todos los sueños que no había realizado. Pensó en el cuidado que había puesto en que ella creyera que no le importaba. Pensó en la manera en que la había mirado.
– ¿Qué es, Bree?
– «Conche couche».
Le sirvió a la pequeña un vaso de leche pero sin dejar de observar a Simón. Recién duchado, recién afeitado, recién peinado, se había refugiado tras un «Wall Street Journal» en el momento en que había entrado en la cocina. Bree atendió un momento al horno y cuando se volvió, un geniecillo había dejado un montón enorme de llaves sobre la mesa. A Simón no le importaba convertirla en el ama de llaves del castillo mientras no tuviera que comentar lo sucedido en la habitación de la torre en el resto de su vida.
– ¿No comimos eso el otro día?
– Eso era cush-cush, «chere». Esto se parece al cereal del desayuno. Créeme, es terrible para ti, casi tan malo como el Capitán Cracko.
Jess probó un poco de la cuchara como si fuera veneno. Un poco más segura, se dedicó a comer.
– ¿Qué vamos a hacer hoy?
– Un poco más tarde, nos llevaremos a tu papá de aventura por la Tierra Malas.
Bree alcanzó a oír cómo el periódico crujía inquieto. Ella estaba ocupada limpiando la cocina.
– Pensé en que podíamos subir unas cuantas montañas, llamar a los perrillos de las praderas y comer en tu escondite secreto.
– ¡Suena divertido!
Un monje irritado asomó la cabeza por detrás de su monasterio de papel.
– Suena como una excursión típicamente Reynaud. Iréis dos. No tres.
– «Chaqué chien a sonjour» -masculló ella para añadir en tono más amable-. Vas a venir, Simón.
El periódico cayó ante el embite de Jess, que subió al regazo de su padre. Iba armada con su tazón de cereal, una cuchara y un vaso de naranjada que amenazaba con derramarse en cualquier momento. Simón tuvo que defenderse.
– Sabes de sobra que no tengo tiempo. Espero algunas llamadas de Boston que no puedo perderme. Todavía no he acabado de inventariar las colecciones del tío Fee. Los pintores van a empezar hoy arriba…
– Es una vergüenza, lo sé -replicó Bree en tono caritativo-. Sin embargo, tendrán que pasar sin ti. Vienes con nosotras.
– Me es imposible -dijo Simón pronunciando lentamente con la esperanza de que lo comprendiera-. Ya llevas aquí lo bastante como para haberte dado cuenta de que tengo demasiadas responsabilidades…
– Sí que me he dado cuenta. Exactamente por eso vendrás con nosotras, Simón.
Simón no dejaba de repetirse que no era posible. Él no podía estar allí.
Había sido un buen padre. Las había llevado al valle de Sage, había caminado un millón de kilómetros cargando con tres pares de binoculares y una muñeca y se había sentado pacientemente a esperar que las dos se cansaran de mirar los perrillos de las praderas. La verdad era que las criaturas eran graciosas, menos de treinta centímetros de altura cuando estaban sobre dos patas, de un color canela y más activos que comadres. Unos comían hierbas, otros jugaban y se perseguían y otros tenían el puesto de vigías. Cuando un halcón apareció en el cielo, los vigías ladraron como perros pequeños y toda la comunidad desapareció bajo tierra en un abrir y cerrar de ojos.
A Bree le había gustado, Jess estaba encantada e incluso él había tenido que admitir que había sido divertido. Pero ya estaba bien.
En vez de atender a sus negocios estaba tumbado boca abajo. El sol le daba en la cabeza, lo que le producía una somnolencia que los saltos de Jess sobre su espalda se encargaba de disipar.
Bree tenía los binoculares. Su hija miró por los suyos e intercambió con ella una mirada de inteligencia.
– Ya vienen -dijo Jess con gesto sombrío.
– No te preocupes por nada. Estoy lista.
– ¿Seguro que tienes bastantes municiones?
– Las suficientes. Tú ocúpate de proteger a tu papá.
– Agacha la cabeza, papá.
No había nadie a la vista. Cuando habían regresado del valle del Sage, Simón había pensado que estaba libre para volver al trabajo. Se había equivocado. Las chicas habían insistido en que tenían que ver el escondite de Jessica. El famoso escondite estaba a más de un kilómetro a pie desde la casa y no era otra cosa que un cerro en el medio de ninguna parte. Habían subido por la ladera empinada agarrándose a los hierbajos. La cima era plana como un tablero y Simón había esperado que tuviera una buena vista. Lo único que había al otro lado era una rambla, el lecho arcilloso y erosionado de un antiguo arroyo.
Bree, cómo no, le había dicho a Jessica que estaba lleno de oro. Y Bree, cómo no, se escupía en las manos y fingía levantar un rifle hasta apoyarlo contra el hombro. Quitó el seguro con el pulgar y entrecerró los ojos para ver mejor a los atacantes.
– ¡Buen Dios! Vienen a docenas. Fíjate en la nube de polvo que levantan sus caballos. ¡Pero no te he dicho que cuidaras de tu papá!
– Lo tengo cubierto.
– Vienen todos. Ahí veo a Jesse James. Y más allá está Billy el Niño.
Bree disparaba el rifle en rápida sucesión. Jess hacía el sonido de los disparos.
Simón se cubrió el rostro con las manos haciendo un esfuerzo para contener la risa. Al cabo de un rato, Jess le separó los dedos para mirarle a la cara.
– No pasa nada, papá. No tengas miedo. Nos hemos salvado.
– Comprendo. ¿Han muerto todos?
– No ha muerto nadie. Bree y yo no queríamos matarlos, sólo asustarlos para que se fueran. Querían quitarnos el oro de nuestro arroyo. Te traeré un poco y así lo entenderás.
Su hija bajó la pendiente dando tumbos poseída por su propia fiebre del oro. Bree volvió a ser una persona adulta, una transición que siempre dejaba a Simón desarmado. Se dedicó a recoger los restos de la comida en una cesta. Cuando acabó, se dejó caer a su lado.
– ¿Cómo lo haces? ¿Cómo puedes hacer que te siga la corriente?