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– Tengo una imaginación enfermiza.

– Yo lo llamaría un don especial para tratar a los niños.

Bree hizo caso omiso del cumplido.

– Me temo que le va a llevar un buen rato encontrar el oro.

– ¿Un buen rato? Por la pinta que tiene esa rambla yo diría que tendremos que estar aquí hasta la próxima era de los dinosaurios.

Bree se echó a reír.

– Jess descubrió este lugar durante uno de nuestros paseos. Se enamoró de él sólo Dios sabe por qué. Le hice prometerme que jamás se le ocurriría venir aquí sola pero me tenía preocupada. Las promesas de tu hija valen tanto como…

– ¿Un billete de tres dólares?

Siguieron hablando durante un rato de cosas inconexas hasta que Simón se perdió. Bree se había tumbado boca arriba con los brazos bajo la cabeza. Tenía los ojos cerrados y Simón pensó que sus pestañas eran como humo sobre la nieve. Sus pechos habían desaparecido. El talismán reflejaba el brillo del sol como una joya sobre su garganta.

Simón intentó explicarse por qué le excitaba más que ninguna otra mujer que hubiera conocido.

– ¿Puedes oler la luz del sol? -murmuró ella.

Simón cogió una brizna de hierba para ponerse entre los dientes. No se molestó en contestar. Tampoco había respuesta. Esa era Bree.

Ciertos aspectos de su carácter no dejaban de irritarle. Su actitud hacia el dinero, por ejemplo. Debido a que se negaba a aceptar dinero a cambio de su trabajo, Simón le había puesto ruedas nuevas en el coche. Había cogido un berrinche. Simón le había escondido una cantidad de dinero importante en la guantera esperando que no la encontrara. Pero la había encontrado y había cogido otro berrinche.

Simón intentó pensar en otro ser humano que no quisiera nada de él, no necesitara nada de él, no le exigiera nada. No pudo.

– Si Jess no vuelve con el oro pronto, me parece que voy a dormirme.

– Es normal que estés cansada después del tiroteo.

Ella se echó a reír con su risa profunda y sexy que le afectaba los nervios como una orquesta de cámara.

– Duérmete. Yo vigilaré a Jess.

Se estaba volviendo loco pensando en lo que había sucedido en sus correrías sonámbulas. Quería conocer exactamente cada detalle. Quería saber si la había besado, a qué sabía ella, cómo había respondido. Quería saber si había acariciado la pequeña curva de sus pechos. Necesitaba saber si le había gustado a Bree. Necesitaba saber si había estado desnuda.

Simón lo pensó mejor y decidió que era mejor no saberlo. Si se le había olvidado que había estado en la cama con ella desnuda tomaría cianuro.

Cerró los ojos mientras mordisqueaba la brizna de hierba. Se preguntó cuántas veces tendría que llegar a la misma conclusión. Sabía positivamente que una relación con Bree era del todo imposible.

Su padre había sido la única persona a la que se había sentido cercano. Lo había amado irrevocable e incondicionalmente. Sam Courtland había sido un hombre generoso, cálido, efusivo y afectuoso, todo lo que Simón admiraba. Pero su muerte repentina había dejado a la familia desamparada, el desencanto había golpeado duramente a un chico de catorce años. Una pena insoportable se había convertido en rabia. Hablar era inútil. El amor no valía nada.

Simón se había encerrado en sí mismo, se había negado a dejar que nadie se le acercara. Sólo había tenido una idea en la mente, trabajar. La pobreza le había pisado los talones durante años, como un perro rabioso. Si hubiera estado menos decidido, si hubiera sido menos duro, esos dientes se habrían clavado en su carne para siempre. Pero había demasiada gente que dependía de él para permitir que eso sucediera.

Ahora tenía dinero. Demasiado, quizá. Mucho antes de haber conocido a Bree, la vida que llevaba había empezado a dolerle, pero se había convertido en un hombre de piedra. Había aprendido a trabajar, a proteger, a proveer. Sin embargo, nunca había aprendido a abrirse a nadie. No tenía idea de cómo ganarse a una mujer a menos que lo que buscara fuera dinero.

A Bree le traía sin cuidado su dinero, lo deseaba a él. Con toda la fuerza de su sexualidad. Simón habría tenido que estar ciego o sordo para no darse cuenta de las sutiles vibraciones femeninas que no dejaba de enviarle. Pero a largo plazo, no podría querer a un adicto al trabajo. Y a corto plazo… Simón se conocía en la cama. Cuidadoso, considerado, controlado. Algunas mujeres apreciaban esas cualidades pero sabía perfectamente que Bree necesitaba un amante salvaje. Y ese no era él.

Un soplo de brisa le echó un mechón de cabellos sobre el rostro. Sin pensar en lo que hacía, Simón se inclinó para apartárselo. Le rozó la mejilla con la punta de los dedos y de inmediato sintió que el cuerpo le ardía con un anhelo doloroso.

Bree era hermosa y rebosaba de alegría y de vida.

Deseaba tener una manera de decirle lo que había llegado a significar para él. Esa imposibilidad lo devoraba por dentro como una enfermedad. No se trataba de que quisiera algo de ella o se hiciera falsas esperanzas para el futuro. Pero cuando estaba con Bree se sentía más abierto, más vivo. Cuando estaba a su lado podía recordar los sueños que una vez habían sido importantes. A su lado, incluso llegaba a creer que ella podía oler la luz del sol.

Bree abrió los ojos mientras la mano descansaba sobre su mejilla. Unos ojos peligrosos e incitantes como el amor se clavaron en su rostro.

Simón se apartó bruscamente.

– Había una abeja -dijo con una voz neutra-. Creí que iba a picarte.

Bree miró a su alrededor. Había muchos arbustos hasta donde alcanzaba la vista pero ninguna flor.

– Ya. Una abeja en este desierto.

Había estado a punto de besarla. Pero no había sido lo bastante valiente, no con su hija subiendo la pendiente con las manos llenas de oro.

Capítulo 8

– Me siento en la obligación de prevenirte, Reynaud. Esa es una apertura peligrosa.

– Sí, Simón.

– Tienes un maravilloso instinto para el ajedrez, pero no planeas las jugadas. Si te organizaras, si consideraras los movimientos de antemano…

– Sí, Simón.

Bree acabó de pintarse la última uña de un rojo escarlata y cerró el bote de laca. El esmalte se secaría antes de que Simón moviera una pieza.

Eran las diez de la noche y la casa estaba totalmente a oscuras excepto su rincón privado en el salón. Bree había sacado un antiguo tablero de mármol y lo había colocado junto a la chimenea. Las llamas amarillas danzaban y siseaban en el hogar. La única luz era un globo color rubí que colgaba cerca del sillón donde estaban Simón.

Habían pintado las paredes de color marfil y ya no había cascotes. Las cortinas de terciopelo, el brillo del piano en un rincón, la alfombra oriental, todo contribuía a darle al ambiente un toque de romanticismo. Por supuesto, Bree sabía que él no se había dado cuenta.

Simón había encendido el fuego para comprobar el tiro de la chimenea. Las luces eran tenues para ahorrar electricidad y su único motivo para jugar al ajedrez era ponerla nerviosa.

Su cara reflejaba la luz rubí de la lámpara. Los rasgos fuertes y los ojos profundos tenían la misma expresión que el tallado de la pieza del rey de las blancas. Simón movió cautelosamente un peón.

Ella deslizó su alfil hasta el otro extremo del tablero. Simón le miró con una pena severa mientras metódicamente se subía las mangas.

– Será mejor que tomes un sorbo de tu jerez -le advirtió-. Esto te va a doler.

– Eso es lo que tú dices -se burló ella.

Normalmente le ganaba. Simón era un jugador diez veces superior, pero se quedaba paralizado ante sus jugadas inverosímiles. Siempre pensaba que ella tenía una razón estratégica que requería un análisis defensivo por su parte, lo que jamás era cierto. Bree jugaba por el gusto de hacerlo pero aquella noche estaba distraída, con un humor melancólico e intranquilo.

Se lo habían pasado muy bien aquella tarde, sin embargo, Simón había vuelto a encerrarse en sí mismo mientras volvían a la casa. Bree conocía el motivo. Había estado a punto de besarla en el cerro, pero Jessica había aparecido en el momento cumbre. Simón se había retirado más envarado que un poste telefónico y así había permanecido.