Un casi beso era como estar a punto de ganar una elección. Lo que no llegaba a suceder era humo en el viento. La diferencia era que había sido Simón el que había estado al borde de besarla y no su fantasma nocturno. La atmósfera en el cerro se había cargado de chispas eléctricas. Simón, un hombre que se consideraba carente de pasión y era capaz de generar más calor que el mismo sol. Bree estaba confusa. Quería saber cómo habría sido aquel beso y al mismo tiempo prefería ignorarlo. Quería saber lo que Simón había sentido en aquel momento pero tenía miedo de averiguarlo.
Se obligó a sí misma a beber un sorbo de jerez y a pensar en otra cosa.
– ¿Has logrado localizar a tus padres después de cenar?
Ahí había una oportunidad. Era una conversación tópica y segura.
– Habían salido a cenar pero he podido hablar con Stephan, mi hermano mayor.
Simón ya había notado que llamaba a su familia dos veces por semana. Se habrían preocupado si hubiera dejado de hacerlo.
– Me ha dicho que están todos bien.
– ¿Quieren que vuelvas?
– Las familias suelen tener la tendencia de querer recoger a sus hijos pródigos -contestó ella secamente.
– ¿Volverás con ellos cuando te vayas de aquí?
La pregunta era tópica. Simón tenía los ojos fijos en el tablero, pero a ella se le hizo un nudo en el estómago. Faltaban pocos días para que los obreros terminaran con la casa. Poco después, aparecería Liz para recoger a su hija. Entonces ella se quedaría sin excusas para quedarse cerca de Simón.
– No estás prestando atención -le regañó él-. No es posible que quieras dejar tu torre ahí, querida. Has dejado la reina completamente desprotegida.
– Olvidas que es la pieza más fuerte del tablero, «cher». Sabe cuidar de sí misma.
– ¿En serio lo crees?
Simón movió un caballo. Luego se inclinó para volver a llenar su copa de jerez.
– Tienes la muy mala costumbre de correr unos riesgos enormes con tu reina.
– Tal como yo concibo el juego, ese es precisamente su trabajo, correr riesgos. El ajedrez es un juego en que el rey es la pieza más débil y la reina la más fuerte. Su misión es utilizar su fuerza para hacer lo imposible y protegerle.
– En teoría es cierto. La realidad es que ha de calibrar cuidadosamente los riesgos que corre porque si el rey pierde su reina el juego está perdido. Ella necesita cuidarse muy bien, ser muy cautelosa. Y no has contestado a mi pregunta.
– ¿Qué pregunta?
Bree se dijo que tenía la extraña sensación de que Simón no había estado hablando del rey y la reina del ajedrez.
– Te he preguntado si pensabas volver con tu familia.
– Los echo mucho de menos, los quiero mucho pero mi casa no está en Louisiana. Ya no.
– Te has cansado de viajar, Bree -dijo él con tranquilidad.
Un leño cayó. Un torrente de chispas subió crepitando por el tiro de la chimenea. Siguieron jugando en silencio. El comentario de Simón había sido una invitación a la comunicación, no a una charla banal. No era la primera vez que se ofrecía a escucharla pero sí era la primera vez que Bree pensaba que las puertas estaban abiertas en ambos sentidos. Siempre que aceptara correr el riesgo.
Recogió las piernas debajo de su cuerpo y se inclinó sobre el tablero.
– He tenido tres -dijo como por casualidad.
– ¿Tres qué?
– Tres amantes. Aunque no sé si técnicamente habría que incluir al primero en esa categoría. Hubo un pelirrojo cuando yo tenía dieciséis años. Una incursión en la más auténtica estupidez. Era un chico de los bajos fondos y me daba lástima. Cuatro años más tarde hubo un estudiante de medicina. El señor Medicina quería algo más que un compromiso emocional. También fue una estupidez. Supongo que necesitaba a alguien y yo estaba disponible.
Su tono nunca había sido tan casual pero no levantó la vista del tablero.
– Dos años más tarde me enamoré de un directivo de la empresa para la que trabajaba. Tengo que admitir que me enamoré perdidamente. Llegué a creer que íbamos a intercambiar anillos y a tener una casa y a hablar de niños. Sucedió que Matthew seguía viendo a su mujer, a su ex mujer, debería decir. Matthew debía ser un cachorro cansado porque se las arregló para dejarla embarazada mientras estaba…
Simón soltó un grueso taco.
– Cariño, no debí preguntártelo…
– Juega, Courtland -dijo ella sin levantar la mirada, no quería saber cuál era su expresión-. Sé que no deberías haberlo preguntado. Ha sido estrictamente un acto voluntario. Y tienes razón, estoy harta de viajar. Como ya habías adivinado, no llevo este tipo de vida sólo por el ansia de viajar. Tampoco es culpa de los hombres. Soy yo. Todo el mundo se equivoca una vez pero una segunda ya no es tan excusable. Y tres veces es para pensárselo. Quería romper esa pauta de comportamiento.
– Bree…
Ella nunca había visto que Simón perdiera interés por la partida. Bree tenía la reina libre para destrozarle el juego.
– Tenía la esperanza de que si confesaba tú también podrías descargarte.
– ¿Descargarme?
– No creo que hables con nadie. No de lo que de verdad te importa. Todo el mundo recurre a ti con algún problema. Tu escuchas, te responsabilizas, te preocupas, lo arreglas, pero nunca hablas, Courtland. ¿Cuándo te das la oportunidad de descargarte? Hay muchas cosas. Por ejemplo qué sentías por tu padre o cómo estabas tras el divorcio, los sueños, las necesidades, los temores más íntimos. A mí no me extraña que seas sonámbulo porque…
– Reynaud.
– ¿Sí?
– Te has comido mi caballo.
– Sí.
– ¡Te has comido mi caballo!
– Claro y vigila tu rey. Creo que te darás cuenta de que estás acorralado.
Pero estaba equivocada. Recibió un beso en la mejilla. El beso de felicitación de un hermano al que le había ganado la partida. Podía haber dado jaque al rey de las blancas pero el hombre de carne y hueso era otra cosa. Simón brindó por su victoria, sin embargo, la conversación había languidecido definitivamente. Antes de que transcurriera un cuarto de hora, Bree había recogido las piezas. Simón le deseó buenas noches y desapareció escaleras arriba.
Bree pensó tristemente que le había faltado tiempo para poner distancia entre él y aquella entrometida que había invadido su casa. No tenía sueño. Volvió a llenar su copa de jerez y cogió un libro del gabinete. Se dijo que la rápida retirada de Simón era un buen presagio. Si se hubiera abierto, si realmente hubiera hablado con ella, sus sentimientos por él se habían ahondado.
Cada vez que estaba cerca de él se le aceleraba el pulso. En parte era lujuria saludable, la reacción ante el hombre que amaba, pero también había un matiz de miedo y desmayo. Estaba asustada. Admitir que quería a Simón era diferente a admitir que quería a su fantasma nocturno. El hombre de carne y hueso era mucho más incitante, más fascinante y muchísimo más peligroso.
Se agachó junto al fuego para echar otro leño. Por un momento, se quedó mirando hipnotizada cómo las llamas se alzaban para envolver a su nueva presa. Así era como se había sentido ella en todas las relaciones que había mantenido, como una presa. Sólo hacía falta que un hombre la necesitara para que ella le abriera su corazón. Él tomaba lo que ella tenía que ofrecer y dejaba un paisaje de ruinas en su retirada.
El miedo a repetir aquella vieja pauta de conducta la atenazaba, la situación se parecía demasiado a su pasado. Simón había necesitado ayuda. Ella se la había brindado día a día. Viviendo con él había asistido a la metamorfosis de un hombre que volvía a ser él mismo, que cambiaba, que volvía a abrir su corazón a las cosas que una vez le habían importado. Y ella se había enamorado tan profundamente. Nunca había encontrado un alma tan gemela, un hombre que la conmovía a tantos niveles diferentes…