«¿Tan altas han subido las apuestas, Reynaud?».
«Sí».
«Ha hablado de que te vayas. ¿Suena eso como un hombre que quiere compartir el futuro contigo?».
«No».
«No lo hagas, «diere».
Una voz interior le decía que no siguiera adelante. Ya no se trataba de cometer otra estupidez. Se trataba de perder su maldito corazón y para siempre.
Bree se tumbó sobre la alfombra con su copa de jerez y el libro. Abrió el volumen y se dio cuenta de que había escogido un tratado de geología de las Tierras Malas que había pertenecido al tío Fee.
Si no podía aburrirla hasta que se relajara, nada en el mundo lo conseguiría.
Pasaron los minutos, luego media hora que se convirtió en una hora completa. El reloj anunció la hora, las sombras se espesaron. El fuego crepitaba y siseaba mientras se reducía a brasas incandescentes. El libro no era tan tedioso como había pensado una vez que se concentraba en su lectura.
Pasó otra pagina, alargó la mano para coger la copa de jerez y sintió un cosquilleo en la espina dorsal. Levantó la cabeza y sintió que el corazón le daba un vuelco, le zozobraba en el pecho súbitamente hueco.
«¡Oh, no! ¡Simón, no puedes hacerme esto! ¡Esta noche no podré soportarlo!».
Pero Simón ya caminaba hacia ella, no el Courtland abotonado y estirado que había jugado al ajedrez con ella sino el Simón incitante, su merodeador nocturno.
– Simón, vuelve a la cama -dijo ella haciendo un esfuerzo por tragarse su desesperación.
Simón no le hizo caso y continuó avanzando. Ella se puso en pie dejando caer el libro. El fuego arrancó reflejos rojos de su pelo. Sus ojos eran negros como carbones mojados.
Bree se quedó inmóvil, como una cierva asustada. Luego pareció obligarse a sí misma a reaccionar. Dio un paso hacia él con el brazo extendido.
– Simón, otra vez andas en sueños. Está bien. Te llevaré a la cama.
De modo que así era como le hablaba cuando andaba sonámbulo, pensó él. Con tranquilidad, con calma, con suavidad, con amor. Le pasó una mano por la cintura. Sintió el contacto de su piel en su torso desnudo. Era obvio que pretendía guiarle hasta su habitación.
La pilló desprevenida cuando le cogió la cara entre las manos y la besó. Bree sabía a jerez, pero bajo aquel sabor había algo más, oscuro y dulce. Esa era una de las cosas que le estaban volviendo loco, si se acordaba de su sabor, si la había besado alguna vez y se le había olvidado para siempre.
Simón no recordaba nada, pero no había podido dormir pensando en sus ojos, pensando en una mujer que daba, y daba, y daba sin cesar. No había podido conciliar el sueño pensando en aquellos tres tipos que la habían utilizado.
Había bajado las escaleras sin saber para qué. La idea de la comedia le había parecido estúpida y cobarde. Carecía de honorabilidad, de sinceridad. Era un error.
Pero no tenía otro recurso. No podía permitir que se marchara pensando que todos los hombres eran como aquellos tres tarados, sin que recibiera nada a cambio de todo lo que le había dado. Necesitaba que Bree se sintiera querida y especial pero no podía expresárselo con palabras. Nunca había podido expresar sus emociones.
«Mis disculpas, Courtland», se dijo a sí mismo.
Pero a la luz de sus ojos, la treta ya no le parecía tan inexcusable. Los labios de Bree se movían bajo los suyos, frágiles, temblorosos. Sus labios le conocían. La apretó contra sí con fuerza, como si luchara para mantener el control. La última cosa que Simón deseaba hacer era forzarla aunque se tratara de un beso. Pero Bree cerró los ojos y le echó los brazos al cuello.
La emoción rebosaba de ella. El hambre. El temor. Un anhelo triste y un ansia de ser abrazada. Simón notó en el fondo de su mente la sensación agridulce de haber decidido lo correcto. No era ningún error. Ella sentía una libertad con su sonámbulo que nunca podría sentir con él. Quería la fantasía, no a él. Aquello le dolió. Sin embargo, tenía demasiada autodisciplina dentro de sí como para permitir que las cosas llegaran demasiado lejos. Sabía de sobra que no podía ser la fantasía de ninguna mujer.
Ni siquiera sabía cómo intentarlo.
Sin embargo, lentamente descubrió una de esas verdades únicas del amor. No estaba solo. Bree… iba a ayudarle. Las lenguas se encontraron, secas al principio, luego acariciantes y húmedas. Bree gimió suavemente cuando él la apretó aún más contra su pecho. Simón pensó que a Bree le gustaba sentirse un poco dominada, avasallada.
Volvió a besarla con fuerza. Después trazó una línea de besos sobre el arco de su mandíbula, de sus mejillas, de su frente. Eran besos reverentes, los besos de un amante que agresivamente buscaba que ella encontrara el placer. Y también le gustaba. Simón lo supo porque Bree se abrazó a él como si se hundiera y él fuera su tabla de salvación. Como si le necesitara, como si le deseara. Era casi como… si lo amara.
Simón alzó la cabeza respirando como una locomotora, el cuerpo le ardía de deseo. El control y la autodisciplina de los que había estado tan seguro se resquebrajaban por momentos. Bree también había levantado la cabeza pero sus ojos seguían cerrados y su voz apenas era audible.
– Simón, tengo miedo.
Volvió a besarla, con rudeza, fieramente. Se habría matado antes que hacerle daño o asustarla. ¿Cómo podía ella ignorarlo?
– Simón, ya has hecho esto antes. Vienes a mí como si supieras lo que deseo, lo que necesito, sólo que esta noche… No quiero saber lo que tengo en la cabeza esta noche, «cher». Porque no creo tener fuerzas para detenerte y no estoy segura de que sea esto lo que tú quieres…
Simón la estrechó ardientemente, el corazón le latía con tanta fuerza que no podía respirar. En aquel momento hubiera dado diez años de su vida por saber lo que ella había deseado aquellas otras noches, por saber lo que él había hecho. Porque estaba seguro de que su voz no rechazaba al Simón Courtland que leía el «Wall Street Journal» mientras desayunaba.
Simón abrió las manos y las extendió sobre su garganta haciéndolas descender por sus hombros. Ella temblaba y Simón quería tranquilizarla con sus caricias. Pero no lo consiguió. Bree le miraba temblando como una hoja, tensa como la cuerda de su arpa. El último leño se desmoronó en una erupción de chispas. Las brasas proyectaron sus sombras en la pared opuesta, las siluetas de dos amantes unidos en el silencio del desierto.
Simón le quitó lentamente la camiseta. Se advirtió a sí mismo que estaba perdiendo los límites entre la fantasía y la realidad pero no podía detenerse. Los cabellos de Bree crujieron cargados de electricidad para caer en cascada por su espalda. No llevaba nada bajo la camiseta. Su piel tenía el color de las perlas, sonrojada por el deseo y el reflejo de las brasas. Y en su cara ardía un anhelo que Simón jamás había esperado encender en ninguna mujer y menos en Bree.
Sin embargo, su apasionada y ardiente Bree se volvió tímida de repente. Hizo ademán de cubrirse pero él la cogió de las muñecas para poder contemplarla. Era un tesoro, era hermosa. La besó para que lo supiera. La besó como nunca había besado a otra mujer vertiendo en su abrazo treinta y cinco años de no haber conocido la existencia de aquella emoción lenta, oscura y ardiente. La besó hasta que sus ojos se transformaron en un líquido azul de expresión asombrada.
– Simón… no sabes lo que me haces. Nunca has sido así antes. Yo jamás…
Para él fue una revelación. El impulso del poder masculino, el poder del amor, la excitación, la capacidad de complacer. No era Simón en aquel momento. No era nada más, ni nada menos que un hombre. Su hombre. Cuando alcanzó el cierre de sus vaqueros, la garganta de Bree emitió otro de aquellos sonidos. Un gemido femenino, salvaje y desnudo, una llamada de necesidad.