Bree le miró a los ojos. Lo deseaba, le quería.
La cremallera bajó. Simón metió las manos para tirar de los pantalones. Bree se apoyó en él desesperadamente. Podía sentir sus dedos sobre la nuca transmitiéndole su pasión como una corriente eléctrica.
Un trozo de seda azul salió con los pantalones. Simón la tumbó sobre la alfombra, junto al fuego. Su piel era más suave que el satén, demasiado suave para un lecho tan áspero pero ella no parecía notarlo.
Simón bajó la boca hacia sus senos mientras la mano viajaba sobre su piel hasta encontrar la unión de los muslos. La abarcó con su mano abierta para después soltarla. Cuando volvió a hacerlo, ella le capturó la mano cerrando las piernas mientras le mordía con fuerza en el hombro.
No habría debido porque ahora Simón tenía otra pista sobre lo que le gustaba y sobre lo que podía ofrecerle como hombre y como amante. Sentía que un fuego le quemaba interiormente pero ignoró su propia necesidad. Sus músculos estaban tensos, su piel ardía de fiebre y también lo ignoró. Aquello estaba dedicado a Bree.
La besó en la boca y fue descendiendo hacia sus pechos. Le gustaba un poco de brusquedad pero no cerca de los senos. Simón ya había descubierto que los tenía extremadamente sensibles. Le cogió un mechón de cabello sedoso y le acarició los pezones arrancándole gemidos suaves.
Ella intentó morderle de nuevo explorarle con sus propias manos. Con ternura pero firmemente, Simón la contuvo. Había encontrado la llave y no pensaba abandonarla. Primero los besos duros y ardientes y luego las caricias rápidas y suaves. Luego su mano contra el pubis, con un movimiento lento hasta que su dedo invadió el húmedo interior. Entonces la soltaba y volvía a comenzar el proceso. Y cada vez la empujaba más cerca del clímax.
Simón sabía lo que ella quería.
Simón sabía que ella estaba cerca.
Bree le dio un empellón en los hombros que, desprevenido, le hizo caer a un lado y quedar de espaldas. Se le echó encima. Su pelo negro estaba revuelto, sus ojos eran como carbones encendidos.
– Si vas a llevarme a lo más alto, «cher», tienes que venir conmigo.
Simón nunca había perdido el control con una mujer pero ella comenzó un asalto de besos sobre su garganta, sobre su pecho. Con las manos y la boca le dijo que le gustaba su cuerpo, que lo deseaba. Usó su pelo para acariciarlo entero hasta que Simón pensó que le ardía la piel. Le desabrochó los pantalones y en algún momento del proceso de quitarle los calzoncillos se encontraron rodando abrazados sobre la alfombra. Tan pronto estaban donde el calor de las brasas casi les quemaba como lejos donde hacía frío y sólo existía Bree en la oscuridad.
Simón la sujetó bajo su cuerpo con rudeza, con demasiada rudeza.
– Bree…
– ¡Ssst!
Pero la fantasía de ser su amante fantasma no estaba bien. Era exactamente lo que quería ser para ella pero en aquel momento necesitaba que supiera que era él, que no era ningún juego, que estaba despierto y consciente.
– Cariño…
– ¡Ssst! Por favor, Simón. Te quiero y deseo esto. Por favor…
Simón supo que estaba perdido. La atrajo hacia sí y la besó en la boca al mismo tiempo que entraba en ella. Ya no le importó que pensara que era su fantasma.
Sus cuerpos se fundieron como dos trozos de mantequilla. Lo que ella quería era deseo para Simón. Sus entrañas suaves le derretían, más ardientes que las brasas del fuego. Ella era una amante desinhibida, generosa, salvaje. Pronunció su nombre como si estuviera llamado a su alma. Lo repitió y lo gritó una última vez mientras todo su cuerpo se arqueaba.
La descarga llegó como una agonía de placer para Simón. No obstante, sabía que no era ningún acto de pasión para él. Le había entregado su alma a ella.
Más tarde, cuando pudo respirar otra vez y la debilidad del deseo consumido permitió que su mente funcionara, Simón se obligó a sí mismo a recordar lo obvio.
Bree no tenía que querer su alma necesariamente.
Había sufrido mucho. Había sido demasiado vulnerable. Y quizá necesitaba un amante para curar y olvidar los malos recuerdos.
Pero eso no significaba que estuviera enamorada de Simón Courtland.
Capítulo 9
El fuego se había reducido a rescoldos. Bree estaba acurrucada entre los brazos de Simón con la mejilla apoyada sobre su pecho. Lánguidamente, con una cadencia hipnótica, le acariciaba los cabellos. Su mano era posesiva y tierna. Quizás intentaba tranquilizarla.
Por desgracia, ni siquiera un tranquilizante para caballos podía calmarla. La reacción se avecinaba, su corazón latía cada vez más rápido, como una montaña rusa que se lanzara traqueteando desde lo más alto.
El hacer el amor la había ganado por completo. Bree sabía que estaba solo. Sabía que había un aspecto sensual y emocional de su naturaleza que había estado recluido durante mucho tiempo en lo más hondo de Simón.
No se había dado cuenta de lo profundo de aquellas aguas tranquilas. Simón había vuelto a la vida por ella, con ella. Se había mostrado apasionado, exigente, capaz de colmar las más salvajes fantasías de una mujer, un ladrón de inhibiciones y un hombre capaz de dar. Bree nunca se había imaginado que un hombre fuera capaz de dar.
En ese momento comprendió la sensación de maravilla que había descubierto con él.
No estaba preparada para la ansiedad y los temores que crecían en su corazón mientras yacía entre sus brazos. Los síntomas eran inconfundibles. El sabor del miedo, los latidos cada vez más rápidos de su corazón, la sensación de presagio ominoso, como si se hubiera cruzado con un gato negro y tuviera que enfrentarse a las consecuencias.
Ya le había sucedido antes. Había amado a hombres que no le habían correspondido. Se había jurado a sí misma no volver a cruzar nunca esa frontera del sufrimiento. Y aquella vez era diferente sólo porque Simón había atrapado una zona vulnerable de su alma junto con su corazón. Pero el resto de la situación le resultaba dolorosamente familiar. Simón había necesitado a alguien pero ese tipo de necesidad sólo era temporal. La deseaba, pero la pasión no era amor.
– Bree, cariño…
En cuanto oyó la voz ronca de Simón cerró los ojos. Se zafó de su abrazo y se puso en pie como impulsada por un muelle.
– Calla amor. Te llevaré a la cama, Simón. Ya sé que es tarde y hace frío. Cuidaré de ti.
Incluso a sus propios oídos, su voz sobaba perdida y estúpida, como si no estuviera hablando con un sonámbulo. Simón se quedó completamente inmóvil. Sin embargo tenía que hacerlo.
Puso una rejilla delante del hogar y buscó sus ropas. Sonrió. Estaban hechas un lío detrás de una silla, donde él las había arrojado. Si Simón tenía alguna duda sobre su carácter desapasionado…
Quiso seguir sonriendo pero no pudo. Recogió la ropa consciente de que la estaba observando. Sentía su mirada en la carne como si fuera un taladro. Empezó a hablar deliberadamente.
– Ya sé que por la mañana no te acordarás de nada, «cher», pero tampoco quiero que desarrolles una ansiedad subconsciente. He estado tomando la píldora durante meses. No porque esperara necesitarla. Mi menstruación se ha alterado con los viajes. Fui a ver al médico y me aconsejó un ciclo de seis meses tomando la píldora para ver si se regulaba.
«Estúpida, estúpida, estúpida».
Simón no se había movido pero ella sentía que le faltaban las fuerzas. La estudiaba con unos ojos oscuros y fantasmales.
Bree sabía que estaba despierto. Lo había sabido en el mismo momento en que había aparecido en el salón. Sus besos de sonámbulo siempre la habían hecho sentirse segura. Sin embargo, aquella noche había barrido con sus primeros besos cualquier sentimiento de seguridad para encender un fuego inextinguible. Siempre había imaginado que era un amante mucho más peligroso que su alter ego. Un momento antes de que hicieran el amor, Simón pareció haber pensado que quizá ella había confundido a sus amantes. Se había detenido. Había intentado decírselo.