Ella no le había dejado. Su respuesta había sido instintiva y ciega. Ese instinto ejercía toda su fuerza dentro de ella en aquel mismo instante.
Bree echó un vistazo que abarcó todo el salón antes de acercarse descalza a Simón. Fijó los ojos en su garganta, en su boca, en cualquier parte menos en sus ojos.
– De acuerdo, amor. La habitación está justo como estaba antes. Mañana no tendrás que preocuparte de que haya sucedido algo, «cher». Dame la mano y te guiaré a tu cuarto.
Simón todavía no se había movido ni había dejado de mirarla. No entendía lo que estaba haciendo pero parecía presentir lo destrozada que estaba.
A Bree no le cabía duda de que, si lo pensaba, se daría cuenta de que la situación sería mucho más sencilla si los dos fingían que nada había sucedido. Otra gente podía hacerlo y ellos estaban obligados a intentarlo. El problema del sonambulismo les brindaba una excusa única. Jekyll nunca recordaba lo que había hecho Mr. Hyde. Todo lo que Simón tenía que hacer era seguirle la corriente y todo sería normal por la mañana.
La idea era extraña y estúpida. Sin embargo, Bree trataba de convencerse desesperadamente de que no. Al día siguiente descubrirían que el mundo no había cambiado porque hubieran hecho el amor. Pronto tendría que marcharse de allí. Sólo porque ella se había enamorado no podía pensar que el le correspondiera.
Se lo imaginaba tratando de asumir el conflicto emocional de admitir que no deseaba una relación estable y permanente. Se conocía de sobra aquella letanía. Si sufría, si tenía que aguantar con el corazón destrozado, ella misma se lo había buscado.
«Pero, ¡maldita sea, Simón!, me romperás aún más el corazón si me dices que sólo soy un corto y dulce encuentro».
No podía llegar a suceder. Quizá la idea fuera estúpida pero evitaría que los dos resultasen heridos.
– Espera, Simón. Me he olvidado de encender la luz para que no tropecemos en las escaleras.
Cuando encendió las luces, vio aliviada que Simón se había puesto en pie. Aceptaba el juego. Bree lo cogió la mano. Todo lo que tenía que hacer era subir las escaleras.
Pero había cantado victoria demasiado pronto. Simón le levantó la mano en vez de cogérsela.
– Tenemos que subir, «cher». Es muy tarde.
Simón descubrió los nervios que la invadían, el pulso agitado en la vena de la muñeca. Como si de pronto entendiera que era el miedo lo que la impulsaba a actuar de esa manera, soltó su mano.
– No tienes de qué preocuparte. Mañana lo único que recordarás será haber dormido como un tronco.
Simón le puso la mano en la barbilla obligándose a alzar la cabeza. Sus ojos la miraron con una fiera intensidad que poco tenía de fantasmal. Y entonces, su boca buscó la suya.
Era una manera infernal de hacerla callar. Su beso fue tan dulce, tan tierno que Bree sintió lágrimas en los ojos.
Después, Simón la tomó de la mano y la condujo escaleras arriba.
A su cuarto.
A su cama.
– Ya está -dijo Simón dejando el guante de baño a un lado y quitando el tapón de la bañera.
– Muy bien -aprobó Jessica-. Odio bañarme.
Sonriendo, Simón la cubrió con una toalla mientras escuchaba a medias su charla incesante. Quería que le leyera un cuento antes de ir a la cama. Simón consintió. Jess quería dejarse el pelo tan largo como el de Bree. Simón consintió. Si en aquel momento Jess le hubiera pedido la luna le habría contestado con un sí distraído.
Jess dejó caer la toalla y fue a su cuarto desnuda. Simón la siguió acostumbrado al ritual de las niñas para irse a la cama. Era el ritual de las mujeres lo que le tenía aturdido.
Llevaba tres noches viviendo el sueño de todo soltero. Sexo libre con una mujer dispuesta y apasionada. Sin lazos, sin compromisos, sin complicaciones. Y la chica fingía que no había pasado nada. Un hombre nunca lo había tenido más fácil.
Eso suponiendo que un hombre quisiera sexo gratis y sin complicaciones. Pero suponiendo que ese hombre quisiera poner un anillo en el dedo de esa chica y deseara todas las complicaciones, la situación se hacía infernal.
Simón buscó en la biblioteca de Jess alguno de sus libros favoritos. Por alguna ironía del destino sus ojos se posaron sobre «Una pesadilla en mi armario».
El sonambulismo siempre había sido su pesadilla particular. Estaba empezando a pensar que Bree usaba su sonambulismo para poder escapar por la puerta fácil. Quería la fantasía, no al hombre real. Estaba dispuesta a tener una aventura pero no quería saber nada de compromisos. Después de todo, ¿por qué habría de quererlos? Él era un hombre que tenía mucho que aprender respecto a expresar sus emociones. Un hombre que llevaba tanto tiempo encerrado en sí mismo que tenía mucho que aprender a cerca de las necesidades de una mujer en una relación amorosa.
– ¿Papá?
No se trataba de que Simón no estuviera dispuesto a lanzarse a un abismo de inseguridades masculinas. Siempre que consideraba el problema metódicamente llegaba a la conclusión de que algo fallaba y ese algo se le escapaba. Cada vez que trataba de hablar con Bree afloraba a sus ojos una expresión de pánico y de fragilidad que le hacía desistir.
Simón podía entender que estaba asustada. Demasiados le habían dicho que la querían y había mentido. Bree tenía ampollas y heridas sin cicatrizar en su confianza en los hombres.
– ¡Papá!
Había llegado a pensar en sentarse sobre el pecho de Bree y hacerle tragar coñac con un embudo hasta que le hablara. Pero no hubiera servido para nada. Aunque la farsa del sonámbulo iba en contra de su ética y de su sentido del honor, sabía por instinto que nunca se ganaría su confianza hablando.
Tenía que actuar y también tenía que demostrarle que estaban cambiando, que crecía con ella. Quizá se había propasado con el ramillete de flores silvestres hacía dos noches. Quizá se había propasado con el aceite infantil la noche anterior.
Sin embargo, tenía la impresión de estar avanzando. Sabía, por instinto también, que su arma más poderosa eran las noches porque, en la oscuridad, todas las barreras caían. Era en la oscuridad cuando Bree se mostraba más vulnerable, más indefensa y más sincera. Cada noche había sido una inolvidable explosión de deseo y emociones. ¿Cómo podía entregarse tan enteramente a él si no lo amaba?
Simón no podía perder a su gitana. No quería acorralarla, ni atarla, ni secar su espíritu libre. Sólo quería amarla y proteger todo lo que era frágil y especial en ella. Bree era lo mejor que le había sucedido en toda su vida. No podía perderla. Lo que más le preocupaba era el tiempo, necesitaba más tiempo.
Una almohada voló por los aires y le dio en la cabeza. Sorprendido, se dio la vuelta para ver lo que sucedía sólo para recibir otra en pleno rostro.
– Papá, estoy enfadada. ¡No has escuchado nada de lo que te he dicho!
Su hija tenía razón. No la había escuchado. Y era debido a Bree, que una nueva concepción sobre cómo amar a su hija. El auténtico amor siempre era serio. Sin embargo el auténtico amor es inagotable y está lleno de alegría.
Se agachó a recoger una almohada y, pedante como un juez, comenzó otro sermón.
– Eso esta mal, tirar almohadas es una idea muy mala.
– ¿De verdad?
– Claro. Las trifulcas y el juego sucio siempre acaban en problemas. Me parece que necesitas una lección de juicio y muy crítica.
Cuando la almohada aterrizó sobre su cabecita, Jess rompió en carcajadas.
Bree salió de la ducha y oyó un escándalo increíble en el piso de arriba. Había ruidos, gritos y aullidos. Con la toalla en la cabeza voló sobre los escalones subiéndolos de dos en dos.