– ¿Qué tal si preparo algo de beber para todos? Estoy segura de que Jess se muere de ganas de enseñarle la casa a su mamá. Quizá luego os dejamos solos mientras preparamos la cena.
Una hora después, Bree tenía a Jessica sobre una silla, limpiando lechuga en el fregadero. Era su trabajo preferido. Bree trataba de idear un menú que girara en torno a la ensalada. ¿Ternera empanada? ¿Pasta? ¿Tendría tiempo para hacer una tarta de mandarina? ¿Habría algún libro que especificara cómo había que servir a una ex esposa?
Observó a Jessica. La pobre niña estaba muy tensa. No dejaba de mirar hacia la puerta mientras limpiaba las hojas de lechuga con dedos nerviosos. Sabía que sus padres estaban hablando, que su madre había ido a llevársela.
Las nubes se habían espesado tanto que la cocina se había transformado en una habitación triste y oscura. Acababa de encender la luz cuando entró Liz pálida como la ceniza.
– ¡Hola, Cachito! Tu papá me ha contado lo bien que te lo has pasado. ¿Te gusta estar aquí?
– Me encanta, mamá.
Liz le sonrió a su hija pero a Bree no se le escapó el dolor que había en aquella sonrisa.
– Tu papá dice que te gustaría quedarte.
– ¡Sí, mamá!
– ¡Ah! Eso está muy bien. Si quieres puedes quedarte. Por ahora. No para siempre sino por ahora, ¿de acuerdo?
Era lo que Jess había esperado. No obstante, durante una décima de segundo, la pequeña miró a Bree con expresión desesperada. Bree la vio pero en esos momentos estaba pensando en que Simón había presentado batalla por su hija.
– Si crees que para mí resulta fácil dejarla estás muy equivocada.
Bree se dio cuenta de que se había quedado absorta en sus pensamientos. La niña había desaparecido y se hallaba en la cocina a solas con la ex mujer de Simón.
– Liz, nunca he dudado de lo mucho que quieres a Jess.
– Siempre ha preferido a su padre. Cuando era un bebé, Simón sólo tenía que entrar en su cuarto para que ella dejara de llorar. Son almas gemelas. Hace seis meses me levantó de madrugada y me hizo llamarle. Había tenido un accidente de circulación, no había resultado herido pero era como si ella lo supiera.
Liz miró por la ventana la formación de la tormenta y sacudió la cabeza.
– Hace unas semanas se obsesionó con la idea de estar con su padre. Nunca sé qué hacer. ¿Cómo puede una niña tan pequeña ser tan cabezota? Si de verdad quiere vivir con su padre en vez de conmigo…
– Si te sientes culpable me parece que no hay necesidad. Cuando yo era niña mis preferencias se alternaban de papá a mamá con la misma rapidez que cambia el viento. Quizá Jess esté en una época en la que necesite a Simón pero eso no quiere decir que te quiera menos.
Liz cruzó los brazos sobre el pecho.
– ¿De verdad lo crees?
– No lo creo, lo sé.
– Me preocupa mucho que sea por algo que yo haya hecho. Temo haberle fallado como madre.
– ¡Por el amor de Dios! Liz, serénate y echa un vistazo. Jess es un diablillo maravilloso, brillante, inteligente, maliciosa, con un corazón más grande que esta casa. ¿A eso le llamas haber fallado?
– Bree -dijo Liz con una expresión diferente en sus ojos.
– Sí, dime.
– No es difícil entender por qué mi hija piensa que eres algo muy especial. Simón también lo cree. No sé lo que le habrás hecho pero es un hombre completamente distinto.
– ¿Distinto?
– Nunca había hablado con él como esta tarde. Normalmente solucionamos los asuntos pendientes y al final me pregunta si necesitaba dinero. Eso era todo. Dos extraños podrían mantener la misma conversación.
Bree no sabía lo que decir. La situación era bastante incómoda.
– No era diferente cuando estábamos casados. Era bueno y considerado conmigo. Cuando lo conocí me enamoré en seguida. Era muy atractivo y seguro de sí mismo. Había llegado muy alto a pesar de ser tan joven. Nunca había conocido a nadie que fuera tan fuerte. Sabía que era reservado pero pensé que con el tiempo acabaría abriéndose hacia mí. Nunca llegué a tocarle, nunca llegué a su interior, no de una manera importante. Tú sí.
– Escucha, Liz…
– Ya sé. Es una conversación un tanto extraña y no esperabas oír esto de su ex esposa. Pero, yo mejor que nadie, estoy en posición de saber que te necesita.
Liz sonrió sinceramente y cambió de tema.
– Parece que va a haber una buena tormenta. Será mejor que me vaya pero quisiera ver a Jess antes.
Bree necesitaba moverse. Cortó todo lo que encontró a mano para la ensalada. Puso a hervir el agua para la pasta y empapó la ternera suficiente como para alimentar a todo un regimiento. Pero seguía escuchando las palabras de Liz.
«Nunca llegué a tocarle, nunca llegué a su interior, no de una manera importante. Tú sí».
La tormenta había estallado en la lejanía pero en los alrededores ni siquiera había empezado a llover. La cocina se llenó de olores familiares pero Bree seguía inquieta. Quería creer en las palabras de Liz pero no se atrevía.
La verdad estaba ante sus ojos. Simón se encontraba perfectamente. En las últimas semanas había revalorado todo lo que le era importante y estaba cambiando hacia unas actitudes mucho más saludables. Sus noches eran un ejemplo. La alegría durante el día era otro. Y aquella misma tarde había presentado batalla para quedarse más tiempo con Jess, otra señal de que sus prioridades habían cambiado, de que había decidido conseguir lo que era más importante en su vida.
«Simón ya no te necesita, Reynaud».
Hasta que no levantó la vista del horno no se dio cuenta de que él estaba en la puerta. Su aspecto era elocuente, había cambiado. La primera vez que lo había visto sus ojos eran como espejos metálicos, fríos y dominantes.
La dureza había desaparecido sustituida por una fuerza diferente. Había vuelto a la vida, estaba lleno de determinación y de fuerza. Mientras se acercaba a ella, Bree tuvo la impresión de que sería capaz de mover montañas.
En aquel momento no se imaginó que ella era la montaña que él quería mover.
– ¿Se ha ido ya Liz?
– Hace un buen rato. Llevo diez minutos observándote. ¿Viene a cenar un regimiento?
– Quizá me haya pasado en las cantidades…
Bree contuvo el aliento cuando él le puso las manos en los hombros. Simón había llegado a conocer su cuerpo mucho mejor que ella misma. En seguida encontró el punto de tensión en su espalda.
– Estás agotada, lo cual es normal. Has estado ocupándote de mí, de Jess y hasta de Liz. Tenemos que hablar, Reynaud.
El masaje le impedía pensar. La voz de Simón era aterciopelada y acariciante, se le metía en los huesos como todas las promesas en las que quería creer.
– ¿Hablar?
– Eres una experta cuidando de la gente pero un desastre hablando. Una vez me sermoneaste al respecto. Lo que ocurre es que has olvidado curarte con tu propia medicina.
– Simón…
– Después de cenar, cuando Jess esté durmiendo. Vamos a mantener una charla sobre ti y lo que quieres. Llevaré una botella de vino a la habitación de la torre. Nos hemos comunicado estupendamente bien allí, Bree. Me vas a decir de qué estás tan asustada aunque tengas que beberte toda la botella.
El corazón le latía enloquecido. El juego había terminado, la farsa había concluido. Tendría que haber imaginado que Simón no dejaría que durara siempre. No sabía si sentirse aliviada o asustada.
De repente, se le helaron las manos mientras los escalofríos recorrían su espina dorsal. Sintió miedo, pero no por tener que hablar con Simón. Era un nudo de ansiedad, premonitorio, abrasivo.
– Simón, ¿dónde está Jess?
Las manos de Simón se crisparon sobre sus hombros. Su voz rezumaba impaciencia.
– Estaba arriba hablando con su madre hasta que Liz se marchó. Supongo que seguirá allí. ¡Maldita sea! No sigas, Bree. Lo he dejado correr porque suponía que necesitabas tiempo para aprender a confiar en mí. Tenemos que hablar y de nada van a servirte las evasivas o las excusas.