La tormenta había amainado poco después de cenar pero la electricidad no había sido restablecida hasta hacía una hora. Todo el tiempo, Simón había tenido a Jess en brazos, hasta dejarla en la cama. No había que temer repercusiones de su aventura. Se lo había pasado en grande recorriendo la casa con una linterna y se había quejado ruidosamente al volver la luz. Se había quedado dormida nada más taparla.
Bree sonrió. Ella también estaba rendida. Sin embargo, poco a poco, el baño tonificante iba haciendo efecto. Sus músculos se relajaban y su corazón se había calmado. Libre de otras distracciones, pudo al fin concentrarse en lo que había querido pensar todo el día. En Simón.
Pensó que era muy fácil extraviarse temporalmente. Una persona podía perderse físicamente como Jessica, o emocionalmente como Simón. Cuando lo había conocido era un sonámbulo que desconocía su propia soledad excepto a un nivel profundo y primario.
Pero una mujer podía estar tan asustada que perdiera toda perspectiva y fe en sí misma. Pensó en la primera noche que Simón se había colado en su cama, en cómo en ningún momento había sentido miedo. Pensó en cómo la había desafiado a replantearse su vida. En la cama se habían comunicado, no sólo deseo, sino sus necesidades más vulnerables. Pensó en el tono de voz con que le había dicho a Jessica que no podía hacer que se quedara si ella no quería.
Simón la amaba.
Sólo una tarada podía interpretar sus acciones de otra forma.
«Creo que esa tarada ha estado en la bañera demasiado tiempo, ¿no te parece, Reynaud?».
Salió de la bañera y se secó a toda prisa. La toalla se enganchó con el cierre de su talismán. No se lo quitaba ni siquiera para bañarse. La superstición Cajún estaba demasiado arraigada en ella. El «marón» evitaría que se extraviase en su camino.
Se lo sacó por la cabeza y lo dejó sobre el lavamanos.
Todavía húmeda, se quitó las horquillas con que se había recogido el pelo. Los cabellos cayeron en una cascada lenta que le hizo cosquillas en la espalda. Dejó la toalla doblada y abrió la puerta en silencio.
El segundo piso estaba en silencio. Sentía el frío en su piel desnuda y húmeda. La puerta de Jessica estaba cerrada pero la de Simón, al otro lado del corredor, estaba entornada.
Bree estaba segura de lo que sentía por él pero no podía decir lo mismo de su plan. Toda su vida había sido un completo desastre cuando había tratado de planear algo referente a sus emociones. Sin embargo, aquella ocasión era diferente. Lo hacía por Simón, porque creía que ella no deseaba ser sincera con él.
La verdad que se había negado a ver era que la verdadera sonámbula había sido ella. Un alma perdida porque estaba demasiado asustado como para confiar, para creer en un hombre generoso cuando lo había encontrado.
Bree pretendía decírselo. Las palabras eran importantes. Sin embargo, buscaba una manera de desnudarle su corazón, de ofrecérselo, de una forma que Simón lo entendiera sin lugar a dudas.
Respiró profundamente. Las escaleras que llevaban a su habitación en la torre estaban a la derecha del baño. Las dejó atrás y siguió andando.
Sentado al borde de la cama, Simón se quitó los calcetines. Tenía los nervios demasiado a flor de piel como para hablar con Bree. Pero tenía que suceder aquella misma noche. Pero antes necesitaba poner los pies en alto. Hablar con su gitana requeriría delicadeza, comprensión y paciencia. En aquellos momentos se sentía más tentado de ponerle un anillo en el dedo, fijarlo con algún pegamento duradero y al diablo con la delicadeza.
Dejó los calcetines a un lado y se sacó la camisa de los pantalones. Había empezado a desabotonársela cuando comenzó a tener alucinaciones.
Estaba cansado, sí. Su mente estaba obsesionada con Bree, también. Su subconsciente era un tanto hiperactivo por la noche, de acuerdo. Pero hasta entonces nunca había sido víctima de alucinaciones.
Tanteó con la mano a sus espaldas y tocó la novela con la que había planeado relajarse, un poco más allá estaban sus gafas de lectura. Se las colocó apresuradamente.
Ella seguía allí, desnuda en la entrada de su habitación. La ninfa de una fantasía masculina. El cabello lustroso le caía hasta los pezones y la piel de nácar se sonrojaba por momentos. Unas gotas de agua brillaban en el triángulo entre sus muslos y sus ojos eran de un azul ardiente.
Simón pensó que si temblaba con más violencia se pondría enferma. Incluso olvidó su impaciencia.
– Bree, cariño…
Ella no respondió. Al menos con la voz. Cruzó la habitación en silencio y le quitó las gafas con un gesto deliberado. El libro cayó al suelo. Simón oyó el golpe sordo pero no le prestó atención.
Unas manos pequeñas y blancas subían por su pecho desabrochando botones a su paso. El tercer botón se había enredado con un hilo. Cuando no cedió al primer intento, Bree dio un tirón. El botón salió volando hasta dar contra la lámpara con un sonido tintineante.
La alucinación estaba demasiado ocupada para darse cuenta. Simón pensó que ni el terremoto del siglo podría apartarla de su objetivo. Bree tenía una expresión mortalmente seria y decidida. Ansiaba complacerle. En sus ojos había una insoportable vulnerabilidad.
– Cariño, no tienes por qué hacerlo…
Unos dedos aterciopelados le rozaron los labios solicitándole paciencia. Su mensaje era claro. Quizá no tendría por qué hacerlo pero era lo que quería. Simón se dio cuenta por segunda vez de que Bree todavía no había hablado.
No podía dejar de advertirlo. Todas las demás noches, Bree había hablado. Con palabras había tratado de reducir sus caricias a una fantasía. Con las palabras, Simón lo comprendió, había tratado ferozmente de protegerse a sí misma.
Aquella noche no. Había algo desnudo en sus ojos. Le quitó la camisa centímetro a centímetro, besando cada porción de piel enfebrecida que quedaba al descubierto. Eran besos tiernos, besos de amante. Quizá no hubiera otra cosa más excitante en el mundo que los besos de amor.
Simón quiso abrazarla y descubrió que estaba atrapado. Bree le había quitado la camisa del torso pero seguía abotonada en las mangas. Ella no pareció darse cuenta de que sus brazos estaban inmóviles, inútiles. Estaba demasiado ocupada con sus labios.
No fue un beso. Fue una conquista, una exigencia. Le sujetó la cabeza con ambas manos mientras que la lengua penetraba por entre sus labios. Era una mujer que temblaba en su regazo mientras prometía, tomaba.
Bree dejó de respirar. Simón dudaba de que fuera consciente del movimiento de su pelvis contra su cremallera. Sus senos desnudos le rozaban el pecho. Intentó acariciarla. Volvió a encontrar sus manos atrapadas en las estúpidas mangas y se juró a sí mismo que nunca volvería a llevar camisas Oxford. Siempre que Bree se quedara junto a él.
Y en aquel momento Simón supo que se quedaría. Pero Bree estaba hablando de sus propios temores. No tenían nada que ver con el sexo y todo que ver con la vulnerabilidad. Bree poseía un espíritu incorregible que tenía el valor de andar por sendas propias poniendo las necesidades de los demás por encima de las suyas. Le era muy difícil correr el riesgo de perder.
Estaba corriendo el riesgo por él. En sus ojos cargados de emoción Simón podía leer claramente: «Te quiero, Simón. Con toda mi alma». Se imaginó que ella había olvidado las mangas de su camisa. Bree no lo había planeado porque sus labios se curvaron en una sonrisa maliciosa. Se apresuró a liberarle y volvió a abrazarse a él.
Sólo entonces, Simón pensó que podría tomar el control. Se advirtió a sí mismo que si arruinaba el juego de Bree tendría que suicidarse. Pero era necesario levantarse y cerrar la puerta. Jess dormía pero estaba en la habitación contigua. Ninguno de los dos quería que los interrumpiera.
Simón le pasó los brazos por las nalgas y la alzó. Bree se dio cuenta de lo que pretendía y le besó en la boca mientras empujaba la puerta con una mano. Sin ver lo que hacía, Simón cerró con llave.