Simón se pellizcó el puente de la nariz. Firmaba contratos en millones de dólares, era respetado por gente de todo el mundo hasta el punto de resultarle molesto, se había hecho cargo de los parásitos de su familia, nunca le había debido nada a nadie. Era un director que quería unas relaciones claras sobre las que pudiera tener un control absoluto. ¿Por qué, entonces, cada encuentro con aquella mujer amenazaba con nacerle perder el control sobre sí mismo?
– Señorita Reynaud, tengo treinta y cinco años y hasta esta noche nunca había tenido problemas para mantener una conversación racional con una mujer.
– Sólo pretendía dejar claro que te encuentras a salvo.
Capítulo 3
– «¡Chameau!» «¡Chameau rejoule!» -exclamó Bree mientras cerraba la puerta con llave.
Luego atrancó el acceso con una silla. Si Simón iba a practicar el sonambulismo esa noche no quería que fuera cerca de ella.
Frunció el ceño. Le faltaba entrenamiento si «camello reprimido» era el peor insulto que se le ocurría para el señor Courtland. Nadie podía ganarle a una Cajún a insultos sabrosos.
Sacó la cama y desplegó el saco de dormir que había sacado del coche. Después de su desagradable conversación con Simón su intención había sido la de irse. Pero eso habría supuesto ceder al mal genio y hacer caso omiso del sentido común. Si se quedaba otra noche podía lavarse la ropa y el cabello. Además, sólo Dios sabía lo cansada que se encontraba.
Se puso un camisón amarillo y apagó la luz. Sin embargo, en la oscuridad se sentía más predispuesta a seguir enojada que a conciliar el sueño. ¡Por favor! Si sólo había bromeado al preguntarle si tenía miedo de que lo sedujera.
Bueno, no estaba exactamente bromeando. Estaba tanteando el terreno para ver si una insinuación sexual encendía alguna chispa en Simón. Si lo hubiera hecho, en esos momentos estaría en la carretera.
Era un alivio que Simón la contemplara como a un perro rabioso. Ella se había quedado por Jess, pobre criatura.
Sus ojos parpadearon en la oscuridad. Jessica no era ninguna pobre criatura. A decir verdad, era un delincuente de cuatro años. Se lo habían pasado en grande. Bree tenía debilidad por los niños y Jess la energía creativa de diez adultos. Los únicos momentos malos habían sido cuando había hablado de su padre.
– Papá me necesita -le había explicado-. Mamá tiene mucha gente que la cuida y papá a nadie, excepto yo.
El diablillo adoraba a su padre. Bree no podía imaginarse los motivos. Simón se había pasado todo el día tecleando en un ordenador. Era probable que pulsar botones fuera lo más cercano al placer sexual que hubiera conocido en su vida. Ninguna otra cosa parecía capaz de despertarle.
Bree había estado observándolo. No se trataba de que no le hiciera caso a su hija. ¡Pero por el bendito esputo! Le hablaba como si tuviera noventa años. A Jess le importaban un pito las charlas de su padre. Ella quería armar trifulca. Necesitaba que la abrazaran.
Para Bree, Simón se hallaba en un vacío emocional. Sencillamente no tenía conceptos sobre la vida, el disfrute, la risa… y el aspecto con que le había visto aquella misma noche en el salón la había molestado.
Por un momento, no se había dado cuenta de que ella estaba observándole. Le había visto con la mano todavía sobre el teléfono, la cabeza apoyada en la pared. Aquel hombre no estaba cansado, se hallaba al borde de la extenuación. Tenía los ojos cargados. Bree había imaginado que tendría dolor de cabeza. Y dos segundos después de haber acostado a Jess el muy estúpido se había puesto a teclear de nuevo.
Bree intentó convencerse a sí misma de que no había aceptado pasar allí la noche para asegurarse de que Simón se encontraba bien. Había sido una decisión práctica.
Tantos meses en la carretera la habían cambiado. Al final, se había vuelto sensata. Demasiadas veces se había visto envuelta en una relación sólo porque alguien la necesitaba. Simón ni siquiera la necesitaba, Simón ni siquiera la soportaba.
El sentimiento era mutuo y decidió irse a primera hora del día siguiente. «Je lemmends», pensó. Lo que quería decir que por ella podía irse al mismísimo infierno. Se quedó durmiendo con aquella frase resonando en su cabeza.
La caricia en su mejilla era tan suave como si le acariciaran el alma. Abrió los ojos y por un momento no pudo decidir si soñaba o estaba despierta.
«Otra vez no», fue todo lo que pudo pensar.
La puerta seguía cerrada con la silla encajada contra el pomo. Nunca se le habría ocurrido que un sonámbulo pudiera pasar sobre las zarzas y abrir las puertas de la terraza. Y mucho menos desnudo, o casi. Simón llevaba unos calzoncillos negros aquella noche. También había bajado la cremallera de su saco de dormir.
Bree cerró los ojos mientras sopesaba la posibilidad de estrangularlo. La noche anterior se había preocupado en serio por él, pero eso había sido antes de conocerlo mejor. Era arrogante, frío, como los hijos de una barracuda. Quizá el sonambulismo fuera la expresión de un problema grave y traumático pero le traía sin cuidado.
Le acarició la mejilla con la yema del pulgar. Reverentemente, con ternura. A Bree le llevó un momento orientarse. Simón estaba tumbado a su lado. Tenía los ojos abiertos como la noche anterior.
Pero un sonámbulo debería haber tenido una mirada vacía. A la luz de la luna sus ojos eran tan oscuros como el perseguidor de sus sueños y reflejaban el mismo deseo. Bree sintió escalofríos y tuvo que decirse que no había ningún peligro en aquella situación.
La mano de Simón dibujó la línea de su cuello, se incorporó y la besó suavemente en la boca. No fue un beso largo. Bree notó un ligero sabor a coñac, la textura de sus labios cálidos, el olor de su piel. El beso era más una promesa que una sustancia. Un regalo, no una exigencia. Simón la miró a los ojos y luego recostó la cabeza en la almohada.
Bree se dio cuenta de que su respiración se había vuelto agitada. Era incomprensible. La habían besado antes. Era una estúpida con los hombres. Nunca había sido capaz de la sensatez de amar a medias. Siempre había sido una estúpida para el amor. Nunca se había dado cuenta a tiempo de que cualquier hombre quiere aprovecharse de una tonta.
Sin embargo, no había nada egoísta o agresivo en las caricias de Simón. La palma de la mano descansaba contra su cuello. El pulgar le acariciaba una vena pulsante junto a la garganta. Con mucha suavidad, la mano descendió por su hombro para acariciarle el costado. No dejaba de mirarla.
Bree intentaba convencerse de que se trataba de Simón pero en lo más hondo sabía que no lo era. Su adorador nocturno era sensual y terriblemente perceptivo. Si hubiera intentado agarrarla le habría abofeteado. Pero nunca la cogía. Nunca tomaba. Simplemente la acariciaba con una fascinación y una suavidad infinitas.
– Simón… -dijo ella desesperada.
Su llamada sólo le valió otro beso. En esa ocasión Simón usó la lengua. Aterciopelada, húmeda, acariciante. Sin forzarle a abrir los labios, sino mimándola con una invasión gentil. Simón descubrió la suavidad de sus dientes. Encontró la lengua que ella había aplastado contra el paladar.
Bree se echó a temblar. Muchas, demasiadas noches a solas.
– ¡Maldita sea, Simón!
Él alzó la cabeza y sonrió. Luego volvió a besarla. Dominantemente, por completo. Bree pudo sentir el calor y la potencia de su cuerpo. Una llama se encendió abrasadora en sus entrañas.
Simón la besó otra vez, una promesa agresiva de intimidad. Las manos encontraron sus pechos. Era como si él supiera que Bree podía ser dolorosamente sensible. Pocos hombres se habían molestado en descubrir que el tamaño pequeño concentraba la sensación sin disminuirla. Bree supo que tenía un problema serio.
– Vuelve a la cama, Simón -dijo con voz encendida de deseo.
Simón dejó de acariciarla.