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– Eres responsable por haberle hecho creer que eres lo mejor que le ha pasado desde que se inventaron los helados. Quería que te quedaras, ¿no es cierto? ¿Se trata de eso?

– Haces que suene como si quisiera meter una serpiente venenosa debajo de su cama.

– Yo no he dicho eso.

– ¡Pero lo pensabas!

– ¡No! Estaba pensando en que voy a matarla cuando la encuentre.

– ¡Simón! -exclamó ella reteniéndole por la manga-. No sé qué he hecho para molestarte pero no me importa. No seas duro con ella cuando la encuentres, ¿de acuerdo? Sólo es una niña.

Él se quedó inmóvil mirándola completamente aturdido. Bree se sintió asaltada por una oleada de deseo. El sol encendía un fuego de emoción en los ojos grises que ella no había visto nunca. Estaba despeinado por el viento y sucio de polvo. No era el pez gordo tan pagado de sí mismo que ella conocía, sino un ser humano muy parecido al sonámbulo que perturbaba sus noches tan peligrosamente.

– ¿He sido duro contigo? -preguntó atónito ante semejante idea.

– Vamos, Simón. Te disgusté desde el primer momento.

– Eso no es cierto. Al menos mi comportamiento hacia ti no ha tenido nada que ver con el… disgusto. Has estado dos noches bajo el mismo techo que un hombre al que no conoces. Me pareció lógico que te preocuparas por tu… seguridad. Podías haber malinterpretado una actitud excesivamente amistosa. Podías haber pensado que trataba de aprovecharme de ti. Podías… -se calló y cerró de un portazo-. ¿Crees que le haría daño a Jessica? ¿Estás loca? Nunca le he puesto la mano encima a esa niña. ¡Es mi hija!

Aquello pareció poner punto final a la conversación para él. Para Bree, no obstante, era diferente. Más tarde tendría que pensar en lo mucho que se había esforzado en no demostrarle actitudes inapropiadas. Ella lo había juzgado pedante y frío cuando su capacidad para amar era ardiente, poderosa, inmensa. Su hija llevaba escondida menos de veinte minutos y ya estaba dispuesto a echar abajo la casa piedra por piedra.

– ¿Por qué sonríes, señorita Reynaud? -preguntó él en tono de sospecha.

– Me llamo Bree.

– No veo nada divertido en esta situación.

– ¡Venga, Simón! La niña es un pozo de malicia, no de peligro. Si te calmas y dejas de retorcerte las manos, te darás cuenta de que no hay motivo para estar tan enfadado. Jess tiene un estupendo juego de cuerdas vocales. Si se hubiera torcido el tobillo estoy segura que la habríamos oído por muy lejos que estuviéramos. No hay razón para pensar que ha podido hacerse daño.

– ¿No?

Bree contuvo una exclamación de asombro. ¡La había escuchado!

– No -insistió poniendo en juego todo su poder de convicción.

Sin embargo, transcurrió otra hora de intensa búsqueda antes de que se demostrara que estaba en lo cierto. Habían revisado el comedor una docena de veces cuando a Bree se le ocurrió mirar en el elevador que conectaba el piso superior con la cocina. El corazón le saltó en el pecho al levantar la puerta y ver la punta de una zapatilla de tenis de color naranja. Sólo Dios podía saber lo viejo que era el sistema de poleas. No le cabía duda de que lo suficiente para estar a punto de desmoronarse.

Simón le dio un tirón a la puerta para descubrir una sonrisa irresistible. Jessica asomó la cabeza. Sus ojos brillaban como fuegos artificiales en la noche.

Simón la bajó al suelo y le puso las manos sobre los hombros.

– Jessica, no debes volver a hacer esto nunca.

– Sí, papá.

Bree notó un hormigueo repentino en las palmas de las manos.

– Eres lo bastante mayor como para entender la irresponsabilidad. Con esconderte no resuelves los problemas. Hay lugares en la casa y fuera que son muy peligrosos para una niña. Quiero que me prometas que me lo preguntarás antes de ir a explorar otra vez.

– Sí, papá.

El hormigueo estaba transformándose en un picor.

– Eres capaz de usar tu entendimiento. Yo sé que puedes comprender que hay ocasiones en las que no puedes salirte con la tuya. La próxima vez, quiero que intentes pensar en que el problema…

– Sí, papá. ¡Estás aquí! -exclamó al ver a Bree-. ¡Lo sabía! Sabía que podía hacer que te quedaras.

– ¿De verdad, «chére»?

Bree no hubiera querido empujar a Simón pero necesitaba acercarse a la niña para sujetarla con una mano y darle un azote con la otra.

– ¡Bree!

Oyó la exclamación de Simón en el instante en que la palma de su mano conectaba con el trasero de la pequeña conspiradora. El aullido de la niña debió ser audible en toda la casa. Bree la hizo girar y se enfrentó a ella al mismo nivel que sus ojos.

– Si vuelves a intentar un truco parecido tu papá te dará seis como este y te castigará encerrada en tu habitación. ¿Has entendido?

– Sí, Bree.

– Le has dado a tu padre un susto de muerte. Di que lo sientes. ¡Pero ahora mismo!

– Lo siento, papá.

Bree le quitó un poco de suciedad que tenía en la mejilla y suavizó su tono de voz.

– De acuerdo. Estamos en paz. Todo olvidado, pero creo que tu papá necesita un beso. Y luego deberías subir a tu cuarto para cambiarte esa ropa tan sucia.

Jessica se arrojó a los brazos de su padre. A los pocos momentos subía las escaleras con el mismo entusiasmo. En la atmósfera polvorienta del comedor se hizo un silencio espeso. Había un brillo extraño en los ojos de Simón pero Bree no sabía a qué atribuirlo.

– Le has pegado a mi hija.

– No creo que una palmada merezca ese calificativo. ¿Has visto una sola lágrima en sus ojos?

– No he dicho que le hayas hecho daño.

– Andaría sobre cristales rotos antes de hacerle daño a un niño. A cualquier niño. Y mucho menos a Jessica.

– Pero un azote es un azote.

– Lo sé -dijo ella cruzando los brazos sobre el pecho con expresión culpable-. Si lo que deseas es que me disculpe lo haré. Estuvo muy mal que me entrometiera y me siento fatal. Peor que fatal. Me siento una miserable. ¡Demonios, Simón! ¿Nunca hiciste alguna trastada cuando eras pequeño? ¿No te acuerdas de que lo único que querías era olvidarla? No podía quedarme impasible viendo cómo la sometías al castigo inhumano de sermonearla.

Hubo otro chispazo de luz en los ojos grises. Éste más provocativo a través de los párpados entrecerrados. Su voz sonó mesurada.

– Intentaba razonar con ella.

– Ese sistema de poleas debe ser más viejo que las colinas. Si se hubiera escondido cuando el elevador estaba en el segundo piso, podría haberse hecho daño. No se razona con una niña en esas circunstancias. Se hace algo rápido para asegurarte de que no lo volverá a repetir. Lo digo porque yo también era así. Pregúntale a mi padre si no me crees.

Bree se acaloró con la discusión. No pretendía tener experiencia maternal, pero guardaba unos recuerdos muy claros sobre los métodos que funcionaban con un espíritu indómito. El cielo sabía que ella había sido uno de ellos.

– ¡Claro que te creo! En realidad, no tengo ningún problema para imaginarte como una pequeña monstruosidad -dijo Simón conciliador-. Bree, ¿por qué no te quedas?

– ¿Qué has dicho?

Bree lo había oído, sólo que pensaba que había entendido mal.

– ¿No reconsiderarás tu decisión de marcharte?

Los labios de Bree se curvaron en una sonrisa caritativa.

– De acuerdo. Supongo que has estado sometido a una gran tensión. Todos decimos cosas que no sentimos cuando estamos tensos. Tomemos una taza de té, «cher». Te sentirás mejor y…

– Te he pedido que te quedes, Bree. Y puedo asegurarte que me encuentro en mi sano juicio y que lo digo sinceramente.

Capítulo 4

– Jess me confunde.

– Por favor, Simón. Es tu hija.

Bree rebuscó en su bolso. Sacó una barrita de galleta recubierta de chocolate y le dio un bocado. Simón le había pedido que fuera a su despacho para hablarle. Bree había aceptado porque quería escucharle y satisfacer su curiosidad. Simón siempre cerraba el despacho con llave.