– No es nada. Sólo es una postal, por el amor de Dios. Te comportas como…
– Como alguien cuya madre se ha follado al hombre con el que creía que iba a casarse -gritó Kerra-. En esta cueva donde te has follado a todos los demás.
– ¿Cómo puedes…?
– Porque te conozco. Porque te he observado. Porque he visto cómo la historia se repetía una y otra vez. Dellen está necesitada y quién estará ahí para ayudarla sino un hombre dispuesto de la edad que sea, porque eso nunca te ha importado, ¿verdad? Sólo tenerlo, fuera quien fuera y perteneciera a quien perteneciera… Porque lo que tú querías y cuándo lo querías era más importante que… -Kerra notó que le temblaban las manos. Aplastó la postal en la cara de su madre-. Debería hacerte… Dios mío. Dios mío, debería hacerte…
– ¡No! -Dellen se retorció debajo de ella-. Estás loca.
– Ni siquiera Santo puede detenerte. La muerte de Santo no puede detenerte. Pensé que te afectaría, pero no. Santo ha muerto, Dios mío, le han asesinado, y no ha cambiado nada. No te has desviado ni lo más mínimo de lo que tenías planeado.
– ¡No!
Dellen empezó a forcejear con ella, clavándole las uñas en las manos y los dedos. Dio patadas y rodó para liberarse, pero Kerra era demasiado fuerte. Así que se puso a gritar.
– ¡Has sido tú! ¡Tú! ¡Tú! -Dellen fue a por el pelo y los ojos de su hija y la tiró. Rodaron por la cama, buscando un punto de apoyo entre la masa de sábanas y mantas. Chillaron, agitaron los brazos, dieron patadas. Se agarraron, se encontraron, se soltaron. Se volvieron a coger, golpeándose y tirando mientras Dellen gritaba-: Tú. Tú. Has sido tú.
La puerta de la habitación se abrió de golpe. Unos pasos cruzaron la habitación corriendo. Kerra notó que alguien la levantaba y oyó la voz de Alan en su oído.
– Tranquila -le dijo-. Tranquila, tranquila. Dios santo. Kerra, ¿qué estás haciendo?
– Que te lo cuente -gritó Dellen, que había caído de lado sobre la cama-. Que te lo cuente todo. Que te cuente lo que le ha hecho a Santo. Que te hable de él. ¡Santo!
Sujetando a Kerra por un brazo, Alan empezó a moverse hacia la puerta.
– ¡Suéltame! -chilló Kerra-. Que te diga la verdad.
– Ven conmigo -le dijo Alan-. Ya es hora de que tú y yo hablemos en serio.
Cuando Bea y la sargento Havers se detuvieron en el antiguo aeródromo militar, los dos coches, similares a los que se habían visto en los alrededores del acantilado el día que murió Santo Kerne, estaban a un lado de LiquidEarth. Un vistazo rápido por la ventanilla y reveló que el RAV4 de Lew Angarrack contenía un equipo de surf junto con una tabla corta. En el Defender de Jago Reeth no había nada, que ellas vieran. Estaba picado de óxido por fuera -el aire salado era mortal para cualquier coche en esta parte del país-, pero por lo demás estaba todo lo limpio posible, que no era nada limpio teniendo en cuenta el tiempo y las probabilidades de que tuviera que aparcarlo al aire libre. Tenía alfombrillas y tanto en el lado del conductor como del pasajero había mucho barro seco para examinarlo.
Pero el barro era uno de los peligros de vivir en la costa desde finales de otoño hasta finales de primavera, así que su presencia en el Defender no contaba tanto como le habría gustado a Bea.
Como en estos momentos Daidre Trahair se encontraba sabía Dios dónde, salir de excursión al local del fabricante de tablas de surf había parecido el segundo paso lógico. Había que seguir todas las pistas y, al final, tanto Jago Reeth como Lewis Angarrack iban a tener que explicar qué hacían en los alrededores del lugar donde había caído Santo Kerne, por más que Bea hubiera preferido tener a Daidre Trahair en la comisaría para someterla al interrogatorio minucioso que tanto merecía.
De camino al viejo aeródromo, la inspectora había atendido una llamada de Thomas Lynley. Había ido de Newquay a Zennor y ahora estaba volviendo a Pengelly Cove otra vez. Quizá tuviera algo para ella, le dijo, pero para eso necesitaba husmear un poco más por la zona de donde era originaria la familia Kerne. Sonaba demasiado emocionado.
– ¿Y qué hay de la doctora Trahair? -le preguntó ella con brusquedad.
Todavía no la había visto, contestó Lynley, pero tampoco esperaba verla. En realidad y para ser sinceros, la verdad era que no había estado vigilándola. Tenía la cabeza en otras cosas. Esta nueva situación con los Kerne…
Bea no quería oír hablar de los Kerne, fuera nueva la situación o no. No confiaba en Thomas Lynley y aquello le fastidiaba porque quería confiar en él. Necesitaba confiar en todas las personas involucradas en la investigación de la muerte de Santo Kerne y el hecho de no poder hacerlo provocó que le interrumpiera de golpe:
– Mientras tanto, en caso de que vea a la buena y escurridiza doctora Trahair, me la trae -le dijo-. ¿Queda claro?
– Sí -la tranquilizó Lynley.
– Y si tiene pensado seguir con los Kerne, tenga presente que ella también forma parte de la historia de Santo Kerne.
– Si hay que hacer caso a lo que dice la chica Angarrack, porque una mujer despechada…
– Oh, sí. Cuánta razón tiene -declaró la inspectora con impaciencia, pero Bea sabía que había algo de verdad en lo que decía Lynley: Madlyn Angarrack no parecía más limpia que los demás.
Dentro de LiquidEarth, Bea presentó la sargento Havers a Jago Reeth, que estaba lijando el borde irregular de fibra de vidrio y resina del canto de una tabla con cola de golondrina, colocada entre dos caballetes bien acolchados para proteger el acabado de la tabla, y procuraba ser delicado con el proceso. Un armario enorme que emanaba calor estaba abierto en un lado del cuarto con más tablas dentro que, al parecer, aguardaban sus atenciones. LiquidEarth parecía tener una pretemporada lucrativa y el negocio seguía prosperando, a juzgar por el ruido que salía del cuarto de perfilado.
Como antes, Jago vestía un mono desechable. Ocultaba gran parte del polvo que cubría su cuerpo, pero no el que le cubría el pelo y la cara. Cualquier parte de él que estuviera a la vista estaba blanca, incluso los dedos, y las cutículas formaban diez grandes sonrisas en la base de sus uñas.
Jago Reeth preguntó a Bea si quería hablar con Lew o con él esta vez. Ella contestó que con los dos, pero su conversación con el señor Angarrack podía esperar, así podría permitirse charlar a solas con Jago.
La idea de que la policía quisiera hablar con él, a solas o no, no pareció desconcertar al anciano. Dijo que creía haberles contado todo lo que sabía sobre la aventura Santo-Madlyn, pero Bea le informó con tono agradable que, por lo general, prefería tomar ella esa decisión. El hombre la miró, pero no comentó nada más aparte de que seguiría lijando si no había ningún problema.
No lo había, le tranquilizó Bea. Mientras hablaba, el ruido procedente del cuarto de perfilado se detuvo. La inspectora pensó que Lew Angarrack se uniría a ellos, pero se quedó dentro.
Hannaford preguntó a Jago Reeth qué podía decirle sobre el hecho de que su Defender estuviera en las inmediaciones del lugar donde se había producido la caída de Santo Kerne el día de su muerte. Mientras hablaba, la sargento Havers desempeñaba su trabajo con la libreta y el lápiz.
Jago dejó de lijar, miró a Havers y ladeó la cabeza como si evaluara la pregunta de Bea.
– ¿En las inmediaciones? -preguntó-. ¿De Polcare Cove? No creo, no.
– Su coche fue visto en Alsperyl -le dijo Bea.
– ¿Y eso es cerca? Puede ser que Alsperyl esté cerca en línea recta, pero en coche son bastantes kilómetros.
– A pie por los acantilados es bastante fácil llegar de Alsperyl a Polcare Cove, señor Reeth. Incluso a su edad.
– ¿Alguien me vio en la cima del acantilado?
– No estoy diciendo que estuviera allí. Pero el hecho de que su Defender estuviera, ni que fuera remotamente, en la zona donde murió Santo Kerne… Entenderá mi curiosidad, espero.