– Bueno, supongo que lo sabes muy bien. Eres su hermano.
– Pues parece que no -le dijo Cadan-. Resulta que esta mañana ha hablado de ti mientras desayunábamos. Lo he oído y me he dado cuenta… Oye, tío, me equivoqué del todo y quiero que lo sepas.
Estaba mintiendo, por supuesto, pero imaginaba que se le podía perdonar. Había un bien común: en realidad, no sabía lo que pensaba su hermana sobre las aventuras amorosas -aparte de lo que había sentido en su momento por Santo Kerne, y tampoco estaba muy seguro de eso-, y ahora mismo necesitaba a Will Mendick. Así que si hacía falta una mentirijilla para que Will abriera una botella con él, sin duda se le podía perdonar.
– Lo que digo es que no deberías descartarla. Lleva un tiempo mal y creo que te necesita, aunque todavía no lo sepa.
Will fue al fondo del invernadero, donde guardaba el material, y bajó una caja de abono de un estante. Cadan lo siguió.
– Así que he pensado que podríamos empinar el codo… -Cadan se encogió por dentro por haber utilizado aquella expresión extraña; parecía un personaje de otra época- y olvidarlo todo. ¿Qué me dices?
– No puedo -contestó Will-. Ahora no puedo marcharme.
– Has tenido suerte. No hablaba de marcharnos -le dijo Cadan con toda sinceridad-. Pensaba que podríamos chuzarnos aquí.
Will dijo que no con la cabeza. Regresó con sus parras y su horca. Cadan tenía la clara impresión de que algo carcomía la serenidad de su amigo.
– No puedo, lo siento. -Will reanudó su trabajo y aclaró la situación añadiendo lacónicamente-: La poli vino al súper, Cade. Me acribillaron a preguntas.
– ¿Sobre qué?
– ¿Sobre qué coño crees?
– ¿Santo Kerne?
– Sí, Santo Kerne. ¿Acaso hay otro tema?
– ¿Por qué vinieron a hablar contigo, por el amor de Dios?
– Yo qué coño sé. Están hablando con todo el mundo. ¿Cómo te has escapado tú? -Will volvió a cavar con furia.
Cadan no dijo nada. De repente, se sintió inquieto. Miró a Will de manera especulativa. El hecho de que la policía hubiera ido a buscarle sugería cosas que no quería ni empezarse a plantear.
– Bueno -dijo en un tono expansivo que siempre indica el fin de la conversación.
– Sí -dijo Will en tono grave-. Bueno.
Cadan se despidió poco después y, por lo tanto, se encontró de nuevo sin nada que hacer. Will y los problemas de Will aparte, el destino parecía decirle que debía actuar. Y actuar significaba hacer la única cosa -aparte de beber- que no había logrado quitarse de la cabeza.
Dios santo, su cabeza parecía obsesionada con ella. Podría ser perfectamente una infección mortal que le consumía el cerebro. Cadan sabía que su alternativa era fáciclass="underline" o se libraba de ella o se la tiraba. Sin embargo, tirársela no era muy distinto a cometer un suicidio ritual y al menos lo sabía, así que pedaleó de Binner Down House al único lugar que quedaba en su limitada lista de lugares donde poder salvarse de sí mismo: el aeródromo militar. No se le ocurrió ninguna otra opción. Mentiría a su padre sobre el trabajo, si hacía falta. Sólo necesitaba estar en algún sitio que no fuera solo en casa o en Adventures Unlimited cerca de aquella mujer.
Quiso la suerte que el coche de su padre no estuviera allí. Pero sí el de Jago, lo que le pareció una bendición. Si había alguien que pudiera hacerle de confidente, ése era Jago Reeth.
Por desgracia, alguien más había tenido la misma idea. Cadan entró y se encontró a las dos hijas de Ione Soutar en la recepción. La puerta que daba a los talleres estaba cerrada. Jennie estaba atendiendo escrupulosamente su tarea en la mesita plegable que su padre utilizaba de escritorio mientras que la temible Leigh se presionaba con un dedo un lado de la nariz. Delante de ella, en el mostrador, había un tubo de Super Glue junto con un espejo de mano en el que estaba mirándose.
– ¿Mamá está dentro, Cadan? -le dijo Leigh con esa inflexión interrogadora suya perpetua y exasperante que siempre sugería que estaba hablando con un tonto-. Ha dicho que es personal, así que no puedes entrar.
– Supongo que está hablando con Jago sobre tu padre -añadió Jennie con sinceridad. Se chupaba el labio inferior mientras borraba marcas de lápiz que había hecho en el papel-. Dice que han terminado, pero no deja de llorar por las noches en el baño cuando cree que no la oímos, por lo que creo que no está tan terminado como ella querría.
– ¿Tiene que darle calabazas para siempre? -dijo Leigh-. No te ofendas, Cadan, pero tu padre es un capullo. Las mujeres tienen que defenderse solas y tienen que mantenerse firmes y sobre todo tienen que darle la patada a los hombres que no las tratan como merecen ser tratadas. Porque, a ver, ¿qué clase de ejemplo nos está dando?
– ¿Qué diablos te estás haciendo en la cara? -preguntó Cadan.
– Mamá no deja que se haga un piercing en la nariz, así que se está pegando una piedra -informó Jennie a Cadan con ese tono simpático tan característico suyo-. ¿Sabes hacer divisiones largas, Cade?
– Dios mío, no se lo pidas a él -le dijo Leigh a su hermana-. Ni siquiera aprobó la secundaria, ya lo sabes, Jennie.
Cadan no le hizo caso.
– ¿Quieres una calculadora? -le preguntó a Jennie.
– ¿Se supone que tiene que enseñar los deberes? -le dijo Leigh. Se examinó la tachuela en la nariz y dijo mirándose al espejo-: No soy estúpida. No voy a destrozarme la cara. No voy a hacer eso. -Puso los ojos en blanco-. ¿Qué te parece, Jennie?
– Creo que ahora sí vais a pelearos de verdad -dijo Jennie sin mirarla.
Cadan no podía discrepar. Parecía como si Leigh tuviera una mancha grande de sangre en un lado de la nariz. Tendría que haber elegido una piedra de otro color.
– Mamá le obligará a que se lo quite -siguió Jennie-. Y cuando lo haga, le dolerá, porque el Super Glue pega muy bien. Te arrepentirás, Leigh.
– ¡Calla! -dijo Leigh.
– Sólo digo…
– Calla. Cierra el pico. Muérdete la lengua. Métete un calcetín en la boca.
– No puedes hablarme…
La puerta interior se abrió y apareció Ione. Había estado llorando muchísimo, por lo que transmitía su aspecto. Maldita sea, debía de querer mucho a su padre, pensó Cadan.
Quería decirle que lo dejara marchar y que siguiera adelante con su vida. Lew Angarrack no estaba disponible y seguramente no lo estaría nunca. La Saltadora le había abandonado -su amor de infancia único, verdadero, eterno- y él no lo había superado. Ninguno de ellos lo había superado: ésa era su maldición.
Pero ¿cómo explicárselo a una mujer que sí había logrado pasar página cuando su matrimonio había terminado? Era imposible.
Sin embargo, parecía que Jago había hecho un esfuerzo heroico en esa dirección. Estaba detrás de Ione con un pañuelo en la mano. Estaba doblándolo y guardándoselo en el bolsillo de su mono.
Leigh miró a su madre y puso los ojos en blanco.
– Supongo que esto quiere decir que ya no vamos a hacer surf nunca más -dijo.
– De todas formas a mí no me gustaba -añadió Jennie lealmente mientras recogía los libros de texto.
– Vamos, niñas -dijo Ione, y recorrió el taller con la mirada-. No hay nada más que decir. Las cosas aquí están bastante acabadas.
A Cadan lo obvió por completo, como si fuera portador de la enfermedad de la familia. Él se apartó cuando condujo a sus retoños fuera de la tienda y la mujer emprendió el camino hacia su propia tienda en el aeródromo mientras la puerta se cerraba tras ellas.
– Pobre chica -fue el comentario de Jago al respecto.
– ¿Qué le has dicho?
Jago regresó al cuarto de estratificación.
– La verdad.