Kerra se frotó el brazo allí donde la había agarrado.
– Santo me robó a Madlyn. La apartó de mí y yo le odiaba por ello. Dellen lo sabe, así que le ha sido fácil pasar de eso a decir que yo lo maté. Es su estilo.
Alan parecía, en todo caso, aún más confuso.
– Las personas no roban personas a otras, Kerra -dijo.
– En mi familia, sí. Entre los Kerne es algo entre un acto reflejo y una tradición declarada.
– Menuda tontería.
– Madlyn y yo éramos amigas. Entonces apareció Santo, le echó el ojo y Madlyn se volvió loca por él. Ni siquiera sabía hablar de otra cosa, así que terminamos… Madlyn y yo… Terminamos siendo nada porque ella y Santo… Y lo que hizo… Dios mío, era tan típico. Igualito que Dellen. No quería a Madlyn, sólo quería ver si podía alejarla de mí. -Ahora que por fin estaba expresándolo todo con palabras, Kerra descubrió que no podía parar. Se pasó una mano por el pelo, se lo agarró con fuerza y tiró, como si tirar de él fuera a conseguir que sintiera algo distinto a lo que había sentido durante tanto tiempo-. No necesitaba a Madlyn. Podría haber tenido a cualquiera, igual que Dellen, en realidad. Ha tenido a cualquiera siempre que le ha picado. No necesita… No lo necesita.
Alan la miraba fijamente, como si hablara un idioma cuyas palabras entendía pero cuyo significado subyacente le sonaba a chino. Una ola chocó contra el lado del Sea Pit y él se estremeció como si le sorprendieran su fuerza y proximidad. La espuma los salpicó a los dos. Era fresca y fría, salada en sus labios.
– Estoy absolutamente perdido -dijo.
– Sabes perfectamente de qué estoy hablando -dijo ella.
– Pues resulta que no. Sinceramente.
Ahora era el momento. No le quedaba más remedio que presentarle las pruebas que había recabado y decir la verdad tal como la entendía ella. Kerra había dejado la postal en el cuarto de su madre, pero el hecho que revelaba la postal seguía existiendo.
– Fui a la casa, Alan -dijo-. Registré tus cosas.
– Ya lo sé.
– De acuerdo, ya lo sabes. Encontré la postal.
– ¿Qué postal?
– «Es aquí.» Esa postal. Pengelly Cove, la cueva, la letra de Dellen en rojo y una flecha señalando directamente a la cueva. Los dos sabemos qué significa.
– ¿Lo sabemos?
– Basta. Llevas trabajando en ese despacho de marketing con ella… ¿Cuánto tiempo? Te pedí que no lo hicieras. Te pedí que cogieras un trabajo en otra parte. Pero no quisiste, ¿verdad? Así que te sentaste en el despacho con ella día tras día y no puedes decirme… Joder, no puedes afirmar que ella no… Por el amor de Dios, eres un hombre. Conoces las señales. Y hubo algo más que señales, ¿verdad?
Alan la miró fijamente. Kerra quería ponerse a patalear. El hombre no podía ser tan obtuso. Había decidido que las cosas serían así: fingiría ignorarlo todo hasta que ella bajara los brazos derrotada. Qué listo. Pero ella no era tonta.
– ¿Dónde estabas el día que murió Santo? -le preguntó.
– Dios mío. No pensarás que tuve algo que ver con…
– ¿Dónde estabas? Te fuiste, y ella también. Y tenías esa postal. Estaba en tu habitación. Ponía «es aquí» y los dos sabemos a qué se refería. Empezó con el rojo: el pintalabios, un pañuelo, unos zapatos. Cuando hacía eso… Cuando hace eso…
Kerra notó que le entraban ganas de echarse a llorar y sólo pensar en llorar por aquello, por Dellen, por ellos dos, provocó que toda su ira regresara con fuerza y se expandiera en su interior hasta tal punto que pensó que iba a escupirla por la boca, un vertido apestoso capaz de contaminar todo lo que quedara entre ella y este hombre a quien había elegido amar. Porque lo amaba, sólo que el amor era peligroso. El amor la situaba donde estaba su padre y eso le resultaba insoportable.
Al parecer, Alan empezaba a asimilar todo aquello porque dijo:
– Entiendo. No se trata de Santo, ¿verdad? Es tu madre. Crees que yo… con tu madre… el día que Santo murió. ¿Y se supone que pasó en esa cueva de la postal?
Kerra no pudo responder. Ni siquiera pudo asentir con la cabeza. Estaba esforzándose demasiado por recuperar el control, porque si tenía que sentir algo -si tenía que demostrar que sentía algo, en realidad- quería que ese algo fuera rabia.
– Kerra, ya te lo he dicho -dijo Alan-. Hablamos del vídeo, tu madre y yo. También se lo había comentado a tu padre. Tu madre no dejaba de hablar de un lugar en la costa que creía que podría irnos muy bien, por las cuevas y el ambiente que proporcionaban. Me dio esa postal y…
– No eres tan estúpido. Y yo tampoco.
Alan giró la cabeza, no hacia el mar, sino en dirección al hotel. Desde el borde del Sea Pit no se veía el viejo hotel de la Colina del Rey Jorge, pero sí las casetas de la playa, esa hilera ordenada azul y blanca, el lugar perfecto para una cita.
Alan suspiró.
– Sabía qué tenía en mente. Me sugirió que fuéramos a las cuevas a echar un vistazo y lo supe. No es nada sutil cuando se trata de indirectas. Pero imagino que nunca le ha hecho falta ser muy creativa; todavía es una mujer guapa, a su manera.
– No sigas -dijo Kerra. Por fin habían llegado al fondo del asunto y descubrió que no podía soportar escuchar los detalles. En realidad, era la misma maldita historia con la misma maldita trama. Sólo cambiaban los protagonistas masculinos.
– Seguiré -dijo Alan-. Y me escucharás y decidirás lo que quieras creer. Dellen afirmaba que las cuevas eran perfectas para el vídeo. Comentó que debíamos ir a echar un vistazo. Le contesté que tendríamos que quedar allí y como excusa le dije que tenía que hacer algunos recados porque no tenía ninguna intención de ir en el mismo coche con ella. Así que nos encontramos allí y me enseñó la cala, el pueblo y las cuevas. Y no pasó nada entre nosotros porque mi única intención era que no fuese así. -Mientras hablaba seguía con la mirada fija en las casetas de la playa, pero ahora la miró. Kerra no podía entender qué significaba eso-. Así que ahora te toca decidir, Kerra. Te toca elegir.
Entonces lo comprendió. ¿A quién iba a creer: a él o a su instinto? ¿Qué escogería: la confianza o la sospecha?
– Me arrebatan todo lo que quiero -dijo ella con voz apagada.
– Kerra, cariño, las cosas no funcionan así -dijo Alan en voz baja.
– En nuestra familia siempre han funcionado así.
– Quizás en el pasado. Quizás hayas perdido a personas que no querías perder. Quizá las hayas dejado marchar tú, o tú las hayas apartado. La cuestión es que nadie que no quiera apartarse se aparta. Y si alguien te quita a alguien, no es culpa tuya. ¿Cómo podría serlo?
Kerra escuchó las palabras y notó su calidez, y ésta la tranquilizó por dentro. Era muy extraño, también inesperado. Con lo que Alan había dicho, Kerra sintió un alivio sutil. Algo indescriptible estaba cediendo, como si se derrumbara un gran baluarte interno. También notó el escozor de las lágrimas, pero no iba a permitirse llegar tan lejos.
– A ti, entonces -dijo.
– ¿A mí, entonces? ¿Qué?
– Supongo que te elijo a ti.
– ¿Sólo lo supones?
– No puedo darte más ahora mismo… No puedo, Alan.
Él asintió con gravedad. Luego dijo:
– Me llevé a un cámara conmigo. Era el recado que tenía que hacer antes de ir a Pengelly Cove. Fui a buscar a un cámara. No fui solo a las cuevas.
– ¿Por qué no me lo has contado? ¿Por qué no me has dicho…?
– Porque quería que escogieras. Quería que me creyeras. Está enferma, Kerra. Cualquiera que tenga sentido común puede ver que está enferma.
– Siempre ha sido tan…
– Siempre ha estado tan enferma. Y pasarte la vida reaccionando a su enfermedad también hará que enfermes tú. Tienes que decidir si así es como quieres vivir. Porque yo no.
– Seguirá intentando…