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Esa línea de pensamiento la condujo inmediatamente a Madlyn Angarrack, Kerra Kerne y Daidre Trahair. Lo que, a su vez, la llevó a preguntarse dónde diablos había estado la veterinaria ese día. Y aquello provocó inevitablemente que pensara en Thomas Lynley y en su presencia en Polcare Cove aquella mañana, lo que hizo que fuera al teléfono para marcar el número del móvil que le había dado.

– Bueno, ¿qué tenemos? -le preguntó cuando su tercer intento por establecer una conexión con dondequiera que estuviera tuvo éxito-. ¿Y dónde diablos está, comisario?

Estaba regresando a Casvelyn, le dijo. Había pasado el día en Newquay, Zennor y Pengelly Cove. A su pregunta de cómo diantre les llevaba eso a Daidre Trahair, a quien todavía deseaba ver, por cierto, Lynley le contó un cuento sobre surfistas adolescentes, sexo adolescente, drogas, alcohol, fiestas adolescentes, cuevas en la playa y una muerte. Chicos ricos, chicos pobres y chicos de clase media y la policía que no había logrado resolver el caso a pesar de que alguien había dado un chivatazo.

– Sobre Ben Kerne -dijo Lynley-. Sus amigos pensaron desde el principio que la chivata fue Dellen Kerne. El padre de Ben también lo cree.

– Y todo esto es relevante ¿por qué razón? -preguntó Bea cansinamente.

– Creo que la respuesta a eso está en Exeter.

– ¿Está yendo para allí ahora?

– Mañana -le dijo. Hizo una pausa antes de continuar-. No me he topado con la doctora Trahair, por cierto. ¿Ha aparecido? -Sonaba demasiado despreocupado para el gusto de Bea. Y ella no era estúpida.

– Ni rastro de ella. ¿Y puedo decirle lo poco que me gusta eso?

– Podría significar cualquier cosa. Podría haber vuelto a Bristol.

– Oh, por favor. No me lo trago.

Lynley permaneció en silencio. Era respuesta suficiente.

– He mandado a su sargento Havers a casa de la doctora Trahair para que la traiga aquí si ha vuelto a hurtadillas -le dijo Bea.

– No es mi sargento Havers -dijo Lynley.

– Yo no lo negaría tan deprisa -dijo Bea.

No hacía ni cinco minutos que había colgado cuando su móvil sonó y vio que la sargento Havers la llamaba.

– Nada -fue su breve informe, interrumpido en gran parte por una cobertura terrible-. ¿Sigo esperando? Si quiere, puedo hacerlo. No tengo muchas ocasiones para fumar tranquilamente y escuchar el mar.

– Ya ha cumplido -dijo Bea-. Váyase a casa. Su comisario Lynley también va hacia el hostal.

– No es mi comisario Lynley -le dijo Havers.

– Pero ¿qué demonios les pasa a ustedes dos? -preguntó Bea y colgó antes de que la sargento pudiera elaborar una respuesta.

Decidió que su última tarea antes de marcharse a casa sería llamar a Pete y hacer de madre preguntándole por la ropa, la comida, los deberes y el fútbol. También le pediría por los perros. Y si por casualidad Ray contestaba al teléfono, sería educada.

Sin embargo, fue Pete quien contestó, y le ahorró las molestias. Estaba emocionado con el nuevo jugador que había comprado el Arsenal, alguien con un nombre indescifrable de… ¿De verdad había dicho del Polo Sur? No. Tenía que ser Sao Paulo.

Bea manifestó su entusiasmo y eliminó el fútbol de su lista de temas. Pasó a la comida y a los deberes y estaba a punto de adentrarse en el tema de la ropa -Pete detestaba que le preguntaran por su ropa interior, pero llevaría los mismos calzoncillos toda la semana si ella no le estaba encima- cuando el niño dijo:

– Papá quiere que le digas cuándo es el próximo Día de los Deportes en el cole, mamá.

– Siempre le digo cuándo es el próximo Día de los Deportes en el cole -contestó ella.

– Sí, pero me refiero a que quiere ir contigo, no solo.

– ¿Lo quiere él o lo quieres tú? -preguntó Bea con astucia.

– Bueno, estaría bien, ¿no? Papá es guay.

Ray estaba haciendo más progresos, pensó Bea. Bueno, ahora mismo no podía hacer nada al respecto. Contestó que ya verían y le dijo a Pete que le quería. Él le respondió lo mismo y colgaron.

Pero los comentarios de su hijo sobre Ray enviaron a Bea otra vez al ordenador, donde esta vez entró en su página de citas. Pete necesitaba a un hombre en casa de manera permanente y creía estar preparada para algo más definido que una cita y algún que otro polvo cuando el niño se quedaba a dormir en casa de Ray.

Repasó las ofertas, intentando no examinar primero las fotografías, diciéndose que era esencial no tener prejuicios. Pero un cuarto de hora después, su desesperación con las citas había alcanzado niveles que no conseguiría nada más. Decidió que si todas las personas que decían gustarles los paseos románticos por la playa al atardecer daban paseos románticos por la playa al atardecer, la multitud de gente reunida allí se asemejaría a Oxford Street en Navidad. Menuda chorrada. ¿Quién contaba realmente entre sus intereses las cenas a la luz de las velas, los paseos románticos por la playa, las catas de vinos en Burdeos y las charlas íntimas en bañeras de agua caliente o delante de la chimenea en el Distrito de los Lagos? ¿De verdad tenía que creérselo?

«Maldita sea», pensó. El mundo de las citas era deprimente. Empeoraba cada año, lo que hacía que cada vez estuviera más resuelta a quedarse en compañía de sus perros. Seguro que disfrutaban de un remojón en agua caliente, esos tres, y al menos se ahorraría la conversación pseudoíntima que lo acompañaba.

Apagó el ordenador y se marchó. A veces irse a casa -incluso sola- era la única respuesta.

* * *

Ben Kerne completó la ascensión al acantilado a buen ritmo y le ardían los músculos del esfuerzo. Lo hizo como Santo había pensado hacerlo, bajando en rápel y luego subiendo, aunque habría podido aparcar tranquilamente abajo en Polcare Cove y hacerlo todo al revés. Incluso podría haber caminado por el sendero de la costa hasta la cima del acantilado y realizar sólo el descenso en rápel. Pero quería recorrer los pasos de Santo y eso requería estacionar el Austin no en el aparcamiento de la cala, sino en el área de descanso cerca de Stowe Wood, donde Santo había dejado su coche. Desde allí, anduvo por el sendero hasta el mar como habría hecho Santo y fijó su eslinga en el mismo poste de piedra donde había fallado la eslinga de Santo. Todo lo demás era cuestión de memoria muscular. La bajada en rápel fue muy rápida. El ascenso requirió habilidad y cabeza, pero era preferible a estar cerca de Adventures Unlimited y de Dellen.

Ben quería estar exhausto al final de la ascensión. Buscaba quedarse agotado, pero descubrió que estaba igual de inquieto que cuando había comenzado todo el ejercicio. Tenía los músculos cansados, pero su mente funcionaba con el piloto automático.

Como siempre, era en Dellen en quien pensaba. Dellen y el hecho de que ahora comprendía qué había hecho con su vida para estar con ella.

Al principio no había entendido de qué hablaba cuando gritó:

– ¡Lo conté!

Y luego, cuando comenzó a caer en la cuenta de lo que significaba, no quiso creerla. Porque creerla significaba aceptar que el halo de sospecha bajo el que había vivido en Pengelly Cove -ese que al final había provocado que tuviera que marcharse a Truro- lo había creado de manera intencionada la mujer a quien amaba.

Así que para evitar tanto esa creencia como sus repercusiones, dijo:

– ¿De qué diablos estás hablando? -Y llegó a la conclusión de que estaba arremetiendo contra él porque había vertido acusaciones contra ella, porque había tirado sus pastillas por la ventana y porque, al hacerlo, había exigido de ella algo a lo que Dellen no podía enfrentarse en aquel momento.

Tenía la cara contraída por la rabia.

– Ya lo sabes -gritó-. Oh, lo sabes muy bien. Siempre has creído que fui yo quien te delató. Veía cómo me mirabas después, lo veía en tus ojos… Y luego te marchaste a Truro y me dejaste allí con las consecuencias. Dios mío, te odié tanto. Pero luego ya no, porque te quería muchísimo. Y te quiero ahora. Y te odio… ¿Por qué no me dejas en paz?