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– Tú eres la razón por la que la policía anduvo detrás de mí -dijo Ben, con voz apagada-. A eso te refieres. Hablaste con ellos.

– Te vi con ella. Querías que te viera y te vi y sabía que querías follártela. ¿Cómo piensas que me sentí?

– ¿Así que decidiste dar un paso más? Le llevaste a la cueva, te lo tiraste, le dejaste ahí y…

– No podía ser quien tú querías que fuera. No podía darte lo que tú querías, pero no tenías ningún derecho a terminar las cosas entre nosotros, porque yo no había hecho nada. Y entonces con su hermana… Lo vi porque tú querías que lo viera y querías que sufriera, y desee devolvértelo.

– Y te lo follaste.

– ¡No! -chilló-. No lo hice. Quería que te sintieras como yo, hacerte daño como tú a mí porque querías de mí todas esas cosas que yo jamás podría darte. ¿Por qué rompiste conmigo? Y ¿por qué… por qué no quieres dejarme ahora?

– ¿Así que me acusaste…?

Ahí estaba. Por fin lo había dicho.

– ¡Sí! Lo hice. Porque eres tan bueno… Eres tan rematadamente bueno, maldita sea, y esa bondad miserable es lo que no podía soportar, ni entonces ni ahora. No dejas de poner la otra puta mejilla y cuando haces eso, te desprecio. Siempre que te despreciaba rompías conmigo, y entonces era cuando te quería y cuando más te deseaba.

– Estás loca -fue lo único que pudo decir.

Había tenido que alejarse de ella. Quedarse en la habitación significaba aceptar que había construido su vida sobre una mentira. Porque cuando la policía de Newquay centró sus investigaciones en él semana tras semana y mes tras mes, acudió a Dellen en busca de consuelo y fuerza. Ella le completaba, pensaba. Ella le convertía en el hombre que era. Era una mujer difícil, sí, tenían problemas de vez en cuando. Pero cuando todo iba bien entre ellos, ¿acaso no estaban mejor de lo que podrían estar jamás con otra persona?

Así que cuando ella le siguió a Truro, él aprovechó lo que decidió que significaba aquel gesto. Cuando sus labios temblorosos pronunciaron las palabras «estoy embarazada otra vez» recibió ese anuncio como si un ángel se hubiera aparecido ante él en un sueño, como si en la vara imaginaria que llevaba todos los días hubieran florecido lirios blancos al despertar. Y cuando Dellen también se deshizo de ese bebé -como había hecho con los anteriores, suyos y de dos chicos más- la calmó y aceptó que todavía no estaba preparada, que no estaban preparados, que no era el momento adecuado. Le debía la lealtad que ella le había demostrado, decidió. Era un espíritu atormentado. La quería y podría sobrellevarlo.

Cuando por fin se casaron, se sintió como si hubiera capturado un ave exótica. Sin embargo, no podía encerrarla en una jaula: sólo podría tenerla si la dejaba volar.

– Tú eres el único a quien deseo de verdad -le decía-. Perdóname, Ben. Es a ti a quien quiero.

Ahora, en la cima del acantilado, Ben volvía a respirar con normalidad después de la ascensión. Le entró frío por culpa del sudor y la brisa marina y se percató de lo tarde que era. Se dio cuenta de que después de bajar por la pared del acantilado había estado justo en el lugar donde yació Santo, muerto o muriéndose. Y vio que, mientras recorría los pasos de su hijo por el sendero desde la carretera, mientras amarraba la eslinga en el viejo poste de piedra, mientras bajaba y se preparaba para volver subir, no había pensado en Santo ni una sola vez. Estaba allí por eso y no lo había logrado. Dellen, como siempre, había invadido su mente.

Le pareció que aquélla era la traición definitiva, la más monstruosa. No que Dellen le hubiera traicionado al dirigir las sospechas sobre él años atrás, sino que él mismo acabara de traicionar a Santo. Un peregrinaje al lugar exacto donde había fallecido Santo no había bastado para exorcizar a la madre del chico de sus pensamientos. Ben se percató de que la vivía y la respiraba como si fuera un contagio que sólo le afectara a él. Lejos de ella, tal vez también la hubiera llevado con él, razón por la cual seguía volviendo.

Estaba tan enfermo como ella, pensó. Más, en realidad. Porque si ella no podía evitar ser la Dellen que era y siempre había sido, él sí podía dejar de ser el Benesek pervertidamente leal que se lo ponía todo siempre tan fácil para que ella pudiera seguir y seguir.

Cuando se levantó de la roca donde se había sentado para recobrar el aliento, se notó agarrotado por enfriarse con la brisa. Sabía que por la mañana pagaría las consecuencias de haber ascendido tan rápido. Regresó al poste de piedra donde estaba atada la eslinga y empezó a subir la cuerda por el acantilado, enrollándola y examinándola con cuidado en busca de puntos desgastados. Incluso entonces vio que no podía concentrarse en Santo.

Todo aquello encerraba una cuestión moral, Ben lo sabía, pero descubrió que carecía del valor necesario para planteársela.

* * *

Daidre Trahair llevaba esperando en el bar del Salthouse Inn casi una hora cuando Selevan Penrule entró por la puerta. El hombre repasó la sala con la mirada cuando vio que su compañero de bebida no estaba con una Guinness en la mano al lado de la chimenea, que era el lugar del que Selevan y Jago Reeth se apropiaban a menudo, y se acercó a Daidre para sentarse con ella a su mesa junto a la ventana.

– Pensaba que ya estaría aquí -dijo Selevan sin preámbulos mientras separaba una silla-. Me ha llamado para decirme que llegaría tarde. La poli estaba hablando con él y con Lew; están hablando con todo el mundo. ¿Ya han hablado con usted?

Dedicó un saludo marinero a Brian, que había salido de la cocina después de que Selevan entrara.

– ¿Lo de siempre? -dijo Brian.

– Sí -contestó Selevan, y luego le dijo a Daidre-: Incluso han hablado con Tammy, aunque fue porque la chica tenía algo que decirles y no porque tuvieran preguntas para ella. Bueno, ¿por qué iban a tenerlas? Conocía al chaval, pero eso era todo. Ojalá hubiera sido diferente, no me importa decirlo, pero ella no estaba interesada. Mejor que mejor, por cómo han ido las cosas, ¿eh? Pero ojalá lleguen al fondo de todo esto, maldita sea. También me sabe mal por la familia.

Daidre habría preferido que el anciano no hubiera decidido sentarse con ella, pero no se le ocurrió una excusa que pudiera transmitir educadamente su deseo de estar sola. Antes de hoy nunca había entrado en el Salthouse Inn con el propósito de estar sola, así que, ¿por qué iba a suponerlo ahora? Nadie iba al Salthouse Inn para estar solo, ya que el hostal era el lugar donde los habitantes de la zona se reunían para cotillear y conversar cordialmente, no para meditar.

– Quieren hablar conmigo -dijo, y le enseñó la nota que había encontrado en la cabaña. Estaba escrita en el dorso de la tarjeta de la inspectora Hannaford-. Ya hablé con ellos el día que murió Santo. No entiendo por qué quieren volver a interrogarme.

Selevan miró la tarjeta y le dio la vuelta.

– Parece serio, si han dejado la tarjeta y eso.

– Creo que más bien es porque no tengo teléfono. Pero hablaré con ellos, claro que lo haré.

– Procure buscarse un abogado. Tammy no lo hizo, pero fue porque ella tenía algo que decirles y no al revés, ya se lo he dicho. No es que escondiera algo. Tenía información, así que se la dio. -La miró ladeando la cabeza-. ¿Está escondiendo algo, hija mía?

Daidre sonrió y se guardó la tarjeta en el bolsillo mientras el anciano le devolvía el gesto.

– Todos tenemos secretos, ¿no? ¿Por eso me sugiere que me busque un abogado?

– Yo no he dicho eso -protestó Selevan-. Pero es usted un gran misterio, doctora Trahair. Lo hemos sabido desde el principio. Ninguna chica lanza los dardos como usted sin tener algo dudoso en su pasado, en mi opinión.