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– ¿Y si la verdad es que maté a Santo Kerne?

Lynley dudó un momento antes de contestar.

– No creo que ésa sea la verdad, francamente.

– ¿Tú eres un hombre sincero, Thomas?

– Intento serlo.

– ¿Incluso en mitad de un caso?

– Especialmente entonces, si es lo apropiado. A veces, con un sospechoso, no lo es.

– ¿Yo soy sospechosa?

– Sí -le dijo-. Por desgracia, lo eres.

– ¿Y por eso has ido a Falmouth a hacer preguntas sobre mí?

– ¿A Falmouth? No he ido a Falmouth por ninguna razón.

– Pero alguien ha ido a hablar con los vecinos de mis padres. Al parecer era alguien de New Scotland Yard. ¿Quién podría ser si no fuiste tú? ¿Y qué necesitarías saber sobre mí que no pudieras preguntarme directamente?

Lynley se levantó. Se acercó a su lado de la cama y se agachó delante de ella. Estaba más cerca de lo que a Daidre le habría gustado, así que se movió para levantarse. Él se lo impidió: bastó con ponerle una mano delicada en el brazo.

– No he ido a Falmouth, Daidre -aseguró-. Te lo juro.

– ¿Quién, entonces?

– No lo sé. -Clavó sus ojos en ella. Eran serios, fijos-. Daidre, ¿tienes algo que ocultar?

– Nada que pudiera interesar a Scotland Yard. ¿Por qué me están investigando?

– Cuando hay un asesinato se investiga a todo el mundo. Tú estás implicada porque el chico murió cerca de tu propiedad. Y… ¿existen otras razones? ¿Hay algo que no me hayas contado que te gustaría contarme ahora?

– No me refiero a por qué me investigan a mí. -Daidre intentó sonar despreocupada, pero la intensidad de su mirada se lo ponía difícil-. ¿Por qué Scotland Yard, quiero decir? ¿Qué hace Scotland Yard en esto?

Lynley volvió a levantarse y fue al hervidor eléctrico. Sorprendentemente, Daidre notó que sentía alivio y pena a la vez porque se hubiera alejado de ella, pues encontraba una especie de seguridad en su cercanía que no esperaba sentir. Thomas no respondió enseguida, sino que llenó el hervidor en la pila y lo encendió. Cuando habló para contestar a su siguiente pregunta, siguió sin mirarla.

– Thomas, ¿por qué están aquí?

– Bea Hannaford va escasa de personal. Debería tener una brigada de homicidios trabajando en el caso y no la tiene. Imagino que andarán cortos de recursos en el distrito y que la policía regional habrá solicitado ayuda a la Met.

– ¿Es habitual?

– ¿Involucrar a la Met? No, no lo es. Pero pasa.

– ¿Por qué querrían hacer preguntas sobre mí? ¿Y por qué en Falmouth?

Hubo silencio mientras Lynley cogía una bolsita de PG Tips y una taza. Tenía el ceño fruncido. Fuera, se cerró la puerta de un coche, luego otra. Se oyó un grito de alegría cuando unos clientes del bar se saludaron.

Al contestar, por fin se giró hacia ella.

– Como ya te he dicho, en una investigación de asesinato se examina a todo el mundo, Daidre. Tú y yo fuimos a Pengelly Cove en una misión parecida, por Ben Kerne.

– Pero no tiene sentido. Yo me crié en Falmouth, sí, de acuerdo. Pero ¿por qué pedirle a alguien que vaya allí y no a Bristol, donde está mi vida ahora?

– Quizá tengan a otra persona en Bristol -dijo Lynley-. ¿Tiene importancia por algo?

– Claro que la tiene. ¡Qué pregunta más absurda! ¿Cómo te sentirías tú si supieras que la policía está husmeando en tu pasado sin ningún motivo aparente, salvo el hecho de que un chico se cayera de un acantilado cerca de tu casa?

– Si no tuviera nada que esconder, imagino que no me importaría. Así que hemos vuelto al punto de partida. ¿Tienes algo que ocultar? ¿Tal vez sobre tu vida en Falmouth? ¿Sobre quién eres o lo que haces?

– ¿Qué podría tener que ocultar?

Lynley la miró fijamente antes de decir al fin:

– ¿Cómo podría tener yo la respuesta a eso?

Ahora Daidre sentía que iba por mal camino. Había ido a hablar con él, si no llena de indignación, al menos sí con la creencia de que estaba en una posición de fuerza: era la parte agraviada. Pero ahora tenía la sensación de que se habían vuelto las tornas. De que se habían lanzado los dados con demasiada fuerza y que, aun así, él había logrado cogerlos con destreza.

– ¿Hay algo más que quieras contarme? -volvió a preguntarle Thomas.

Daidre dijo lo único que podía decir.

– No, nada.

Capítulo 2 3

Bea tenía una cuña de escalada nueva encima de la mesa cuando la sargento Havers entró en el centro de operaciones la mañana siguiente. La había sacado de su envoltorio de plástico utilizando una navaja de precisión nueva y, por lo tanto, muy afilada. Tuvo que ir con cuidado, pero la operación no había requerido ni habilidad ni demasiado esfuerzo. Estaba en proceso de comparar la cuña con los diversos objetos cortantes que también tenía sobre la mesa.

– ¿Qué se propone? -le preguntó Havers. Era evidente que la sargento había parado en Casvelyn de Cornualles de camino a la comisaría. Bea olía las empanadas desde el otro lado de la sala y no le hizo falta buscar la bolsa para saber que la sargento Havers llevaba una en algún lugar de su persona.

– ¿El segundo desayuno? -le preguntó a la sargento.

– Me he saltado el primero -respondió Havers-. Sólo he tomado una taza de café y un zumo. Me ha parecido que me merecía algo con más sustancia.

Llevaba su amplio bolso de bandolera y de él sacó el manjar inculpatorio de Cornualles bien envuelto, pero del que, sin embargo, emanaba el aroma revelador.

– Unas cuantas de ésas y explotará como un globo -le dijo Bea-. Tómeselo con calma.

– Lo haré. Pero me parece fundamental degustar la cocina autóctona, esté donde esté.

– Pues qué suerte tiene de que no sean los sesos de cabra.

Havers hizo un sonido de desaprobación, algo que Bea interpretó corno su versión de una carcajada.

– También he sentido la necesidad de darle unas palabras de ánimo a nuestra Madlyn Angarrack -dijo Havers-. Ya sabe, cosas del estilo: no te preocupes, chica, anímate, ale, ale, vamos, al mal tiempo buena cara y después de la tormenta viene la calma. He descubierto que soy una verdadera fuente de tópicos.

– Qué amable. Estoy segura de que lo agradecerá. -Bea eligió una de las cizallas más pesadas y la aplicó con fuerza en el cable de la cuña. Sólo sintió un dolor atroz en el brazo-. Con esto no hay ni para empezar.

– Ya. Bueno, no ha sido muy simpática, pero sí ha aceptado una palmadita en el hombro, un gesto que no me ha costado mucho porque en ese momento estaba llenando el aparador.

– Mmm. ¿Y cómo se ha tomado la señorita Angarrack tu muestra de cariño?

– No se ha bajado del burro de ayer, se lo reconozco. Sabía que me proponía algo.

– ¿Se proponía algo? -De repente, Bea se fijó más en Havers.

La sargento sonreía con picardía. También estaba sacando una servilleta de papel con cuidado de su bolso. Lo llevó a la mesa de Bea y lo dejó con delicadeza encima.

– No podrá utilizarse en un tribunal, claro, Pero aquí tiene igualmente la servilleta para realizar una comparativa, si quiere. No una comparativa normal de ADN porque no hay piel, sino una de las otras, mitocondrial. Supongo que podremos utilizarlo para eso si hace falta.

Lo que vio Bea mientras desplegaba la servilleta era un cabello. Bastante oscuro, un poquito rizado. Miró a Havers.

– Qué astuta. De su hombro, supongo.

– Lo lógico sería pensar que les obligan a llevar gorros o redecillas o algo así si tienen que manipular alimentos, ¿no? -Havers se estremeció de manera teatral y dio un buen mordisco a la empanada-. He creído que debía colaborar con la higiene de Casvelyn. Y, de todos modos, he pensado que tal vez le gustaría tenerlo.