– Nadie me había traído nunca un regalo tan atento -le dijo Bea-. Puede que me esté enamorando de usted, sargento.
– Por favor, jefa -dijo Havers, levantando la mano-. Tendrá que ponerse a la cola.
Bea sabía que, como había dicho Havers, no podrían utilizar el cabello para construir una acusación contra Madlyn Angarrack, teniendo en cuenta cómo lo había obtenido la sargento. No les serviría de nada, salvo para cerciorarse a través de la comparativa de que el cabello que ya habían encontrado en el equipo de Santo Kerne pertenecía a su ex novia. Pero al menos era algo, un estímulo necesario. Bea lo guardó en un sobre y lo etiquetó cuidadosamente para que Duke Clarence Wahoe lo examinara en Chepstow.
– Creo que todo está relacionado con el sexo y la venganza -dijo Bea cuando acabó de ocuparse del cabello. Havers separó una silla y se sentó con la inspectora, masticando la empanada con evidente deleite.
Se pasó un trozo a un lado de la boca y dijo:
– ¿Sexo y venganza? ¿Cómo lo ha determinado?
– Me he pasado toda la noche pensando en ello y siempre volvía a la traición inicial.
– ¿El lío de Santo Kerne con la doctora Trahair?
– Madlyn buscó vengarse con esto -Bea levantó la cuña con una mano y con la otra, una cizalla- y esto. O lo hizo uno de los hombres por ella, después de que ella le suministrara dos de las cuñas que había birlado del maletero de Santo. Ella ya se había encargado de la eslinga. Esa parte fue fácil, pero las cuñas requieren bastante más fuerza de la que tiene ella, así que necesitó que alguien la ayudara. Sabría dónde guardaba Santo su equipo. Lo único que necesitaba era alguien dispuesto a ser su cómplice.
– ¿Sería alguien que también tuviera que ajustar cuentas con Santo?
– O alguien que esperara ganarse el favor de Madlyn ayudándola.
– Me parece propio de ese tal Will Mendick. Santo la trataba mal y Will quería darle una lección por el bien de ella; también quería beneficiarse a Madlyn.
– Así lo veo yo. -Bea dejó la cuña sobre la mesa-. Por cierto, ¿ha visto a su comisario Lynley esta mañana?
– No es mi…
– Sí, sí, ya lo hemos discutido. Él dice lo mismo de usted.
– ¿Ah, sí? -Havers masticó pensativa-. No sé muy bien cómo tomármelo.
– Ya lo meditará luego. Por ahora, ¿qué?
– Se ha marchado a Exeter. La segunda parte de lo que sea que hizo ayer, dice. Pero…
Bea entrecerró los ojos.
– ¿Pero…?
Havers parecía apenada por tener que mencionar la siguiente información.
– La doctora Trahair fue a verle. Ayer, a última hora de la tarde.
– ¿Y usted no la trajo…?
– No lo sabía, jefa. Yo no la vi. Y de todos modos, como todavía no la he visto nunca, tampoco la reconocería aunque pasara volando montada en una escoba por delante de mi coche. No me lo ha contado hasta esta mañana.
– ¿No le vio en la cena anoche?
Havers no parecía contenta antes de decir:
– Sí. Supongo que sí.
– ¿Y no le dijo nada sobre su visita?
– Eso es. Pero tiene muchas cosas en la cabeza. Tal vez no pensó en contármelo.
– No sea absurda, Barbara. Sabía muy bien que queríamos hablar con ella, maldita sea. Tendría que habérselo contado. Tendría que haberme llamado. Tendría que haber hecho casi cualquier cosa menos lo que hizo. Ese hombre está pisando terreno resbaladizo.
Havers asintió.
– Por eso se lo he dicho. No porque sepa que está pisando terreno resbaladizo, quiero decir, sino porque sé que es importante. Quiero decir, es importante no porque no se lo dijera, sino porque… No que fuera a verle, lo importante no es eso. Lo que quiero decir es que es importante que haya reaparecido y he pensado…
– ¡De acuerdo, de acuerdo! Jesús, María y José, basta ya. Ya veo que no puedo esperar que se chive de su todopoderosa Ilustrísima, pase lo que pase, así que voy a tener que encontrar a alguien dispuesto a chivarse de usted. Y no tenemos personal para eso precisamente, ¿verdad, sargento? ¿Qué pasa, maldita sea?
Eso último se lo dijo al sargento Collins, que había aparecido en la puerta del centro de operaciones. Estaba encargándose de los teléfonos en el piso de abajo, aunque no sirviera de mucho, mientras el resto del equipo continuaba con las tareas que había asignado antes, la mayoría de las cuales consistían en revisar detalles antiguos.
– Ha venido a verla la doctora Trahair, jefa -le dijo el sargento Collins-. Dice que quería usted que se pasara por la comisaría.
Bea retiró la silla y dijo:
– Bueno, gracias a Dios. Esperemos llegar a alguna parte.
Una hora imprevista de investigación en Exeter proporcionó a Lynley el nombre de la empresa de gestión inmobiliaria que, descubrió, ya no era propiedad de Jonathan Parsons, padre del chico que se había ahogado tiempo atrás en Pengelly Cove. Antes llamada Parsons, Larson y Waterfield, ahora era R. Larson Estate Management Ltd. y no se encontraba lejos de la catedral medieval, en una zona que parecía apetecible para los negocios. Su director resultó ser un hombre de bronceado cuestionable y barba gris de unos sesenta y tantos años. Parecía tener preferencia por los vaqueros, una dentadura excepcional y las camisas de vestir deslumbrantemente blancas sin corbata. La «R», descubrió Lynley, correspondía al insólito nombre nada británico de Rocco. La madre de Larson -que había pasado a mejor vida hacía tiempo- sentía devoción por los santos católicos más desconocidos, le explicó el hombre. Era una especie de igualdad de derechos. Su hermana se llamaba Perpetua. Él no utilizaba el nombre de Rocco, sino Rock, que era como podía llamarle Lynley si quería.
Lynley dio las gracias al hombre, dijo que prefería llamarle «señor Larson» si no le importaba y le mostró su placa de Scotland Yard, momento en que Larson pareció alegrarse de que Lynley hubiera decidido mantener cierto grado de formalidad entre ellos.
– Ah -dijo Larson-. Supongo que no tiene una propiedad que desee alquilar.
– Supone correctamente -le dijo Lynley, y le preguntó si podía dedicarle unos minutos-. Me gustaría hablar con usted sobre Jonathan Parsons. Tengo entendido que en su momento fueron socios.
Larson estuvo encantado de charlar sobre «el pobre Jon», como lo llamó él, y condujo a Lynley a su despacho. Era sobrio y masculino: cuero y metal con fotografías de la familia en sencillos marcos negros. La esposa rubia mucho más joven, dos hijos vestidos con el uniforme pulcro del colegio, el caballo, el perro, el gato y el pato. Todas parecían tener un brillo demasiado profesional. Lynley se preguntó si eran de verdad o eran el tipo de fotografías que acompañan a los marcos que se venden en las tiendas.
Larson no esperó a que lo interrogara. Se lanzó a contar su historia y no necesitó que lo animara demasiado a continuar. Había sido socio de Jonathan Parsons y de un tipo llamado Henry Waterfield, ahora fallecido. Los dos tenían unos diez años más que Larson y por eso él comenzó como administrador junior de la empresa. Pero era una persona con empuje, aunque lo dijera él mismo, y al cabo de poco tiempo, compró los derechos para convertirse en socio. A partir de entonces, fueron tres hasta la muerte de Waterfield, momento en que fueron Parsons y Larson, que era un poco un trabalenguas, por lo que conservaron el nombre original.
Todo marchó sobre ruedas hasta que murió el hijo de Parsons. En ese momento, las cosas comenzaron a desmoronarse.
– El pobre Jon era incapaz de cumplir con el negocio, ¿quién puede culparle? Empezó a pasar más y más tiempo en Pengelly Cove. Es donde el accidente… la muerte…
– Sí -dijo Lynley-, lo sé. Al parecer creía saber quién había dejado a su hijo en la cueva.
– Exacto. Pero no pudo conseguir que la policía detuviera al asesino. No había pruebas, le dijeron. Ni pruebas, ni testigos, ni nadie que hablara por mucho que presionaran… No había nada que pudieran hacer, literalmente. Así que contrató a su propio equipo, y cuando también fracasó, contrató a otro; cuando ése fracasó, a otro y luego a otro. Al final se trasladó a la cala de manera permanente… -Larson miró una fotografía en la pared, una vista aérea de Exeter, como si fuera a trasladarle en el tiempo-. Creo que debió de ser dos años después de la muerte de Jamie, quizá tres. Decía que quería estar allí para recordarle a la gente que el asesinato (siempre lo llamaba asesinato, pasara lo que pasase) había quedado impune. Acusó a la policía de haber hecho una chapuza de principio a fin. Estaba… Obsesionado, francamente. Pero no puedo culparle. No lo hice entonces y no lo hago ahora. Aun así, no estaba generando dinero para el negocio y aunque yo podría haberle cubierto durante un tiempo, empezó a… Bueno, él lo llamaba «tomar prestado». Mantenía una casa y una familia aquí en Exeter (había tres hijos más, las tres niñas), mantenía una casa en Pengelly Cove y estaba orquestando varias investigaciones con gente que quería cobrar por su tiempo y dedicación. Se le hizo todo una montaña. Necesitaba dinero y lo cogió. -Detrás de su escritorio, Larson juntó los dedos de las manos-. Me sentí fatal, pero mis opciones eran claras: dejar que Jon nos hundiera o llamarle la atención sobre lo que estaba haciendo. Elegí. No es agradable, pero no vi otra opción.