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– Lo denunció por desfalco.

Larson levantó una mano.

– No podía ir tan lejos. No podía y no quería, después de lo que le había pasado al pobre desgraciado. Pero le dije que tendría que entregarme el negocio, fue la única manera que se me ocurrió para salvarlo. No iba a parar.

– ¿Parar?

– De intentar llevar al asesino ante la justicia.

– La policía creía que era una broma que se torció, no un asesinato premeditado. Nunca un asesinato.

– Pudo ser eso, sin duda, pero Jon no lo veía así. Adoraba al chico. Sentía devoción por todos sus hijos, pero estaba especialmente entusiasmado con Jamie. Era el tipo de padre que todos queremos ser y que todos deseamos haber tenido, ya me entiende. Practicaban pesca de altura, esquiaban, surfeaban, recorrieron Asia en mochila. Cuando Jon pronunciaba el nombre del chico, se hinchaba de orgullo.

– He oído que el chico era… -Lynley buscó la palabra-. He oído que era bastante difícil según los chavales de Pengelly Cove.

Larson juntó las cejas. Eran finas, bastante femeninas. Lynley se preguntó si se las depilaba.

– No sé nada de eso. Era buen chico, básicamente. Bueno, quizás un poco engreído, teniendo en cuenta que seguramente la familia tenía mucho más dinero que las familias de los niños del pueblo y que su padre le daba un trato preferencial. Pero ¿qué chaval de su edad no es engreído?

Larson siguió hablando para completar la historia, que dio un giro triste pero no insólito, por lo que Lynley sabía de las familias que se enfrentaban a la angustia de la muerte prematura de un hijo. Poco después de que los Parsons perdieran el negocio, su mujer se divorció de él. Volvió a matricularse en la universidad, terminó sus estudios y al final llegó a directora del instituto local. Larson creía que había vuelto a casarse en algún momento, pero no estaba seguro. Probablemente alguien del instituto podría decírselo.

– ¿Qué fue de Jonathan Parsons? -preguntó Lynley.

Seguía en Pengelly Cove, por lo que sabía Larson.

– ¿Y las hijas? -preguntó Lynley.

No tenía ni idea.

* * *

Daidre se había pasado parte de las primeras horas de la mañana pensando en la lealtad. Sabía que algunas personas creían firmemente en el principio del «sálvese quien pueda». Su problema era que siempre había sido incapaz de actuar de esa manera.

Reflexionó sobre la idea de lo que debía a otras personas frente a lo que se debía a sí misma. Pensó en el deber, pero también en la venganza. Se planteó de qué manera «hacérselo pagar a alguien» tan sólo era un eufemismo cuestionable para «no aprender nada». Intentó decidir si, realmente, había lecciones vitales que aprender o si la vida era un revoltijo sin sentido de años que transcurrían sin ton ni son.

Al final se enfrentó a la verdad: no tenía respuesta a ninguna de las grandes cuestiones filosóficas de la vida. Así que decidió enfrentarse a lo que tenía justo delante y fue a Casvelyn a satisfacer la petición de hablar con la inspectora Hannaford.

La inspectora fue a buscarla personalmente a la recepción. La acompañaba otra mujer que Daidre reconoció como la conductora del Mini mal vestida que había hablado con Thomas Lynley en el aparcamiento del Salthouse Inn. Hannaford la presentó como la sargento Barbara Havers de New Scotland Yard, y Daidre sintió un escalofrío. Sin embargo, no tuvo tiempo para especular sobre qué significaba aquello, porque después de un «acompáñenos» ligeramente hostil de Hannaford, la condujeron a las entrañas de la comisaría, un trayecto breve de unos quince pasos que las llevó a lo que parecía ser la única sala de interrogatorios.

Era evidente que en Casvelyn no se interrogaba demasiado. Después de una pared de lo que parecían cajas de papel higiénico y de cocina, encima de una mesita plegable discapacitada con tres patas rectas y una con un codo protuberante descansaba una grabadora pequeña que parecía lo bastante polvorienta como para sembrar verduras en ella. No había sillas, sólo una escalera de tres peldaños, aunque un grito de enfado de Hannaford en dirección a la puerta evitó la necesidad de utilizar las cajas de papel higiénico y de cocina para ese propósito. El sargento Collins -como le llamó- apareció corriendo. Rápidamente les proporcionó sillas de plástico incómodas, pilas para la grabadora y una cinta. Resultó ser un casete antiguo de grandes éxitos de Lulu de 1970, pero obviamente, tendría que servir.

Daidre quería consultar cuál era el objetivo de grabar su conversación, pero sabía que considerarían que la pregunta no era sincera. Así que se sentó y esperó a lo que sucediera a continuación, que fue que la sargento Havers sacó una libretita de espiral del bolsillo de su chaquetón, el cual, por alguna razón, no se había quitado a pesar de la incomodidad de la temperatura tropical del edificio.

La inspectora Hannaford preguntó a Daidre si quería algo antes de empezar. ¿Café, té, zumo, agua? Daidre dijo que no. Estaba bien, contestó, y luego se descubrió pensando en aquella respuesta. No estaba bien en absoluto. Se sentía inquieta mentalmente, tenía las palmas de las manos débiles y estaba resuelta a no permitir que se le notara.

Parecía que sólo había una manera de conseguirlo: pasar al ataque.

– Me dejó esta nota -dijo, y sacó la tarjeta de la inspectora con el mensaje garabateado en el dorso-. ¿De qué quiere hablar conmigo?

– Diría que es bastante obvio, puesto que nos encontramos en mitad de una investigación de asesinato -contestó Hannaford.

– En realidad, no es nada obvio.

– Pues pronto lo será, querida. -Hannaford metió el casete hábilmente en la grabadora, aunque parecía tener dudas sobre cómo funcionaba. Pulsó una tecla, vio que la cinta empezaba a girar y recitó la fecha, la hora y las personas presentes. Luego le dijo a Daidre-: Háblenos de Santo Kerne, doctora Trahair.

– ¿Qué quieren que les diga?

– Lo que sepa.

Todo aquello era pura rutina: los primeros movimientos del gato y el ratón en un interrogatorio. Daidre dio la respuesta más sencilla que pudo.

– Sé que murió al caer del acantilado norte de Polcare Cove.

Hannaford no parecía satisfecha con la contestación.

– Qué amable por su parte aclarárnoslo. Sabía quién era cuando le vio. -Fue una afirmación, no una pregunta-. Así que nuestra primera conversación se basó en una mentira. ¿Sí?

La sargento Havers escribía a lápiz, vio Daidre. Rechinaba en el papel de la libreta y el sonido -normalmente inocuo- en esta situación era como las uñas en una pizarra.