– No le miré bien -dijo Daidre-. No había tiempo.
– Pero le buscó el pulso, ¿verdad? Fue la primera en llegar a la escena. ¿Cómo pudo comprobar si estaba vivo sin mirarle?
– No hace falta mirar la cara de la víctima para comprobar si está viva, inspectora.
– Eso es una evasiva. ¿Acaso es realista comprobar si alguien está vivo sin mirarle? Como primera persona en llegar a la escena, anocheciendo…
– Fui la segunda en llegar -la interrumpió Daidre-. Thomas Lynley fue el primero.
– Pero usted quiso ver el cuerpo. Pidió ver el cuerpo; insistió. No confió en la palabra del comisario Lynley cuando le dijo que el chico estaba muerto.
– No sabía que era el comisario Lynley -le dijo Daidre-. Llegué a la cabaña y le encontré dentro. Podría haber sido un ladrón, que yo supiera. Era un desconocido, totalmente desaseado, como vio usted misma, con un aspecto bastante salvaje y que afirmaba que había un cadáver en la cala y que necesitaba que lo llevaran a algún sitio para llamar por teléfono. Me pareció que no tenía sentido acceder a llevarle a ninguna parte sin comprobar primero que estaba diciendo la verdad.
– O sin comprobar quién era el chico. ¿Pensó que podría ser Santo?
– No tenía ni idea de quién iba a ser. ¿Cómo iba a saberlo? Quería ver si podía ayudar de algún modo.
– ¿De qué modo?
– Si estaba herido…
– Usted es veterinaria, doctora Trahair. No es médico de urgencias. ¿Cómo esperaba ayudarle?
– Las heridas son heridas. Los huesos son huesos. Si podía ayudar…
– Y cuando le vio supo quién era. Estaba bastante familiarizada con el chico, ¿verdad?
– Sabía quién era Santo Kerne, si se refiere a eso. No es una zona muy poblada. La mayoría de la gente acaba conociéndose al final, aunque sólo sea de vista.
– Pero supongo que usted lo conocía un poco más íntimamente que sólo de vista.
– Pues supone mal.
– No es lo que me han dicho, doctora Trahair. En realidad, tengo que decirle que no es lo que han visto.
Daidre tragó saliva. Se fijó en que la sargento Havers había dejado de escribir y no estaba segura de cuándo había ocurrido. Aquello le dijo que había estado menos concentrada de lo que necesitaba estar y quiso recuperar la posición con la que había empezado.
– New Scotland Yard -le dijo a la sargento Havers por encima de los latidos fuertes de su corazón-. ¿Es usted el único agente de Londres que está trabajando en el caso? Aparte del comisario Lynley, quiero decir.
– Doctora Trahair -dijo Hannaford-, eso no tiene nada que ver con…
– New Scotland Yard, la Met. Pero usted debe de ser de… ¿Cómo lo llaman? ¿La brigada criminal? ¿De homicidios? ¿El departamento de investigación criminal? ¿O lo llaman de otra manera ahora?
Havers no contestó. Sin embargo, miró a Hannaford.
– Supongo que también conocerá a Thomas Lynley, entonces. Si él es de New Scotland Yard y usted también y los dos trabajan en el mismo… ¿campo, debería decir? Tienen que conocerse. ¿Me equivoco?
– Que la sargento Havers y el comisario Lynley se conozcan o no no es de su incumbencia -dijo Hannaford-. Tenemos un testigo que sitúa a Santo Kerne en la puerta de su casa, doctora Trahair. Tenemos un testigo que le sitúa dentro de su casa. Si quisiera explicarnos cómo alguien a quien sólo conocía de vista llamó a su puerta y fue admitido en su casa nos encantaría escucharla.
– Imagino que fue usted quien estuvo en Falmouth haciendo preguntas sobre mí -dijo Daidre a Havers.
La sargento la miró inexpresiva, con cara de póquer. Pero Hannaford, sorprendentemente, se delató. De repente, aunque sólo por un momento, dirigió su atención a Havers y en su mirada hubo cierta especulación. Daidre la interpretó como sorpresa y sacó una conclusión lógica.
– E imagino que fue Thomas Lynley, y no la inspectora Hannaford, quien le dijo que lo hiciera. -Fue una afirmación rotunda. No quería detenerse demasiado en cómo se sentía por aquello y no necesitaba la respuesta porque sabía que tenía razón.
Lo que sí necesitaba, por otro lado, era sacar a la policía de su vida. Por desgracia, sólo había una forma de conseguirlo y tenía que ver con información: dar un nombre que les llevaría en una dirección distinta. Descubrió que estaba deseando hacerlo.
Se dirigió a Hannaford.
– Están buscando a Aldara Pappas -dijo-. La encontrarán en un lugar llamado Cornish Gold. Es una sidrería.
Después de que Lynley se marchara del despacho de Rock Larson, encontrar a la ex mujer de Jonathan Persons consumió otros noventa minutos de su tiempo. Empezó por el instituto, donde averiguó que Niamh Parsons se había convertido hacía tiempo en Niamh Triglia y también que, más recientemente, se había jubilado. Durante años había vivido no muy lejos de la escuela, pero si seguía allí o no después de dejar las clases… ¿Quién sabía? Fue lo máximo que pudieron decirle.
De ahí visitó una dirección que rescató a través del sencillo método de curiosear en la biblioteca pública. Como sospechaba, los Triglia ya no vivían en Exeter, pero no estaba en un callejón sin salida. Mostró su placa, preguntó a algunos vecinos y obtuvo su nuevo lugar de residencia. Como muchos otros antes que ellos, se habían mudado a climas más cálidos. Gracias a Dios, no resultó ser la costa española, sino la de Cornualles, que, si bien no tenía un clima mediterráneo, era lo mejor que podía ofrecer Inglaterra en cuanto a condiciones que podrían considerar templadas quienes poseyeran un optimismo tenaz. Los Triglia eran de ésos. Vivían en Boscastle.
Esto significaba otro viaje largo, pero el día era agradable y la época del año todavía no había convertido Cornualles en un aparcamiento alargado con algún que otro entretenimiento visual. Llegó a Boscastle en relativamente poco tiempo y pronto se encontró caminando hacia una calle residencial empinada que subía desde el antiguo puerto de pescadores, una ensenada protegida por enormes acantilados de pizarra y roca volcánica. Lo que se suponía que era la calle principal empezaba al principio de la subida -con algunas tiendas de piedra sin pintar dedicadas al negocio del turismo y algunas más que cubrían las necesidades de los habitantes del pueblo- y después venía Old Street, donde se encontraba el hogar de los Triglia. Se enclavaba no muy lejos de un obelisco dedicado a los muertos de las dos guerras mundiales. Se llamaba Lark Cottage y estaba encalada como una casa de Santorini, con densos montículos de brezo que crecían delante y hermosas prímulas plantadas en jardineras. De las ventanas colgaban cortinas blancas impecables y la puerta estaba pintada de verde. Cruzó un puente minúsculo de pizarra sobre una alcantarilla honda delante del edificio y cuando llamó a la puerta sólo tuvo que esperar un momento a que le abriera una mujer con un delantal, las gafas salpicadas de lo que parecía grasa y el pelo gris apartado de la cara y con un recogido en la coronilla que parecía una fuente hirsuta.
– Estoy cocinando pastelitos de cangrejo -dijo a propósito, al parecer, de su aspecto general y, en concreto, de su agobio-. Lo siento, pero no puedo ausentarme más que un momento.
– ¿La señora Triglia? -le preguntó Lynley.
– Sí, sí. Oh, por favor, vaya deprisa. Detesto ser maleducada, pero se quedan secos enseguida si los dejas demasiado rato.
– Thomas Lynley, de New Scotland Yard. -Mientras anunciaba su identificación completa, se dio cuenta de que era la primera vez que lo hacía desde la muerte de Helen. Parpadeó al darse cuenta y notar un dolor rápido pero fugaz. Enseñó su placa a la mujer-. ¿Niamh Triglia? ¿Ex señora Parsons?
– Sí, soy yo -contestó ella.
– Necesito hablar con usted sobre su ex marido, Jonathan Parsons. ¿Podría pasar?