– Oh, sí. Claro.
Se apartó de la puerta para dejarle entrar. Lo condujo por un salón dedicado principalmente a las estanterías, que a su vez estaban dedicadas por completo a libros de bolsillo intercalados con fotografías familiares y alguna que otra concha marina, piedra interesante o estatuilla de madera. Más allá, la cocina daba a un pequeño jardín trasero con césped, parterres arreglados que lo bordeaban y en el centro un árbol que empezaba a echar hojas.
Allí en la cocina, los pastelitos de cangrejo se las arreglaban para provocar un desorden impresionante. Las salpicaduras de aceite caliente sobre los fogones caracterizaban el caos, seguidas por un escurridero lleno de cuencos, latas, cucharas de madera, una huevera y una cafetera de émbolo cuyo líquido había desaparecido hacía tiempo y cuyos posos parecían olvidados años atrás. Niamh Triglia se acercó a los fogones y dio la vuelta a los pastelitos de cangrejo, que soltaron nuevas salpicaduras.
– Lo difícil es conseguir que las migas de pan se doren sin que la masa se empape de tanto aceite que tengas la sensación de estar comiendo patatas fritas mal hechas. ¿Usted cocina, señor…? Es comisario, ¿no?
– Sí -dijo él-, a lo de comisario. En cuanto a lo de cocinar, no es uno de mis fuertes.
– Es mi pasión -confesó ella-. Tenía tan poco tiempo para hacerlo bien cuando era maestra que en cuanto me jubilé me sumergí por completo en ello. Cursos de cocina en el centro cívico, programas de tele, ese tipo de cosas. El problema llega a la hora de comer.
– ¿Sus esfuerzos no la satisfacen?
– Al contrario, me satisfacen demasiado. -Se señaló el cuerpo, cubierto en gran parte por el delantal-. Intento reducir las recetas a una persona, pero las matemáticas nunca fueron lo mío y la mayoría de las veces cocino suficiente para cuatro personas como mínimo.
– ¿Vive sola, entonces?
– Mmmm. Sí. -Utilizó la esquina de la espumadera para levantar uno de los pastelitos de cangrejo y examinar el nivel de dorado-. Perfecto -murmuró. De un armario cercano cogió un plato, que cubrió con varias capas de papel de cocina, y de la nevera sacó un mortero-. Alioli -dijo, acercando la barbilla a la mezcla-. Ajo, limón, pimiento rojo, etcétera. El secreto de un buen alioli es conseguir el equilibrio de sabores correcto. Eso y el aceite de oliva, naturalmente. Es fundamental un AOVE muy bueno.
– Disculpe, ¿un qué? -Lynley se preguntó si se trataba de un estilo de cocina.
– Un AOVE: aceite de oliva virgen extra. El más virgen que pueda encontrar, si es que hay grados de virginidad para las aceitunas. Si le soy sincera, nunca he estado segura de qué significa que un aceite de oliva sea virgen extra. ¿Las aceitunas son vírgenes? ¿Las recogen vírgenes? ¿Las prensan vírgenes?
Llevó el cuenco de alioli a la mesa de la cocina y regresó a los fogones, donde comenzó a colocar con cuidado los pastelitos de cangrejo sobre el papel de cocina que cubría el plato. Cogió más papel, lo puso sobre los pastelitos y lo presionó delicadamente contra la masa para eliminar el máximo de aceite residual. Luego, sacó del horno tres platos más y Lynley comprobó a qué se refería con no conseguir reducir sus recetas y cocinar sólo para una persona. Cada plato estaba adornado de manera similar con papel de cocina y pastelitos de cangrejo. Parecía que había preparado más de una docena.
– No es necesario que el cangrejo sea fresco -le explicó-, puede ser de lata. Sinceramente, creo que si el cangrejo se utiliza en un plato cocinado en realidad no se nota la diferencia. Por otro lado, si se va a comer con algo crudo, una ensalada, para acompañar una tarta de verduras, es mejor optar por el fresco. Pero hay que asegurarse de que sea fresco fresco, pescado ese día, quiero decir. -Colocó los platos en la mesa y le dijo que se sentara. Esperaba que se diera el capricho o se temía que se los comería todos ella, ya que sus vecinos no apreciaban sus esfuerzos culinarios tanto como a ella le gustaría-. Ya no tengo familia para quien cocinar. Las niñas están desperdigadas y mi marido murió el año pasado.
– Lo lamento.
– Es muy amable. Murió de repente, así que fue un shock terrible porque estuvo perfectamente hasta el día anterior. Estaba hecho un atleta. Se quejaba de una jaqueca que no se le iba y murió la mañana siguiente mientras se ponía los calcetines. Oí un ruido y fui a ver qué ocurría y me lo encontré en el suelo. Un aneurisma. -Bajó la mirada con el ceño fruncido-. Fue difícil no poder despedirme de él.
Lynley sintió que la gran quietud del recuerdo lo envolvía. Perfectamente bien por la mañana y perfectamente muerta por la tarde. Se aclaró la garganta con aspereza.
– Sí. Me lo supongo.
– Bueno, al final nos recuperamos de estas cosas -dijo. Lo miró con una sonrisa trémula-. Al menos, es lo que esperamos. -Se acercó al armario y sacó dos platos; de un cajón cogió cubiertos. Puso la mesa-. Por favor, siéntese comisario.
Le encontró una servilleta de tela y utilizó la suya para limpiarse primero las gafas. Sin ellas, tenía la mirada aturdida del miope de toda la vida.
– Ahora sí que le veo bien -dijo cuando terminó de frotarlas a su gusto-. Madre mía, qué apuesto es usted. Me dejaría bastante cohibida si tuviera su edad. ¿Cuántos años tiene, por cierto?
– Treinta y ocho.
– Vaya, ¿qué son treinta y ocho años de diferencia entre amigos? -preguntó-. ¿Está casado, querido?
– Mi mujer… Sí. Lo estoy.
– ¿Y es guapa su mujer?
– Sí.
– ¿Es rubia como usted?
– No. Es bastante morena.
– Entonces formarán una pareja muy bella. Francis y yo, mi marido, nos parecíamos tanto que cuando éramos jóvenes a menudo nos tomaban por hermanos.
– Entonces, ¿estuvieron casados muchos años?
– Veintidós, casi. Pero lo conocí antes de casarme por primera vez. Fuimos juntos al colegio. ¿No es extraño que algo tan sencillo como eso, ir juntos al colegio, pueda forjar un vínculo y facilitar las cosas entre dos personas que vuelven a encontrarse más adelante en la vida, aunque no hayan hablado en años? No hubo ningún periodo de incomodidad entre nosotros cuando empezamos a vernos después de que Jon y yo nos divorciáramos. -Cogió una cucharada de alioli del mortero y se lo pasó para que hiciera lo mismo. Probó el pastelito de cangrejo y dijo-: No está mal. ¿Qué le parece?
– Está riquísimo.
– Adulador. Apuesto y bien educado, veo. ¿Su mujer es buena cocinera?
– Es pésima.
– Entonces tendrá otras virtudes.
Pensó en Helen: su risa, esa alegría incontenible, tanta compasión.
– Creo que tiene cientos de virtudes.
– Lo que hace que las aptitudes culinarias sean indiferentes…
– Totalmente irrelevantes; siempre está la comida a domicilio.
– ¿Verdad que sí? -Le sonrió y luego añadió-: Estoy haciendo tiempo, como ya habrá supuesto. ¿Le ha pasado algo a Jon?
– ¿Sabe dónde está?
La mujer negó con la cabeza.
– Hace años que no hablo con él. Nuestro hijo mayor…
– Jamie.
– Ah. ¿Sabe lo de Jamie? -Y cuando Lynley asintió, ella prosiguió diciendo-: Supongo que todos tenemos cicatrices de nuestra infancia por algún motivo u otro y Jon vivió lo suyo. Su padre era un hombre severo, con ideas fijas sobre qué debían hacer sus hijos con sus vidas, que decidió que debían dedicarse a la ciencia. Es una estupidez decidir sobre la vida de tus hijos, pienso yo, pero ahí lo tiene, es lo que hizo. Por desgracia, ninguno de los chicos tenía el más mínimo interés en la ciencia, así que los dos le decepcionaron y nunca permitió que lo olvidaran. Jon estaba resuelto a no ser ese tipo de padre para nuestros hijos, en especial para Jamie, y debo decir que lo hizo muy bien. Los dos lo hicimos muy bien como padres. Yo me quedé en casa con los niños porque él insistió y yo accedí; creo que eso influyó. Estábamos unidos a los niños, y los críos entre ellos, aunque se llevaran algunos años. En cualquier caso, éramos una familia muy bien avenida y muy feliz.