– Y entonces murió su hijo.
– Y entonces murió Jamie. -Dejó el cuchillo y el tenedor en la mesa y juntó las manos en su regazo-. Jamie era un chico encantador. Bueno, tenía sus peculiaridades, qué chaval de su edad no las tiene, pero en el fondo era encantador, y cariñoso. Y muy muy bueno con sus hermanas pequeñas. Su muerte nos destrozó a todos, pero Jon no pudo aceptarlo. Yo pensaba que al final lo asumiría. «Dale tiempo», me decía. Pero cuando la vida de una persona pasa a centrarse en la muerte de otra y en nada más… Verá, yo tenía que pensar en las niñas. Tenía que pensar en mí. No podía vivir de aquella manera.
– ¿Cómo?
– No hablaba de otra cosa y, por lo que yo veía, no pensaba en otra cosa. Era como si la muerte de Jamie hubiera invadido su cerebro y hubiera borrado todo lo que no tuviera que ver con la muerte de Jamie.
– Me han dicho que no se quedó satisfecho con la investigación y que organizó la suya propia.
– Debió de organizar media docena. Pero no sirvió de nada. Y cada vez que no servía de nada, se volvía un poco más loco. A esas alturas, naturalmente, ya había perdido el negocio y habíamos gastado todos nuestros ahorros y perdido la casa; aquello empeoró las cosas porque Jon sabía que era el responsable de lo que estaba ocurriendo, pero no podía parar. Intenté decirle que llevar a alguien ante la justicia no influiría en su dolor ni en su pérdida, pero él creía que sí, estaba seguro, igual que la gente cree que la ejecución del asesino de su ser querido mitigará de algún modo su desolación. Pero ¿cómo puede mitigarla, en realidad? La muerte de un asesino no trae a nadie de vuelta y eso es lo que queremos y nunca podemos conseguir.
– ¿Qué ocurrió con Jonathan cuando se divorciaron?
– Los primeros tres años más o menos me llamaba de vez en cuando. Para informarme de las «novedades», decía. Naturalmente, nunca hubo ninguna novedad viable de la que informar, pero necesitaba creer que estaba haciendo progresos en lugar de lo que estaba haciendo en realidad.
– ¿Que era?
– Que fuera más y más difícil que alguien involucrado en la muerte de Jamie se… desmoronara, supongo que es la palabra. Creía que se trataba de una enorme conspiración en la que estaba implicado todo Pengelly Cove, donde él era el intruso y ellos la comunidad callada resuelta a proteger a los suyos.
– ¿Pero usted no lo creía?
– Yo no sabía qué creer. Quería apoyar a Jon y al principio lo intenté, pero para mí la cuestión era que Jamie estaba muerto. Le habíamos perdido, todos, y nada de lo que Jon hiciera iba a cambiar eso. Supongo que podría decirse que me centré en ese hecho y me parecía, para bien o para mal, que el resultado de lo que estaba haciendo Jon era mantener viva la muerte de Jamie, como una herida que te rascas y vuelve a sangrar en lugar de permitir que se cure. Y yo creía que lo que todos necesitábamos era curarnos.
– ¿Volvió a verle? ¿Sus hijas volvieron a verle?
La mujer negó con la cabeza.
– ¿Y no es sumar una tragedia a otra tragedia? Nuestro hijo tuvo una muerte horrible, pero Jon perdió a los cuatro por decisión propia porque eligió al muerto por encima de los vivos. Para mí, esa tragedia es mayor que haber perdido a nuestro hijo.
– Algunas personas no tienen otro modo de reaccionar a una pérdida repentina e inexplicable -dijo Lynley en voz baja.
– Imagino que tiene razón. Pero en el caso de Jon, pienso que fue una elección consciente. Y de esta manera, decidió vivir como había vivido siempre, poniendo a Jamie por delante. Mire, le enseñaré a qué me refiero.
Se levantó de la mesa y, limpiándose las manos en el delantal, entró en el salón. Lynley vio que se acercaba a las estanterías abarrotadas, de donde cogió una fotografía de entre las muchas que había expuestas. La llevó a la cocina y se la entregó, diciendo:
– A veces las fotografías dicen cosas que las palabras no pueden expresar.
Lynley vio que le había dado un retrato familiar. En él, una versión de ella unos treinta años más joven posaba con su marido y cuatro niños muy monos. Era una escena invernal, con mucha nieve y una cabaña y un telesilla al fondo. En primer plano, vestida con ropa deportiva y los esquíes apoyados en los hombros, la familia se mostraba feliz, lista para la acción, Niamh con un bebé en los brazos y con otras dos niñas que se reían pegadas a ella; a un metro de distancia quizá, Jamie y su padre. Jonathan Parsons tenía el brazo alrededor del cuello de su hijo en un gesto cariñoso y lo acercaba hacia él. Los dos sonreían.
– Así era -dijo Niamh-. No parecía importar tanto porque, al fin y al cabo, las niñas me tenían a mí. Me dije que era algo entre hombre y hombre y mujer y mujer y que debería estar contenta de que Jon y Jamie estuvieran tan unidos y que las niñas y yo fuéramos uña y carne. Pero claro, cuando Jamie murió Jon pensó que lo había perdido todo. Tenía tres cuartas partes de su vida justo delante de él, pero era incapaz de verlo. Esa fue su tragedia. No quise convertirla en la mía.
Lynley dejó de examinar la foto.
– ¿Podría quedármela un tiempo? Se la devolveré, naturalmente.
La petición pareció sorprenderla.
– ¿Quedársela? ¿Para qué?
– Me gustaría enseñársela a alguien. Se la devolveré dentro de unos días. Por correo. O en persona, si lo prefiere. La guardaré bien.
– Llévesela, por supuesto -dijo la mujer-. Pero… No le he preguntado y tendría que haberlo hecho. ¿Por qué ha venido a hablar de Jon?
– Un chico murió al norte de aquí, en las afueras de Casvelyn.
– ¿En una cueva? ¿Como Jamie?
– Cayó de un acantilado.
– ¿Y cree que tiene algo que ver con la muerte de Jamie?
– No estoy seguro. -Lynley volvió a mirar la fotografía-. ¿Dónde viven sus hijas ahora, señora Triglia? -le preguntó.
Capítulo 24
A Bea Hannaford no le gustaba que Daidre Trahair hubiera logrado hacerse con el control del interrogatorio varias veces durante la sesión. Bea opinaba que la veterinaria se pasaba de lista, lo que provocó que todavía estuviera más resuelta a culpar de algo a aquella muchachita astuta. Sin embargo, lo que descubrieron no fue lo que Bea esperaba y deseaba obtener de ella.
En cuanto les proporcionó la información potencialmente útil sobre Aldara Pappas y Cornish Gold, la doctora Trahair les informó educadamente de que, a menos que fueran a acusarla de algo, se marchaba, muchas gracias. Aquella maldita mujer conocía sus derechos y el hecho de que decidiera ejercerlos en ese momento en concreto era exasperante, pero no les quedaba más remedio que despedirla con un saludo nada afectuoso.
Sin embargo, después de levantarse de la silla, la veterinaria dijo algo que Bea consideró revelador. Dirigió su pregunta a la sargento Havers:
– ¿Cómo era su mujer? Me ha hablado de ella, pero en realidad no me ha contado mucho.
Hasta ese momento, la agente de Scotland Yard no había dicho nada durante el interrogatorio a la doctora Trahair. El único sonido que había emitido era el que salía del lápiz con el que no había dejado de escribir. A la pregunta de la veterinaria, dio unos golpecitos rápidos con él en la libreta maltrecha, como si se planteara las ramificaciones de la consulta.
– Era jodidamente estupenda -contestó por fin sin alterarse.
– Debió de ser una pérdida terrible para él.
– Durante un tiempo pensamos que lo mataría -dijo Havers.
Daidre asintió.
– Sí, lo veo cuando le miro.
Bea quiso preguntar «¿y lo hace a menudo, doctora Trahair?», pero guardó silencio. Ya había tenido suficiente de la veterinaria y le preocupaban cosas más importantes en estos momentos que lo que significara -más allá de lo obvio- que Daidre Trahair sintiera curiosidad por la esposa asesinada de Thomas Lynley.