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Una de esas preocupaciones era el propio Lynley. Después de que la doctora Trahair se marchara y en cuanto Bea averiguó dónde se encontraba la sidrería, le telefoneó mientras ella y Havers se dirigían al coche. ¿Qué diablos había descubierto en Exeter?, quería saber. ¿Y a qué otros lugares estaban llevándole sus discutibles correrías?

Se encontraba en Boscastle, le dijo. Le contó un cuento extenso sobre muerte, paternidad, divorcio y el alejamiento que puede producirse entre padres e hijos. Acabó diciendo:

– Tengo una fotografía que también me gustaría que viera.

– ¿Cómo objeto de interés o pieza del rompecabezas?

– No estoy muy seguro -contestó él.

Le vería cuando regresara, le dijo. Mientras tanto, la doctora Trahair había reaparecido y, al verse entre la espada y la pared, había aportado un nombre y un lugar nuevos.

– Aldara Pappas -repitió Lynley pensativo-. ¿Una sidrera griega?

– Estamos mirándolo todo, ¿no? -dijo Bea-. De verdad creo que lo siguiente será un oso bailando.

Colgó cuando ella y Havers llegaron al coche. Después de apartar del asiento del pasajero un balón de fútbol, tres periódicos, un chubasquero, un juguete para perros y varios envoltorios de barritas energéticas y colocarlo todo detrás, se pusieron en marcha. Cornish Gold estaba cerca del pueblo de Brandis Corner, a cierta distancia en coche de Casvelyn. Llegaron por carreteras secundarias y terciarias que iban estrechándose progresivamente como sucedía con todas las vías de Cornualles. También se volvían menos transitables progresivamente. Al final, la granja se presentó a través de un gran cartel decorado con letras rojas en un campo de manzanos marrones bien cargados y una flecha que señalaba la entrada a quien fuera demasiado limitado para comprender qué significaban las dos franjas de terreno pedregoso divididas por una tira de hierba y hierbajos que giraba a la derecha. Las recorrieron dando botes durante unos doscientos metros y al final llegaron a un aparcamiento sorprendentemente bien asfaltado. Como resultado del optimismo, una parte estaba reservada a autocares de turistas, mientras que el resto se cedía a plazas para coches. Había más de una docena desperdigados junto a la valla de troncos y siete más en el rincón más lejano.

Bea estacionó en un espacio cerca de un granero grande de madera, que se abría al aparcamiento. Dentro había dos tractores -que se usaban poco, teniendo en cuenta su aspecto inmaculado- que servían de perchas para tres pavos reales majestuosos, las plumas suntuosas de sus colas cayendo en cascada en un derroche de color sobre las cabinas y los laterales de los motores. Detrás del granero, otra estructura, ésta de granito y madera, exhibía unos toneles de roble, seguramente fermentando el producto de la granja. Detrás de esta construcción se extendía el manzanal, que subía por la ladera de una colina, hilera tras hilera de árboles podados para crecer como pirámides invertidas, una exhibición orgullosa de flores delicadas. Un camino arado dividía el manzanal. A lo lejos, parecía que un grupo que visitaba el lugar lo recorría en un carro arrastrado por un caballo de tiro lento y pesado.

Al otro lado del sendero, una verja daba acceso a las atracciones de la sidrería, que consistían en una tienda de regalos y una cafetería junto con otra verja más que parecía conducir a la zona de elaboración de la sidra, cuya visita requería comprar entrada.

O una placa de policía, resultó. Bea mostró la suya a la joven que atendía la caja de la tienda de regalos y le pidió hablar con Aldara Pappas sobre un tema urgente. El aro plateado que la chica llevaba en el labio tembló mientras conducía a Bea a los espacios interiores de la propiedad.

– Está vigilando el molino -dijo, con lo que Bea interpretó que podían encontrar a la mujer a la que buscaban en… ¿un molino troceador, quizá? ¿Qué se hacía con las manzanas, de todos modos? ¿Era la época del año para hacerlo?

Las respuestas a sus preguntas resultaron ser clasificar, lavar, cortar, picar y prensar. El molino en cuestión era una máquina -construida de acero y pintada de azul intenso- acoplada a una cuba de madera enorme a través de un conducto. La maquinaria del molino consistía en este conducto, una bañera en forma de barril, una fuente de agua, una prensa bastante siniestra parecida a un torno enorme, una tubería ancha y una cámara misteriosa en lo alto de esta tubería que ahora estaba abierta y siendo inspeccionada por dos personas. Una era un hombre que aplicaba varias herramientas a la maquinaria, que parecía operar una serie de cuchillas muy afiladas. La otra era una mujer que parecía controlar todos sus movimientos. Él llevaba un gorro de punto que le llegaba a las cejas, unos vaqueros manchados de grasa y una camisa de franela azul. Ella vestía vaqueros, botas y un jersey de felpilla grueso, pero que parecía cómodo.

– Ten cuidado, Rod -estaba diciendo-. No quiero que te desangres encima de mis cuchillas.

– No te preocupes, querida -contestó él-. Llevo ocupándome de chismes más complicados que éste desde que tú ibas en pañales.

– ¿Aldara Pappas? -dijo Bea.

La mujer se giró. Era bastante exótica para estos lares, no exactamente guapa pero llamativa, con ojos oscuros grandes, pelo negro abundante y brillante y pintalabios rojo exagerado que acentuaba su boca sensual. El resto de ella también era sensuaclass="underline" curvas donde había que tenerlas, como Bea sabía que habría dicho su ex marido. Parecía tener unos cuarenta y tantos años, a juzgar por las finas arrugas de sus ojos.

– Sí -dijo Aldara, y lanzó una mirada de ésas de mujer evaluando a la competencia, a Bea y a la sargento Havers. Pareció detenerse en particular en el cabello de la sargento. Lo tenía rubio rojizo y el estilo no era tanto un estilo como una declaración elocuente sobre la impaciencia: «cortado sobre la pila del baño» parecía la mejor frase para describirlo-. ¿Qué puedo hacer por ustedes? -El tono de Aldara Pappas sugería que la tarea era imposible.

– Una pequeña charla servirá.

Bea le mostró su placa. Con la cabeza, indicó a Havers que le enseñara la suya. La sargento no pareció alegrarse de hacerlo, porque requería llevar a cabo una excavación arqueológica en su bolso en busca del bulto de piel que era su cartera.

– New Scotland Yard -dijo Havers a Aldara Pappas. Bea la observó para fijarse en su reacción.

El rostro de la mujer permaneció tranquilo, aunque Rod dio un silbido de reconocimiento.

– ¿Qué has hecho esta vez, querida? -le preguntó a Aldara-. ¿Has vuelto a envenenar a los clientes?

Aldara sonrió levemente y le dijo que continuara.

– Estaré en la casa si me necesitas -le comentó.

Le dijo a Bea y a Havers que la siguieran y las llevó a través del patio de adoquines, donde el molino ocupaba una de las esquinas. En las otras había una fábrica de mermelada, un museo de la sidra y un establo vacío, seguramente para el caballo de tiro. En el centro del patio, un corral acogía a un cerdo del tamaño de un Volkswagen Escarabajo, más o menos, que gruñó sospechosamente y arremetió contra la valla.

– No tanto drama, Stamos -le dijo Aldara al animal. Comprendiendo o no, el cerdo se retiró a una pila de lo que parecía vegetación putrefacta. Metió el morro en ella y lanzó un poco al aire-. Chico listo. Come, come.

Era un Gloucester Old Spot, les dijo mientras se agachaba para pasar por la puerta arqueada que quedaba parcialmente oculta por una parra densa, en el extremo más alejado de la fábrica de mermelada. Un cartel que decía privado colgaba del pomo de la puerta.

– Su trabajo era comer las manzanas inservibles después de la cosecha: lo soltaban en el manzanal y se apartaban. Ahora se supone que tiene que añadir un toque de autenticidad al lugar para los visitantes. El problema es que desea más atacarles que fascinarles. Bueno, ¿qué puedo hacer por ustedes?

Si pensaban que Aldara Pappas pretendía hacer que se sintieran cómodas conduciéndolas a su casa y ofreciéndoles una taza calentita de algo, pronto comprobaron que no sería así. Era una casa de campo con un huerto delante en el que había montones de estiércol pestilente apilados al fondo en arriates definidos pulcramente por rieles de madera. A un lado del huerto había un pequeño cobertizo de piedra. Las llevó allí y sacó una pala y un rastrillo de su interior, junto con un par de guantes. Cogió un pañuelo para la cabeza del bolsillo de sus vaqueros y lo utilizó para cubrirse y sujetarse el pelo hacia atrás a modo de campesina o, en realidad, de ciertos miembros de la familia real. Una vez lista para la tarea, empezó a echar estiércol y abono con la pala en los arriates. Todavía no había nada plantado.