– ¿Como Eva debajo del manzano? -dijo Havers-. ¿O usted era la serpiente?
Aldara se negó a caer en la provocación.
– No tenía nada que ver con la tentación. La tentación necesita insinuaciones y no las hubo. Fui directa con él. Le dije que me gustaba físicamente y que había estado pensando en cómo sería acostarme con él, en lo placentero que podría ser para los dos, si estaba interesado. Le dije que si quería algo más que su amiguita como compañera sexual me llamara. En ningún momento sugerí que rompiera con ella. En realidad, era lo último que quería, porque podría provocar que se encariñara demasiado de mí. Podría haber generado expectativas de algo más de lo que era posible entre nosotros. Expectativas por su parte, me refiero. Yo no tenía ninguna.
– Entiendo que podría haberle puesto en una situación ridícula si él hubiera esperado más y usted se hubiera visto obligada a dárselo para conservarlo -señaló Bea-. Una mujer de su edad saliendo del armario, por así decirlo, con un adolescente, recorriendo el pasillo de la iglesia el domingo por la mañana, saludando a los vecinos y todos pensando…, bueno, que algo le faltaba si tenía que conformarse con un amante de dieciocho años.
Aldara pasó a otra pila de estiércol. Cogió la pala y empezó a repetir el proceso que había seguido con el primer arriate. La tierra se volvió rica y oscura. Lo que tuviera pensado plantar allí iba a florecer.
– En primer lugar, inspectora, no me preocupa lo que piense la gente, eso no me quita el sueño ni un segundo. Era un asunto privado entre Santo y yo. Lo mantuve en privado. Y él también.
– No exactamente -observó Havers-. Madlyn lo descubrió.
– Fue una desgracia. No tuvo el cuidado suficiente y ella le siguió. Se produjo una de esas escenas espantosas entre ellos (lo abordó, lo acusó, él lo negó, luego lo admitió, se lo explicó, le suplicó) y ella puso fin a su relación allí mismo. Y yo me quedé en el último lugar en el que quería estar: como única amante de Santo.
– ¿Supo ella que usted era la mujer que había en la casa cuando apareció?
– Claro que lo supo. Se montó tal escena entre ellos que pensé que llegarían a las manos. Tuve que salir de la habitación y hacer algo.
– ¿Qué hizo?
– Separarles. Impedir que Madlyn destrozara la casa o le agrediera. -Se apoyó en la pala y miró hacia el norte, en dirección al manzanal, como si reviviera su proposición inicial a Santo Kerne y qué había provocado al final aquella proposición. Dijo, como si acabara de pensar en el tema-: No tenía que ser un drama. Cuando se convirtió en eso, tuve que replantearme mi relación con Santo.
– ¿También le dio la patada? -preguntó Havers-. No quería grandes dramas en su vida.
– Pensaba hacerlo, pero…
– Dudo que a él le hubiera gustado demasiado -dijo Havers-. ¿A qué tío iba a gustarle? Descubrir que ha perdido a las dos monadas de golpe en lugar de a una. Tener que conformarse con ¿qué, hacerse pajas en la ducha? Antes tenía sexo a raudales. Apuesto a que se habría encarado con usted por eso. Quizás incluso le habría dicho que podía ponerle las cosas difíciles, un poco incómodas, si intentaba romper con él.
– En efecto -dijo, sin dejar sus tareas-. Si hubiéramos llegado a ese punto, quizá lo habría hecho y habría dicho todo eso. Pero nunca llegamos. Tuve que replantearme mi relación con él y decidí que podíamos continuar, siempre que entendiera las reglas.
– ¿Cuáles eran?
– Ir con más cuidado y tener muy claros el presente y el futuro.
– ¿Lo que significa?
– Lo obvio. En cuanto al presente, que yo no iba a cambiar mi forma de comportarme para contentarle. En cuanto al futuro, que no lo había. Y le pareció perfecto. Santo vivía el momento básicamente.
– ¿Qué iba a decirnos en segundo lugar? -preguntó Bea.
Aldara la miró perpleja.
– ¿Disculpe?
– Ha dicho «en primer lugar» antes de lanzarse a hablar de su indiferencia por lo que piensa la gente. Me preguntaba en qué consistía la segunda parte.
– Ah. Consistía en mi otro amante -dijo Aldara-. Como he dicho antes, me convenía que mi aventura con Santo fuera secreta. La aventura intensifica las cosas y me gusta que éstas sean intensas. En realidad, necesito que lo sean. Cuando no es así… -Se encogió de hombros-. Para mí, la llama se apaga. El cerebro, como habrán descubierto ustedes mismas quizá, se habitúa a todo con el paso del tiempo. Cuando el cerebro se habitúa a un amante, que es lo que acaba ocurriendo, el amante se vuelve menos un amante y más… -pareció pensar en un término adecuado y lo eligió-, un inconveniente. Cuando ocurre eso, te deshaces de él o piensas en una forma de reavivar la llama del sexo.
– Entiendo. La función de Santo Kerne era hacer de llama -dijo Bea.
– Mi otro amante era un hombre muy bueno y me lo pasaba bastante bien con él. En todos los sentidos. Su compañía en la cama y fuera de ella era buena y no quería perderla. Pero para poder continuar con él (satisfacerle sexualmente y que él me satisficiera a mí) necesitaba a un segundo amante, un amante secreto. Y Santo era eso.
– ¿Todos estos amantes suyos saben de la existencia del otro? -preguntó Havers.
– No serían secretos si lo supieran. -Aldara dejó la pala y cogió el rastrillo. Sus botas, vio Bea, se habían ido cubriendo de estiércol. Parecían caras y desprenderían olor a heces de animal durante meses. Se preguntó si no le importaba-. Santo sí que lo sabía, naturalmente. Tenía que saberlo para comprender las… Supongo que podría llamarlas «reglas». Pero el otro… No. Era fundamental que el otro no lo supiera nunca.
– ¿Porque no le habría gustado?
– Por eso, claro. Pero más que por eso porque el secretismo es la clave de la excitación y la excitación es la clave de la pasión.
– Me he fijado en que habla del otro tipo en pasado. Ha dicho «era» y no «es». ¿Por qué?
Entonces Aldara dudó, como si se percatara de qué connotaciones tendría su respuesta para la policía.
– ¿Podemos suponer que el pasado es pasado?
– Finito -añadió Havers por si Aldara no había entendido.
– Estamos atravesando una fase de enfriamiento -dijo Aldara-. Supongo que podría llamarse así.
– ¿Y cuándo comenzó?
– Hace algunas semanas.
– ¿Instigada por quién?
Aldara no respondió, lo cual fue respuesta suficiente.
– Necesitaremos su nombre -dijo Bea.
La griega pareció bastante sorprendida por la petición, algo que a Bea le pareció una reacción totalmente falsa.
– ¿Por qué? Él no sabía… No sabe… -Dudó. Estaba pensándolo de nuevo, contemplando todas las señales, concluyó Bea.
– Sí, cielo -le dijo Bea-, en efecto: es muy probable que lo sepa. -Le contó la conversación de Santo con Tammy Penrule y el consejo que le había dado Tammy sobre que fuera sincero-. Parece ser que Santo no preguntaba si debía contárselo a Madlyn porque Madlyn lo descubrió por sí misma. Así que es lógico pensar que quería saber si debía contárselo a otra persona. Supongo que sería su caballero. Lo cual, como puede imaginar, le sitúa en el punto de mira.
– No. Él no habría…
Volvió a dudar. Era obvio que su atractiva cabeza barajaba las posibilidades. Su mirada se volvió más turbia. Parecía comunicar todas las formas en que sabía que el hombre podría haberlo hecho.
– No soy ninguna experta, pero imagino que a la mayoría de los hombres no les gusta demasiado compartir a su mujer -señaló Bea.
– Es una especie de rollo cavernícola -añadió Havers-. Mi hogar, mi fuego, mi mamut peludo, mi mujer. Yo Tarzán, tú Jane.