– Así que Santo va a verle y le cuenta la verdad: «Los dos nos estamos tirando a Aldara Pappas, colega, y es lo que ella quiere. Sólo creía que merecías saber dónde está cuando no está contigo».
– Es absurdo. ¿Por qué iba Santo a…?
– Tiene lógica, seguramente no querría otra escena como la de Madlyn, en especial si implicaba a un hombre que podía darle una buena paliza en un enfrentamiento.
– Y alguien le golpeó -señaló Havers, para ayudar a Bea-. O al menos le dio un buen puñetazo.
– En efecto -replicó Bea a Havers y luego se dirigió a Aldara-: Y, como puede imaginar, todo eso hace que las cosas pinten mal para el otro tipo.
Aldara descartó esa posibilidad.
– No. Santo me habría informado. Era la naturaleza de nuestra relación. No habría hablado con Max… -Se contuvo.
– ¿Max? -Bea miró a Havers-. ¿Lo tiene, sargento?
– Grabado a fuego -dijo Havers.
– ¿Y el apellido? -preguntó Bea a Aldara en tono agradable.
– Santo no tenía ningún motivo para contarle nada a nadie. Sabía que si lo hacía, pondría fin a nuestro acuerdo.
– Algo que, naturalmente, le habría destrozado -apuntó Bea con ironía-, como le pasaría a cualquier hombre. De acuerdo. Pero tal vez Santo era algo más que la suma de sus partes.
– De las partes que cuelgan, quiere decir -murmuró Havers.
Aldara le lanzó una mirada.
– Tal vez Santo se sintiera culpable de verdad por lo que estaban haciendo ustedes dos -dijo Bea-. O tal vez después de la escena con Madlyn, quería de usted más de lo que le ofrecía y creyó que ésa era la manera de conseguirlo. No lo sé, aunque me gustaría averiguarlo y la forma de hacerlo pasa por hablar con su otro amante sea ex o no, se haya enfriado o no la relación. Bien, hemos llegado al fondo del asunto. Puede darnos su apellido o podemos hablar con sus empleados y que nos lo digan ellos, porque si este otro tío no era su amor secreto como Santo, es lógico pensar que no tenía que venir a verla al amparo de la noche y usted no tenía que escabullirse para quedar con él en casa de alguien. Así que alguien sabrá quién es y es probable que nos diga su apellido.
Aldara pensó en aquello un momento. Fuera, en el patio, se oyó el zumbido de una máquina, lo que sugería que los esfuerzos de Rod con el molino tenían éxito.
– Max Priestley -dijo Aldara con brusquedad.
– Gracias. ¿Y dónde podríamos encontrar al señor Priestley?
– Es el dueño del Watchman, pero…
– El periódico local -le dijo Bea a Havers-. Es del pueblo, entonces.
– … si creen que tuvo algo que ver con la muerte de Santo, se equivocan. Ni lo tuvo ni lo habría tenido.
– Dejaremos que nos lo diga él mismo.
– Pueden hacerlo, por supuesto, pero están cometiendo una estupidez. Están perdiendo el tiempo. Si Max lo hubiera sabido… Si Santo se lo hubiera contado a pesar de nuestro acuerdo… Yo lo habría sabido. Lo habría notado. Sé ver esas cosas con los hombres. Esa… Esa alteración interna que sufren. Cualquier mujer sabe verlo si hay compenetración.
Bea la miró fijamente antes de responder. «Interesante», pensó. De algún modo habían puesto el dedo en la llaga: una magulladura física que la propia mujer no esperaba que le molestara. Había un deje de desesperación en sus palabras. «¿Está preocupada por Max? -se preguntó Bea-. ¿Por sí misma?»
– ¿Estaba enamorada de él? -le preguntó a Aldara-. Apuesto a que era algo inesperado para usted.
– No he dicho…
– Sí que cree que Santo se lo contó, ¿verdad? Creo que Santo le dijo que iba a contárselo. Lo que sugiere…
– ¿Que hice algo para impedírselo antes de que pudiera hacerlo? No sea absurda. No lo hice. Max no le hizo daño, ni nadie que yo conozca.
– Naturalmente. Apunte eso, sargento. Nadie que ella conozca y todos los etcéteras que se le ocurra sacar de eso.
Havers asintió.
– Esta vez lo he esculpido.
– Bueno, ahora que estamos en ello, déjeme preguntarle algo -le dijo Bea a Aldara-. ¿Quién es el siguiente de la lista?
– ¿Qué?
– La lista de la excitación y el secretismo. Si su relación con Max se había «enfriado», pero seguía follándose a Santo, necesitaba a alguien más, ¿no? De lo contrario, sólo habría tenido a un amante, sólo a Santo, y no funcionaría. Así que ¿a quién más tenía y cuándo empezó? ¿Podemos suponer que él tampoco podía saber nada sobre Santo?
Aldara metió la pala en la tierra. Lo hizo con tranquilidad, sin enfado ni consternación.
– Creo que esta conversación ha terminado, inspectora Hannaford -dijo.
– Ah. Entonces sí que empezó con otra persona antes de que muriera Santo. Apuesto a que sería alguien más de su edad. Parece de las que aprenden deprisa y supongo que Santo y Madlyn le dieron una buena lección sobre qué significa liarse con un adolescente, por muy bueno que sea en la cama.
– Lo que usted suponga no me interesa -dijo Aldara.
– Bien, ya que no le quita el sueño ni un segundo. -Se dirigió a Havers-: Creo que ya tenemos lo que necesitamos, sargento. -Y luego a Aldara-: Salvo sus huellas, señora. Alguien pasará hoy a tomárselas.
Capítulo 25
Quedaron atrapadas detrás de un autocar de turistas lento, lo que hizo que el trayecto de vuelta de la sidrería a Casvelyn fuera más largo de lo que Bea había esperado. En otro momento, no sólo se habría impacientado y tocado el claxon en una agresiva exhibición de malos modales, sino que seguramente también habría sido imprudente: no habría necesitado demasiadas excusas para intentar adelantar al autocar en aquella estrecha carretera. Pero en realidad, el retraso le dio tiempo para reflexionar y pensó en la forma de vida poco convencional de la mujer a la que acababan de interrogar. Sin embargo, hizo algo más que preguntarse sobre en qué sentido estaba relacionado ese estilo de vida con el caso, ya que le maravillaba por completo. También descubrió que no era la única, cuando la sargento Havers sacó el tema.
– Vaya tía -dijo Havers-. Se lo reconozco.
La sargento, advirtió Bea, se moría por fumarse un cigarrillo después de charlar con Aldara Pappas. Había sacado su paquete de Players del bolso bandolera y jugueteaba con un pitillo entre el pulgar y el resto de los dedos como si esperara absorber la nicotina por vía cutánea. Pero se guardaba bien de encenderlo.
– La admiro bastante -admitió Bea-. ¿Le digo la verdad? Me encantaría ser como ella, maldita sea.
– ¿Sí? Es usted un enigma, jefa. ¿Siente predilección por los chavales de dieciocho años y lo había ocultado?
– Lo digo por el tema del compromiso -contestó Bea-. Por cómo ha logrado evitarlo. -Frunció el ceño mirando el autocar que tenían delante, el negro eructo de los gases del tubo de escape. Frenó para poner cierta distancia entre su Land Rover y el vehículo que le precedía-. Parece que pasa de compromisos y que no se compromete en absoluto.
– ¿Con sus amantes, quieres decir?
– ¿Acaso no es eso lo malo de ser mujer? Te atas a un hombre y piensas que has creado un compromiso con él y entonces… ¡Pam! Hace algo para demostrarte que, a pesar del deseo, la emoción y la creencia absurdamente romántica de tu corazoncito dulce y fiel, él no está comprometido contigo.
– ¿Habla por experiencia? -preguntó Havers con astucia, y Bea notó que la examinaba.
– Si se le puede llamar así -dijo Bea.
– ¿Cómo se le podría llamar?
– Algo que acaba en divorcio cuando un embarazo no deseado trastoca los planes vitales de tu marido, aunque esto siempre me ha parecido una contradicción.
– ¿El qué? ¿El embarazo no deseado?
– No. Los planes vitales. ¿Y usted, sargento?
– Yo me mantengo al margen de todo eso. Los embarazos no deseados, los planes vitales, los compromisos. Paso de todo. Cuanto más cosas veo, más creo que una mujer está mejor en una profunda y afectuosa relación con un vibrador, y quizá también con un gato, pero no con seguridad. Siempre es bonito tener algo vivo que te espere al llegar a casa, aunque una planta seguramente también serviría, si fuera necesario.