– Sabias palabras -reconoció Bea-. Te ahorras todo el baile de malentendidos y destrucción que se crea entre hombres y mujeres, eso sin duda. Pero pienso que al final todo se reduce al compromiso: este problema que parece que tenemos con los hombres. Las mujeres se comprometen, los hombres no. Tiene que ver con la biología y seguramente nos iría mejor a todos si pudiéramos vivir en rebaños, manadas o lo que sea: un macho de la especie olisqueando a una docena de hembras y éstas aceptándolo porque así es la vida.
– Ellas paren, mientras que él… ¿Qué…? ¿Lleva a casa al animal muerto de turno para desayunar?
– Ellas crean una hermandad; él aparenta. Él las monta, pero ellas se comprometen entre sí.
– Es una forma de pensar -dijo Havers.
– Pues sí.
El autocar puso el intermitente para girar, lo que por fin dejó libre la carretera. Bea pisó el acelerador.
– Aldara parece haberse ocupado del problema entre hombres y mujeres. Esa chica no tiene compromisos con nadie, y en el caso de que esto parezca posible, que pase otro hombre. Quizá tres o cuatro.
– El rebaño a la inversa.
– Tenemos que admirarla.
Meditaron sobre aquello en silencio durante el resto del viaje, que las llevó a Princes Street y a las oficinas del Watchman. Allí mantuvieron una breve conversación con una secretaria recepcionista llamada Janna, que comentó sobre el pelo de Bea:
– ¡Genial! Es justo el color que mi abuela dice que quiere. ¿Cómo se llama?
El comentario no hizo que se ganara las simpatías de la inspectora. Por otro lado, la joven les reveló encantada que Max Priestley se encontraba en ese momento en St. Mevan Down con alguien llamado Lily y que si querían hablar con él, un breve paseo «hasta la vuelta de la esquina y luego colina arriba» los llevaría hasta él.
Bea y Havers caminaron hasta el lugar. Llegaron a la parte más alta del pueblo, donde un triángulo mal dibujado de amofilas y biznagas estaba dividido por una calle que conectaba la parte baja de Casvelyn con una zona llamada Sawsneck, donde a principios del siglo XX la flor y nata de algunas ciudades lejanas pasaba las vacaciones en unos espléndidos hoteles, ahora venidos a menos.
La tal Lily resultó ser una golden retriever que saltaba alegremente por la alta hierba persiguiendo entusiasmada una pelota de tenis. El dueño de Lily golpeaba la bola tan lejos como podía, en dirección a la colina, con una raqueta, sobre la cual la perra dejaba la pelota en cuanto la recuperaba de la densa maleza. Priestley vestía una chaqueta verde impermeable y botas de lluvia, y en la cabeza llevaba una gorra que debería parecer ridícula -decía desgarradoramente «Soy un hombre de campo»-, pero que de algún modo hacía que pareciera un modelo sacado de la revista Country Life. Era el propio hombre quien provocaba esto, pues era de los que había que describir como «guapos de facciones marcadas». Bea entendió por qué Aldara Pappas se había sentido atraída por él.
Hacía viento en la colina y Max Priestley era la única persona que estaba allí. Daba gritos de ánimo a su perra, que parecía necesitar pocos, aunque jadeaba con más intensidad de lo que sería recomendable para un animal de su edad y condición física.
Bea empezó a andar en dirección a Priestley y Havers la siguió con gran esfuerzo. No había ningún camino propiamente dicho en la colina, sólo senderos de hierba aplastada y charcos de lluvia allí donde el terreno se hundía. Ninguna de las dos llevaba el calzado adecuado para caminar por el lugar, pero las botas deportivas de la sargento Havers eran al menos preferibles a los zapatos de Bea. La inspectora soltó un taco cuando metió el pie en un charco oculto.
– ¿El señor Priestley? -dijo en cuanto estuvieron lo bastante cerca como para que la oyera-. ¿Podríamos hablar un momento con usted, por favor? -Se dispuso a sacar su placa.
Pareció que el hombre se fijaba en su pelo encendido.
– La inspectora Hannaford, supongo -dijo-. Mi reportero ha estado recabando todos los detalles pertinentes a través del sargento Collins. Parece que la respeta mucho. ¿Y ella es de Scotland Yard? -preguntó, señalando a Havers.
– Correcto en ambos casos -contestó Bea-. Es la sargento Havers.
– Tengo que hacer que Lily se mueva mientras hablamos. Estamos trabajando su peso; para bajarlo, quiero decir. Aumentarlo nunca ha supuesto ningún problema, pues aparece a la hora de las comidas puntual como un reloj y nunca he sido capaz de resistirme a esos ojos.
– Yo también tengo perros -dijo Bea.
– Entonces ya sabrá a qué me refiero. -Lanzó la pelota a unos cincuenta metros y Lily salió corriendo tras ella con un aullido-. Supongo que habrán venido a hablar de Santo Kerne -dijo-. Ya imaginaba que al final vendría alguien. ¿Quién les ha dado mi nombre?
– ¿Es un detalle importante?
– Sólo han podido ser Aldara o Daidre. No lo sabía nadie más, según Santo. El desconocimiento general que tenía el mundo del acuerdo, como señaló muy bien, impediría que mi ego resultara herido si yo era propenso a que esto sucediera. Un chico muy amable, ¿no creen?
– Resulta que Tammy Penrule lo sabía -le dijo Bea-. Al menos una parte.
– ¿En serio? Entonces Santo me mintió. Increíble. ¿Quién iba a esperar que un tipo tan estupendo no fuera sincero? ¿Fue Tammy Penrule quien les dio mi nombre?
– No, no fue ella.
– Daidre o Aldara, entonces, y yo diría que esta última. Daidre apenas suelta prenda.
Hablaba con tanta tranquilidad de toda aquella situación que, por un momento, Bea se quedó desconcertada. Con el tiempo había aprendido a no crearse expectativas sobre cómo iba a desarrollarse un interrogatorio, pero no estaba preparada para la indiferencia de Max Priestley ante el hecho de que le hubieran puesto los cuernos con un adolescente. Miró a la sargento Havers, que estaba examinando al hombre. Había aprovechado la oportunidad para acercar la llama de un mechero de plástico a su cigarrillo. Entrecerró los ojos para protegerse del humo y dirigió su mirada al rostro de aquel hombre.
Parecía bastante franco y su expresión era agradable, pero no había que malinterpretar el tono irónico de lo que estaba diciendo Priestley. A su modo de entender, este tipo de franqueza significaba, por lo general, que sus heridas eran profundas o que le habían hecho lo mismo que él había hecho. Naturalmente, en esta situación, había que contemplar una tercera alternativa: el intento de un asesino de ocultar su rastro mediante la indiferencia. Pero esto no le parecía probable en aquellos momentos y Bea no sabría decir por qué, aunque esperaba que no tuviera nada que ver con su magnetismo. Lamentablemente, Priestley estaba como un queso.
– Nos gustaría hablar con usted sobre su relación con Aldara -reconoció Bea-. Nos ha dado algunos detalles y estamos interesadas en su versión de la historia.
– ¿Si maté a Santo cuando descubrí que se estaba tirando a mi novia? -preguntó-. La respuesta es no, pero ya imaginaban que les contestaría eso, ¿verdad? El típico asesino no reconoce que lo es, precisamente.
– Normalmente no.
– ¡Ven aquí, Lil! -gritó Priestley de repente, frunciendo el ceño y mirando a lo lejos. Otro perro había aparecido con su dueño al otro lado de la colina. La retriever de Priestley lo había visto y había partido en esa dirección dando saltitos-. Maldita perra -dijo-. ¡Lily! ¡Ven! -Ella no le hizo ningún caso, él se rió compungido y volvió a mirar a Bea y a Havers-. Y pensar que antes tenía una magia especial con las mujeres.