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Era una transición tan buena como cualquier otra.

– ¿Con Aldara no funcionó? -dijo Bea.

– Al principio sí, justo hasta el momento en que descubrí que su magia era más fuerte que la mía. Y entonces… -Les ofreció una sonrisa extravagante-. Probé mi propia medicina, como se dice, y no me gustó el sabor.

Al oír ese indicio más que revelador, la sargento Havers hizo su trabajo con la libreta y el lápiz, mientras mantenía el cigarrillo colgado de sus labios. Priestley lo vio y asintió con la cabeza.

– Qué diablos -dijo, y empezó a completar el cuadro de su relación con Aldara Pappas.

Se habían conocido en una reunión de empresarios de Casvelyn y alrededores. El fue para escribir un artículo sobre el encuentro; los empresarios asistían para recoger ideas a fin de aumentar el turismo durante la temporada baja. Aldara estaba un escalón por encima de los propietarios de tiendas de surf, restaurantes y hoteles. Resultaba difícil no fijarse en ella, dijo.

– Su historia era intrigante -dijo Priestley-. Una mujer divorciada que se hacía cargo de una plantación de manzanas abandonada y la transformaba en una atracción turística decente. Quise escribir un artículo sobre ella.

– ¿Sólo un artículo?

– Al principio. Soy periodista: busco historias. Hablamos durante la reunión y también después; lo organizamos todo. Aunque podría haber enviado a uno de los dos reporteros del Watchman a recabar la información, lo hice yo mismo. Me sentía atraído por ella.

– Entonces, ¿el artículo era una excusa? -inquirió Bea.

– Pensaba publicarlo y, al final, lo escribí.

– ¿En cuanto se metió en su cama? -preguntó Havers.

– Sólo se puede hacer una cosa a la vez -contestó Priestley.

– ¿Lo que significa…? -Bea dudó, y entonces vio la luz-. Ah, se acostó con ella enseguida, ese mismo día, cuando fue a entrevistarla. ¿Es su modus operandi habitual, señor Priestley, o fue algo especial para usted?

– Fue atracción mutua -dijo Priestley-. Muy intensa, imposible de evitar. Un romántico habría descrito lo que ocurrió entre ambos como amor a primera vista. Un analista del amor lo habría llamado catexis.

– ¿Y usted cómo lo llamaba? -le preguntó Bea.

– Amor a primera vista.

– Entonces, ¿es un romántico?

– Resulta que sí.

La golden retriever se acercó a él dando saltos. Después de explorar los orificios pertinentes del otro perro, Lily estaba lista para un nuevo lanzamiento de la pelota de tenis. Priestley la golpeó hacia el final de la colina.

– ¿No lo esperaba?

– Nunca. -Observó al perro un momento antes de dirigirse a ella-: Antes de Aldara, me había pasado la vida jugando. No tenía intención de atarme a nadie y para impedirlo…

– ¿Para impedir el qué? ¿El matrimonio y los hijos?

– … siempre estaba con más de una mujer a la vez.

– Igual que ella -señaló Havers.

– Con una excepción notable: yo estaba con dos o tres, y alguna vez con cuatro, pero ellas siempre lo sabían. Era sincero desde el principio.

– Ahí lo tiene, jefa -dijo Havers a Bea-. A veces pasa; él les traía el animal muerto que fuera.

Priestley parecía confuso.

– ¿Y en el caso de Aldara Pappas? -preguntó Bea.

– Nunca había estado con nadie como ella. No era sólo por el sexo, era todo el conjunto: su intensidad, su inteligencia, su dinamismo, su confianza, sus motivaciones en la vida. No hay nada tonto, estúpido o débil en ella, ni manipulación, ni maniobras sutiles. No hay mensajes dobles ni señales contradictorias o confusas: nada que descifrar o interpretar en su comportamiento. Aldara es como un hombre en el cuerpo de una mujer.

– Veo que no menciona la sinceridad -señaló Bea.

– No -dijo él-. Ese fue mi error. Llegué a creer que por fin había encontrado en Aldara Pappas a la mujer de mi vida. Nunca había pensado en casarme ni lo había querido. Había visto el matrimonio de mis padres y estaba firmemente convencido de no querer vivir como ellos: eran incapaces de llevarse bien, de hacer frente a sus diferencias o de divorciarse. Nunca fueron capaces de gestionar ninguna opción, ni tampoco vieron que tuvieran alguna. Yo no quería vivir de esa manera, pero con Aldara era distinto -dijo-. Su primer matrimonio fue horrible; su marido era un sinvergüenza que dejó que pensara que era estéril cuando vieron que no podían tener hijos. Decía que le habían hecho todo tipo de pruebas y que estaba perfectamente. Dejó que ella fuera de médico en médico y que siguiera todo tipo de tratamientos, cuando él disparaba balas de fogueo. Después de tantos años, no quería saber nada de los hombres, pero la convencí. Yo deseaba lo que ella quisiera. ¿Matrimonio? Bien. ¿Hijos? Bien. ¿Una manada de chimpancés? ¿Yo con medias y un tutú? No me importaba.

– Estaba coladito por ella -señaló Havers, alzando la vista de la libreta.

En realidad, casi sonó comprensiva y Bea se preguntó si la magia especial del hombre estaba haciendo mella en la sargento

– Era la pasión -dijo Priestley-. No había muerto entre nosotros y no veía el más mínimo indicio de que fuera a apagarse. Entonces descubrí por qué.

– Santo Kerne -dijo Bea-. La aventura de Aldara con él la mantenía ardiente con usted: la excitación, el secretismo.

– Me quedé atónito, me hundí, maldita sea. El chico vino a verme y me soltó toda la historia… porque le remordía la conciencia, me dijo.

– ¿Y usted no le creyó?

– En absoluto. No cuando sus remordimientos no le llevaron a contárselo a su novia. A ella no le afectaba, me dijo, porque no tenía ninguna intención de romper su relación con Aldara; así que no debía preocuparme por si quería algo más de lo que Aldara estuviera dispuesta a darle. Entre ellos sólo había sexo. «Tú eres el primero», me dijo. «Yo sólo estoy para recoger las migajas.»

– Qué amable, ¿no? -comentó Havers.

– No esperé demasiado para averiguarlo. Llamé a Aldara y rompí con ella.

– ¿Le dijo por qué?

– Supongo que se lo figuró: eso o Santo fue tan sincero con ella como conmigo. Y ahora que lo pienso, eso hace que Aldara tuviera un motivo para matarle, ¿no?

– ¿Es su ego el que habla, señor Priestley?

El hombre soltó una carcajada.

– Créame, inspectora, me queda muy poco ego.

– Necesitaremos sus huellas dactilares. ¿Está dispuesto a dárnoslas?

– Las huellas dactilares, las de los pies y lo que quieran. No tengo nada que ocultar.

– Muy sensato por su parte. -Bea hizo un gesto con la cabeza a Havers, que cerró su libreta. Le dijo al periodista que fuera a la comisaría, donde le tomarían las huellas. Luego le comentó-: Por curiosidad, ¿le puso a Santo Kerne un ojo morado antes de que muriera?

– Me hubiera encantado -dijo-. Pero, sinceramente, pensé que no merecía la pena el esfuerzo.

* * *

Jago le reveló a Cadan que él enfocaría el tema con una conversación de hombre a hombre: si quería poner distancia entre él y Dellen Kerne, sólo existía una forma de hacerlo y era enfrentarse a Lew Angarrack. Había mucho trabajo en LiquidEarth, así que no hacía falta que Jago se pusiera de parte de Cadan cuando hablara con su padre. Lo único que necesitaba, dijo, era una conversación sincera en la que reconociera sus errores, ofreciera sus disculpas y prometiera enmendarse.

Jago hacía que todo pareciera muy sencillo. Cadan estaba impaciente por hablar con Lew, pero el único problema era que se había ido a hacer surf -«Hoy hay grandes olas en la bahía de Widemouth», le informó Jago-, así que Cadan tendría que esperar a que su padre regresara o ir a la bahía de Widemouth para charlar cuando terminara de surfear. Esta segunda propuesta parecía una idea excelente, ya que después de coger algunas olas, Lew estaría de buen humor y seguramente accedería a los planes de Cadan. Jago le prestó el coche.