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El despacho de Ben Kerne en Adventures Unlimited se encontraba en el primer piso del viejo hotel. Se había instalado en una habitación sencilla que sin duda en su día fue el cuarto de alguna criada, ya que justo al lado, con una puerta que los comunicaba, había una suite que había sido convertida en un espacio adecuado para una de las familias de veraneantes en las que había apostado su futuro económico.

A Ben le pareció que era el momento propicio para aquello, su mayor empresa hasta la fecha. Sus hijos eran mayores y como mínimo uno -Kerra- era autosuficiente y totalmente capaz de conseguir un empleo remunerado en otra parte en el caso de que este negocio se hundiera. Santo era otro tema, por más de una razón que Ben prefería no plantearse, pero últimamente se había vuelto más formal, gracias a Dios, como si por fin hubiera comprendido la naturaleza importante de la empresa. Así que Ben sentía que la familia le apoyaba. La responsabilidad no recaería solamente sobre sus hombros. Ahora ya habían invertido dos años enteros en ella: la reforma estaba completada salvo por la pintura exterior y algunos detalles finales del interior. A mediados de junio abrirían las puertas y se pondrían en marcha. Hacía varios meses que entraban reservas.

Ben las estaba revisando cuando llegó la policía. Aunque las reservas representaban los frutos del trabajo de su familia, no estaba pensando en eso. Pensaba en el rojo. No en el rojo en el sentido de números rojos -situación en la que sin duda se encontraba y se encontraría durante varios años hasta que el negocio generara beneficios para compensar lo que había invertido en él-, sino en el rojo del color de un esmalte de uñas o un pintalabios, de una bufanda o una blusa, de un vestido pegado al cuerpo.

Dellen llevaba cinco días vistiendo de rojo. Primero fue el esmalte de uñas. Luego vino el pintalabios. Después una boina vistosa sobre su cabello pelirrojo al salir de casa. Esperaba que pronto vestiría un jersey rojo, que también revelaría un poquito de escote, con unos pantalones negros ajustados. Al final se pondría el vestido, que mostraría más escote además de sus muslos y, para entonces, ya habría puesto la directa y Ben vería a sus hijos mirándole como siempre le habían mirado: esperando que hiciera algo en una situación en la que no podía hacer nada de nada. A pesar de sus edades -dieciocho y veintidós años-, Santo y Kerra seguían pensando que era capaz de cambiar a su madre. Cuando no lo conseguía, tras haber fracasado en el intento cuando era más joven incluso de lo que ellos eran ahora, veía el «¿por qué?» reflejado en sus ojos, o al menos en los de Kerra. «¿Por qué la aguantas?»

Cuando Ben oyó la puerta de un coche que se cerraba pensó en Dellen. Cuando se acercó a la ventana y vio un coche patrulla y no el viejo BMW de su mujer, siguió pensando en Dellen. Después, se percató de que pensar en Kerra habría sido más lógico, ya que hacía horas que había salido en bici con un tiempo que había ido empeorando desde las dos de la tarde. Pero Dellen ocupaba el centro de sus pensamientos desde hacía veintiocho años, y como Dellen se había marchado al mediodía y todavía no había vuelto, dio por sentado que se había metido en algún lío.

Salió de su despacho y fue a la planta baja. Cuando llegó a la recepción, vio a un agente de uniforme que buscaba a alguien y que, sin duda, estaba sorprendido por haber encontrado la puerta abierta y el lugar prácticamente desierto. El policía era un hombre joven y le resultaba vagamente familiar, así que sería del pueblo. Ben comenzaba a saber quién vivía en Casvelyn y quién en los alrededores.

El agente se presentó:

– Mick McNulty. ¿Y usted es, señor…?

– Benesek Kerne -contestó Ben-. ¿Pasa algo?

Ben encendió más luces. Las automáticas se habían activado al caer la noche, pero proyectaban sombras por todas partes y Ben se descubrió queriendo eliminarlas.

– Ah -dijo McNulty-. ¿Podría hablar con usted?

Ben se percató de que el policía se refería a si podían ir a algún lugar que no fuera la recepción, así que lo condujo al piso de arriba, al salón. La estancia tenía vistas a la playa de St. Mevan, donde el oleaje era bastante fuerte y las olas rompían en rápida sucesión en las barras de arena. Entraban desde el suroeste, pero el viento las estropeaba. No había salido nadie, ni siquiera el más desesperado de los surfistas locales.

Entre la playa y el edificio, el paisaje había cambiado muchísimo desde los años de apogeo del hotel de la Colina del Rey Jorge. La piscina seguía allí, pero en lugar de la barra y el restaurante al aire libre ahora había una pared para la escalada en roca. También la pared de cuerdas, los puentes colgantes y las poleas, el equipo, las cuerdas y los cables de la tirolina. Una cabaña cuidada albergaba los kayaks y en otra guardaban el material de submarinismo. El agente McNulty asimiló lo que veía, o al menos pareció hacerlo, lo que dio tiempo a Ben Kerne a prepararse para escuchar lo que el policía hubiera venido a decirle. Pensó en Dellen en fragmentos rojos, en lo resbaladizas que estaban las carreteras y en las intenciones de su mujer, que probablemente consistieran en alejarse de la ciudad, ir por la costa y, tal vez, acabar en una de las cuevas o bahías. Pero llegar hasta allí con aquel tiempo, sobre todo si no había seguido la carretera principal, la habría expuesto al peligro. Claro que el peligro era lo que ella adoraba y deseaba, pero no de la clase que terminaba con un coche saliéndose de la carretera y despeñándose por un acantilado.

Cuando se expuso la pregunta, no fue la que Ben esperaba.

– ¿Alexander Kerne es su hijo? -dijo McNulty.

– ¿Santo? -dijo Ben, y pensó «Gracias a Dios». Era Santo el que se había metido en un lío, seguro que lo habían detenido por entrar en una propiedad privada, algo que Ben le había advertido una y otra vez que no hiciera-. ¿Qué ha hecho ahora? -preguntó.

– Ha tenido un accidente -dijo el policía-. Lamento comunicarle que se ha encontrado un cuerpo que parece ser el de Alexander. Si tiene una foto suya…

Ben oyó la palabra «cuerpo», pero no permitió que calara.

– ¿Está en el hospital, entonces? -preguntó-. ¿En cuál? ¿Qué ha pasado? -Pensó en cómo tendría que contárselo a Dellen, en qué pozo la sumiría la noticia.

– … lo siento muchísimo -estaba diciendo el agente-. Si tiene una fotografía suya, podríamos…

– ¿Qué ha dicho?

El agente McNulty parecía aturullado.

– Está muerto, me temo. El cuerpo. El joven que hemos encontrado.

– ¿Santo? ¿Muerto? Pero ¿dónde? ¿Cómo? -Ben miró hacia el mar embravecido justo cuando una ráfaga de viento golpeó las ventanas y las zarandeó contra los alféizares-. Dios mío, ha salido con este tiempo. Estaba haciendo surf.

– No, surf no -dijo McNulty.

– Entonces, ¿qué ha pasado? -preguntó Ben-. Por favor, ¿qué le ha pasado a Santo?

– Ha tenido un accidente de escalada en los acantilados de Polcare Cove. El equipo ha fallado.

– ¿Estaba escalando? -dijo Ben como un tonto-. ¿Santo estaba escalando? ¿Quién iba con él? ¿Dónde…?

– Nadie, por lo que parece de momento.

– ¿Nadie? ¿Estaba escalando solo? ¿En Polcare Cove? ¿Con este tiempo? -A Ben le parecía que lo único que podía hacer era repetir la información como un autómata programado para hablar. Hacer más significaba tener que comprenderlo y no podía soportarlo porque sabía qué significaría-. Contésteme. Que me conteste, joder.

– ¿Tiene una fotografía de Alexander?

– Quiero verle. Debo verle. Podría no ser…

– Ahora mismo no es posible. Por eso necesito una fotografía. El cuerpo… Lo han llevado a un hospital de Truro.

Ben se agarró a aquella palabra.

– Entonces no está muerto.

– Señor Kerne, lo siento. Está muerto. El cadáver…

– Ha dicho hospital.