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– Conduce con cuidado -le dijo, y le dio las llaves.

Cadan partió. Sin carné de conducir y consciente de la confianza que Jago había depositado en él, tuvo muchísimo cuidado. Las manos en las diez y diez, los ojos clavados en la carretera y en los retrovisores, una mirada de vez en cuando al indicador de velocidad.

La bahía de Widemouth se encontraba al sur de Casvelyn, a unos ocho kilómetros costa abajo. Flanqueada por unos acantilados friables, era exactamente lo que sugería su nombre: una bahía ancha a la que se accedía desde un gran aparcamiento al lado de la carretera de la costa. No había un pueblo propiamente dicho, sino sólo casas de veraneo que salpicaban el lado este de la carretera. Los únicos negocios que atendían a sus habitantes, a los surfistas y a los turistas de la zona eran un restaurante de temporada y una tienda que alquilaba tablas de bodysurf y de surf, además de trajes de neopreno.

En verano, la bahía era una locura porque, a diferencia de tantas otras de Cornualles, no resultaba difícil acceder a ella, así que atraía a cientos de excursionistas, turistas y también lugareños. Fuera de temporada, era territorio de surfistas, que acudían en masa cuando la marea estaba medio alta, soplaba viento del este y las olas rompían en el arrecife derecho.

Hoy, las condiciones eran magníficas, con unas olas que parecían tener metro y medio de altura, por lo que el aparcamiento estaba lleno de vehículos y la hilera de surfistas era impresionante. De todos modos, cuando Cadan entró y estacionó, distinguió a su padre rápidamente. Lew surfeaba de la misma manera que lo hacía casi todo: en solitario.

En cualquier caso, era un deporte mayoritariamente solitario, pero Lew se las arreglaba para que todavía lo fuera más. Era una figura apartada del resto, mucho más dentro del mar, contento de esperar unas olas que a esta distancia de los arrecifes sólo se formaban de vez en cuando. Al mirarle, alguien podía pensar que no tenía ni idea del deporte, pues debería estar esperando con los demás, que conseguían unas olas bastante decentes. Pero no era su estilo y cuando por fin llegó una ola que le gustó se colocó detrás sin esfuerzo, remando con el mínimo impulso y la experiencia de más de treinta años en el agua.

Los otros le observaban. La atacó con suavidad y ahí estaba, cruzando la pared verde, cortando hacia el túnel; parecía como si fuera a agarrarse a un canto en cualquier momento o que la espuma lo tiraría, pero supo cuándo cortar de nuevo para hacerse con la ola.

Cadan no necesitaba ver un marcador ni escuchar los comentarios para saber que su padre era bueno. Lew apenas hablaba de ello, pero había participado en competiciones cuando tenía veinte años y albergado el sueño de viajar por todo el mundo y ganar reconocimiento antes de que la Saltadora lo abandonara y lo dejara con dos niños a su cargo. En aquel momento, Lew se había visto obligado a replantearse el camino que había elegido. Optó por montar LiquidEarth: pasó de fabricarse sus propias tablas a hacerlo para otros. De esta manera, vivía indirectamente la vida de un surfista ambulante de talla mundial. No debía de haber sido fácil para su padre renunciar a sus sueños, se percató Cadan, y se preguntó por qué nunca había pensando en ello hasta entonces.

Cuando Lew salió del agua, Cadan estaba esperándolo; había cogido una toalla del RAV4 y se la dio. Lew apoyó su tabla corta en el coche y cogió la toalla asintiendo con la cabeza. Se quitó el gorro y se frotó el pelo con energía, antes de empezar a bajarse el traje. Cadan advirtió que todavía era el de invierno: el agua aún estaría fría dos meses más.

– ¿Qué haces aquí, Cade? -le preguntó Lew-. ¿Cómo has venido? ¿No tendrías que estar trabajando?

Se quitó el traje de neopreno y se colocó la toalla alrededor de la cintura. Sacó una camiseta del coche y luego una sudadera con el logo de LiquidEarth; se las puso y procedió a bajarse el bañador. No dijo nada más hasta que estuvo vestido y hubo cargado el equipo en la parte trasera del coche. Luego repitió:

– ¿Qué haces aquí, Cade? ¿Cómo has venido?

– Jago me ha prestado su coche.

Lew repasó el aparcamiento con la mirada y vio el Defender.

– Sin carné de conducir.

– No he corrido riesgos. He conducido como una viejecita.

– Esa no es la cuestión. ¿Y por qué no estás trabajando? ¿Te han echado?

No era lo que Cadan tenía pensado ni quería que ocurriera, pero sintió la ira repentina que siempre parecía seguir a una conversación con su padre. Sin plantearse adonde los llevaría su respuesta, dijo:

– Imagino que es lo que crees, ¿no?

– Historia pasada.

Lew pasó al lado de Cadan y se acercó a la tabla. Al fondo del aparcamiento había unas duchas, que podría haber utilizado para limpiar la sal de su equipo, pero no lo hizo porque en casa podría realizar un trabajo más minucioso y, por lo tanto, más a su gusto. Y a Cadan le pareció que ése era el estilo de su padre en todo. «A mi gusto»: ése era el lema de la vida de Lew.

– Pues resulta que no me han echado -respondió Cadan-. He hecho un trabajo cojonudo.

– Bien, felicidades. ¿Qué haces aquí, entonces?

– He venido a hablar contigo. Jago me ha dicho que estabas aquí y me ha ofrecido el coche, por cierto. No se lo he pedido yo.

– ¿Hablar conmigo de qué?

Lew cerró la puerta trasera del RAV4. En el asiento del conductor, hurgó en una bolsa de papel y sacó un sándwich envuelto de una caja de plástico. Levantó la tapa, cogió la mitad y después ofreció la otra a Cadan.

Una ofrenda de paz, decidió Cadan. Dijo que no con la cabeza, pero le dio las gracias.

– Quiero volver a LiquidEarth -pidió Cadan-. Si me dejas.

Añadió la última parte como su propia forma de ofrenda de paz. En esta situación, su padre tenía el poder y sabía que su papel era reconocer esto.

– Cadan, me dijiste…

– Ya sé lo que te dije, pero prefiero trabajar para ti.

– ¿Por qué? ¿Qué ha pasado? ¿No te gusta Adventures Unlimited?

– No ha pasado nada. Estoy haciendo lo que querías que hiciera: pensar en el futuro.

Lew miró el mar, donde los surfistas esperaban pacientemente la siguiente ola buena.

– Imagino que tendrás algún plan.

– Necesitas un diseñador -contestó Cadan.

– Y también un perfilador. Se acerca el verano y vamos retrasados en los pedidos. Competimos con esas tablas huecas por dentro y lo que nos diferencia de ellos es…

– La atención a las necesidades individuales; ya lo sé. Pero una parte de éstas es el trabajo gráfico, ¿verdad? El aspecto visual de la tabla, además de la forma. Yo puedo diseñar, es lo que se me da bien. No sé perfilar tablas, papá.

– Puedes aprender.

Al final siempre se reducía a eso: lo que quería Cadan frente a lo que creía Lew.

– Ya lo intenté: destrocé más planchas de las que hice bien y tú no quieres eso. Es una pérdida de tiempo y de dinero.

– Tienes que aprender: es parte del proceso y si no lo conoces…

– ¡Mierda! No obligaste a Santo a dominar el proceso. ¿Por qué él no tuvo que aprenderlo, de principio a fin, como yo?

Lew volvió a centrar su atención en Cadan.

– Porque no construí el maldito negocio para Santo -dijo en voz baja-. Lo hice para ti, pero ¿cómo puedo dejártelo si no lo comprendes?

– Pues déjame diseñar primero, perfeccionar esa parte, y pasar luego al perfilado.

– No, no se hace así.

– Dios mío, ¿qué coño importa cómo se haga?

– Lo hacemos a mi manera o no lo hacemos, Cadan.

– Contigo siempre es igual. ¿Alguna vez has pensado en que podrías equivocarte?

– En esto, no. Ahora sube al coche: te llevaré al pueblo.

– Tengo…

– No voy a dejarte conducir el coche de Jago, Cade. Tienes el carné retirado…