– ¿Qué pasa, Kerra?
– ¿Cómo lo sabes?
– ¿Si dar el gran paso con otra persona? No se sabe, nunca existe ninguna certeza sobre qué tipo de vida tendrás con otra persona, ¿verdad? Pero llega un momento…
– No, no. No me refería a eso. -Notó que se le encendía el rostro: le ardían las mejillas e imaginaba que el rubor estaba desplegándose como un abanico hacia sus orejas-. ¿Cómo sabes que nosotros…? ¿Que yo…? Con seguridad. Por…
Ben frunció el ceño un momento, pero entonces abrió un poco más los ojos mientras se daba cuenta de qué significaban aquellas palabras.
– Por cómo es ella -añadió Kerra, abatida-. Me lo he preguntado, ¿sabes?, a veces.
Su padre se levantó de repente y Kerra pensó que iba a marcharse del café, porque miró hacia la puerta. Pero en lugar de eso, le dijo:
– Ven conmigo, hija. No, no. Deja tus cosas donde están. -La llevó ante un perchero, donde había colgado un pequeño espejo con el marco de concha. La colocó delante y él se puso detrás de ella, con las manos en sus hombros-. Mira tu cara y la mía. Dios santo, Kerra, ¿de quién ibas a ser hija?
Le escocían los ojos y parpadeó para aliviar el picor.
– ¿Y Santo? -preguntó ella.
Sus manos le apretaron los hombros de un modo tranquilizador.
– Tú eres mi preferida -contestó- y Santo siempre fue el favorito de tu madre.
Cuando Lynley entró en el centro de operaciones de Casvelyn, había pasado casi todo el día fuera, atravesando Cornualles desde Exeter a Boscastle. Encontró a la inspectora Hannaford y a la sargento Havers haciendo de público para el agente McNulty, que estaba explayándose en un tema que parecía muy importante para él. Consistía en una serie de fotografías que había expuesto en la mesa. Havers parecía interesada pero Hannaford escuchaba con una expresión inequívoca de desgana.
– Aquí está cogiendo la ola y la foto es buena. Se ven la cara y los colores de la tabla, ¿vale? Se ha colocado en una buena posición y tiene experiencia. Surfea principalmente en Hawai y en la bahía Half Moon el agua está fría de narices, así que no está acostumbrado a la temperatura, pero sí al tamaño de la ola. Tiene miedo, pero ¿quién no lo tendría? Si no lo tienes, estás loco. Toneladas y toneladas de agua, y a menos que hayas cogido la última ola de ese grupo, puede venir otra detrás, justo después de la que puede haberte tirado. Y te hundirá y succionará, así que es mejor que tengas miedo y muestres respeto. -Pasó a la siguiente fotografía-. Miren el ángulo: aquí lo está perdiendo. Sabe que se va a caer y se pregunta lo mal que lo va a pasar, que es lo que se ve aquí, en la siguiente foto. -La señaló-. Un cuerpo que cae justo contra la pared de la ola. Va a una velocidad endemoniada y el agua también, así que ¿qué pasa cuando choca? ¿Se rompe algunas costillas? ¿Se queda sin respiración? No importa porque ahora se dirige al último lugar adonde alguien querría ir en Maverick's: hacia la espuma. Aquí, donde apenas se le distingue.
Lynley se unió a ellos en la mesa y vio que el agente hablaba de un solo surfista en una ola del tamaño de una colina móvil de color verde jade. En la fotografía que señalaba, la ola se había tragado por completo al surfista, cuya figura fantasmal se distinguía detrás de la espuma blanca, una muñeca de trapo en una lavadora.
– Algunos de estos tipos viven para que les saquen una fotografía cogiendo una ola gigante -dijo McNulty para concluir sus observaciones-. Y otros mueren justamente por la misma razón. Es lo que le pasó a él.
– ¿Quién es? -preguntó Lynley.
– Mark Foo -contestó McNulty.
– Gracias, agente -dijo Bea Hannaford-. Muy dramático y deprimente, siempre esclarecedor. Ahora vuelva al trabajo; los dedos del señor Priestley esperan sus atenciones. -Se dirigió a Lynley-: Quiero hablar con usted y también con usted, sargento Havers.
Movió la cabeza en dirección a la puerta y los llevó a una sala de interrogatorios mal amueblada que hasta la presente investigación parecía que se hubiera empleado principalmente como almacén de material de oficina. No se sentó, ni ellos tampoco.
– Hábleme de Falmouth, Thomas.
Sorprendido por los acontecimientos del día, Lynley estaba sinceramente confuso.
– He estado en Exeter, no en Falmouth -le respondió.
– No se ande con rodeos; no le hablo de hoy. ¿Qué sabe de Daidre Trahair y Falmouth que no me ha contado? Y no vuelvan a mentirme; uno de los dos fue allí y si fue usted, sargento Havers, como al parecer sospecha la doctora Trahair, sólo hay una razón por la que emprendió ese viajecito secundario, que no tiene nada que ver con ninguna orden que yo le haya dado. ¿Me equivoco?
Lynley intervino.
– Yo le pedí a Barbara que investigara…
– Por muy asombroso que parezca -le interrumpió Bea-, eso ya lo había deducido yo solita. Pero el problema es que la investigación la dirijo yo, no usted.
– No fue así -dijo Havers-. Él no me pidió que fuera a Falmouth, ni siquiera sabía que venía hacia aquí cuando me pidió que investigara su pasado.
– Vaya, ¿de verdad?
– Sí, me llamó al móvil y yo estaba en el coche. Supongo que eso sí lo sabía, que estaba en el coche, pero no sabía dónde estaba ni adónde iba y no tenía ni idea de que podría ir a Falmouth. Sólo me preguntó si podía investigar algunos detalles del pasado de la doctora. Y resultó que podía ir a Falmouth. Y como no estaba lejos del lugar adonde me dirigía -que era aquí, por supuesto- pensé que podía ir antes de…
– ¿Está loca? Falmouth está a kilómetros de aquí, por el amor de Dios. ¿Qué les pasa a ustedes dos? -preguntó Bea-. ¿Siempre van a la suya en una investigación o soy yo la primera de sus compañeros que tiene ese honor?
– Con el debido respeto, señora -empezó a decir Lynley.
– No me llame «señora».
– Con el debido respeto, inspectora -dijo Lynley-. No formo parte de la investigación; oficialmente, no. Ni siquiera soy… -Buscó un término-: Un agente de policía oficial.
– ¿Intenta hacerse el gracioso, comisario Lynley?
– En absoluto. Sólo intento señalar que en cuanto me comunicó que yo iba a ayudarla a pesar de que yo no deseaba hacerlo…
– Es usted un testigo esencial, maldita sea; a nadie le importa lo que desea. ¿Qué esperaba? ¿Seguir tranquilamente su camino?
– Esto hace que esta situación aún sea más irregular -dijo Lynley.
– Tiene razón -añadió Havers-, si no le importa que se lo diga.
– Claro que me importa, y mucho, joder. No estamos jugando con la cadena de mando. A pesar de su rango -le dijo a Lynley-, soy yo quien dirige esta investigación, no usted. No está en posición de asignar actividades a nadie, incluida la sargento Havers, y si cree que lo está…
– Él no lo sabía -le interrumpió Havers-. Podría haberle dicho que venía hacia aquí cuando me llamó, pero no lo hice, o que cumplía órdenes…
– ¿Qué órdenes? -preguntó Lynley.
– … pero tampoco lo hice. Usted sabía que al final yo llegaría…
– ¿Ordenes de quién? -volvió a preguntar Lynley.
– … así que cuando me llamó, no me pareció tan irregular…
– ¿De quién? -preguntó por tercera vez Lynley.
– Ya sabe de quién -le dijo Havers.
– ¿Le ha mandado Hillier?
– ¿Qué creía? ¿Que podría irse y ya está? ¿Que a nadie le importaría? ¿Que nadie se preocuparía? ¿Que nadie querría intervenir? ¿Realmente cree que podía desaparecer, que significa tan poco para…?
– ¡Vale, vale! -dijo Bea-. Al rincón los dos. Dios mío, basta ya. -Respiró para tranquilizarse-. Esto termina aquí y ahora. ¿De acuerdo? Usted -le dijo a Havers- trabaja para mí, no para él. Entiendo que había motivos ocultos implicados en el ofrecimiento para mandarla aquí a ayudarme, pero fueran cuales fueran tendrá que tratarlos en su tiempo, no en el mío. Y usted -le espetó a Lynley- de ahora en adelante, va a ser sincero conmigo con lo que haga y lo que sepa. ¿Ha quedado claro?