– Sí -le respondió él.
Havers también asintió, pero Lynley advirtió que debajo del cuello de la camisa estaba encendida y que quería decir algo más. No a Hannaford, sino a él.
– Perfecto, excelente. Ahora hablemos de Daidre Trahair desde el principio, esta vez sin ocultar nada. ¿Ha quedado claro eso también?
– Sí.
– Genial. Ahora obséquieme con los detalles.
Lynley sabía que no le quedaba más remedio que hablar.
– Parece que Daidre Trahair no existía antes de matricularse en el instituto a los trece años. Y aunque dice que nació en su casa en Falmouth, su nacimiento tampoco está registrado. Además, algunas partes de la historia que me ha contado sobre su trabajo en Bristol no concuerdan con los hechos.
– ¿Qué partes?
– En la plantilla hay una veterinaria que se llama Daidre Trahair, pero la persona que identificó como su amigo Paul, que supuestamente es el cuidador de los primates, no existe.
– Esa parte no me la contó -le interpeló Havers-. ¿Por qué no lo hizo?
Lynley suspiró.
– Es que no me parece que ella… No la veo como una asesina, sinceramente, y no quise ponerle las cosas más difíciles.
– ¿Más difíciles que qué? -preguntó Hannaford.
– No lo sé. Parece… Reconozco que hay algo raro en ella, pero no creo que tenga nada que ver con el asesinato.
– ¿Y supone que usted está en condiciones de juzgar eso? -dijo Hannaford.
– No estoy ciego -contestó él-, no he perdido mi agudeza.
– Ha perdido a su mujer -dijo Hannaford-. ¿Cómo espera pensar, ver o hacer lo que sea con claridad después de lo que le ha sucedido?
Lynley retrocedió, sólo un paso. Quería poner fin a esta conversación y le pareció que aquél era un principio para concluirla tan bueno como cualquier otro que se le ocurriera. No contestó. Vio que Havers le observaba y sabía que debía dar una respuesta de alguna clase o que ella contestaría por él, algo que le resultaría insoportable.
– No estaba ocultándole ningún hecho, inspectora, sólo quería ganar tiempo.
– ¿Para qué?
– Para algo así, supongo.
Llevaba un sobre de papel manila, del que extrajo la fotografía que había cogido de Lark Cottage en Boscastle. Se la entregó.
Hannaford la examinó.
– ¿Quiénes son estas personas?
– Son una familia llamada Parsons: su hijo, el chico de la foto, murió en una cueva en Pengelly Cove hará unos treinta años. Esta fotografía se tomó por esa época, tal vez uno o dos años antes. La madre se llama Niamh; el padre, Jonathan; el chico, Jamie, y las chicas son sus hermanas menores. Me gustaría encargar una progresión de edad. ¿Tenemos a alguien que pueda hacerla rápidamente?
– ¿Una progresión de edad de quién? -preguntó la inspectora Hannaford.
– De todos -contestó Lynley.
Daidre había aparcado en Lansdown Road. Sabía que estar tan cerca de la comisaría no daría una buena impresión, pero tenía que verlo y, en igual medida, necesitaba una señal que le indicara qué se suponía que debía hacer a continuación. La verdad significaba confiar y dar un salto de fe, pero esto podía hundirla de lleno en el fango mortal de las traiciones y, a estas alturas de su vida, ya había sufrido suficientes.
Por el retrovisor, los vio salir de la comisaría. Si Lynley hubiera estado solo, tal vez se habría acercado a él para mantener la conversación que necesitaban, pero como estaba con la sargento Havers y la inspectora Hannaford, Daidre lo interpretó como una señal de que no era el momento adecuado. Estaba estacionada en la calle un poco más arriba y cuando los tres policías se detuvieron en el aparcamiento de la comisaría para intercambiar unas palabras, arrancó el coche y se incorporó al tráfico. Al estar concentrados en la conversación, ninguno de los tres miró en su dirección. Daidre también lo interpretó como una señal. Sabía que habría quien diría que era una cobarde por huir en aquel momento; sin embargo, habría otros que la felicitarían por tener un fuerte instinto de supervivencia.
Salió de Casvelyn y se dirigió hacia el interior, primero hacia Stratton y luego por la campiña. Cuando por fin se bajó del coche en la sidrería el día estaba apagándose deprisa.
Las circunstancias, decidió, le pedían el perdón, pero éste iba en dos direcciones, en todas, en realidad. Necesitaba pedirlo y darlo, y ambas actividades requerirían cierta práctica.
El cerdo Stamos resoplaba en su corral en el centro del patio. Daidre pasó por delante de él y dobló la esquina de la fábrica de mermelada, donde dos cocineros limpiaban las enormes ollas de cobre bajo las brillantes luces. Abrió la verja que había debajo de la pérgola y entró en la parte privada del jardín. Igual que el otro día, oyó una música de guitarra, pero esta vez sonaba más de una.
Supuso que era un disco y llamó a la puerta. La música se detuvo y, cuando Aldara abrió, Daidre vio que la mujer no estaba sola. Un hombre de unos treinta y cinco años de tez morena estaba colocando una guitarra en un soporte, y ella tenía la suya bajo el brazo. Ambos habían estado tocando, obviamente: él era muy bueno y, por supuesto, ella también.
– Daidre -dijo Aldara, con voz neutral-, qué sorpresa. Narno estaba dándome clases. Narno Rojas -añadió-, de Launceston.
Completó la presentación mientras el español se ponía en pie e inclinaba ligeramente la cabeza para saludar. Daidre le saludó y preguntó si debía volver en otro momento.
– Si estás en mitad de una clase… -añadió.
Lo que pensó en realidad fue: «Sólo Aldara podía encontrar a un profesor de aspecto tan exquisito». Tenía los ojos grandes y oscuros y unas largas pestañas, como los héroes de los dibujos animados de Disney.
– No, no, ya habíamos terminado -dijo Aldara-. Sólo estábamos entreteniéndonos. ¿Nos has oído? ¿No crees que sonamos bien juntos?
– Pensaba que era un disco -reconoció Daidre.
– ¿Lo ves? -gritó Aldara-. Narno, deberíamos tocar juntos: soy mucho mejor contigo que sola. -Y le dijo a Daidre-: Ha sido un encanto al darme clases; le hice una oferta que no pudo rechazar y aquí estamos. ¿No es verdad, Narno?
– Sí -respondió él-, pero tú tienes un don. Lo mío es cuestión de práctica, pero tú… Sólo necesitas que te animen.
– Lo dices para halagarme, pero si prefieres creerlo, no te lo discutiré. En cualquier caso, ése es tu papel. Tú eres quien me anima y me encanta cómo lo haces.
Él se rió, le levantó la mano y le dio un beso en los dedos. Llevaba una ancha alianza dorada.
Guardó la guitarra en su funda y se despidió de las dos. Aldara lo acompañó a la puerta, salió fuera con él e intercambiaron unos susurros. Luego regresó con Daidre.
Parecía un gato que había encontrado existencias infinitas de leche, pensó la veterinaria.
– Ya imagino qué oferta fue -dijo.
Aldara guardó su guitarra en la funda.
– ¿A qué oferta te refieres, cielo?
– A la que no pudo rechazar.
– Ah. -Aldara se rió-. Bueno, lo que ha de ser será. Tengo que hacer algunas cosas, Daidre; podemos charlar mientras las hago. Ven conmigo, si te parece.
La condujo a unas estrechas escaleras, cuyo pasamanos era una gruesa cuerda de terciopelo. Subió y llevó a Daidre al dormitorio, donde se puso a cambiar las sábanas de una gran cama que ocupaba la mayor parte del espacio.
– Piensas lo peor de mí, ¿verdad? -dijo Aldara.
– ¿Acaso te importa lo que yo piense?
– Claro que no. Qué lista eres. Pero a veces lo que piensas no es lo que es.