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Tiró el edredón al suelo, arrancó las sábanas del colchón y las dobló con cuidado en lugar de hacer una bola con ellas como habría hecho cualquier otra persona. Fue al armario de la caldera que había en el minúsculo descansillo junto a las escaleras y sacó unas sábanas limpias, que parecían caras y también fragantes.

– Nuestro acuerdo no es sexual, Daidre.

– No estaba pensando…

– Claro que sí. ¿Y quién podría culparte? Al fin y al cabo, me conoces. Toma, ayúdame con esto, ¿quieres?

Daidre se acercó. Los movimientos de Aldara eran hábiles: alisó las sábanas con afecto.

– ¿Verdad que son preciosas? -preguntó-. Son italianas. He encontrado una lavandera particular muy buena en Morwenstow. Está un poco lejos, pero hace maravillas con ellas y no confiaría mis sábanas a cualquiera. Son demasiado importantes, ya me entiendes.

No quería entenderlo. Para Daidre las sábanas eran sólo sábanas, aunque podía ver que éstas seguramente costaban más de lo que ella ganaba en un mes. Aldara era una mujer que no se privaba de los pequeños lujos de la vida.

– Tiene un restaurante en Launceston, al que fui a cenar un día. Cuando no recibía a los clientes, tocaba la guitarra. Y pensé: «Cuánto puedo aprender de este hombre». Así que hablé con él y llegamos a un acuerdo: Narno no quiso aceptar dinero, pero necesita colocar a algunos familiares y su restaurante no tiene tantos puestos de trabajo que ofrecer; su familia es muy extensa.

– Entonces, ¿trabajan para ti aquí?

– No me hacen falta. Pero Stamos siempre necesita trabajadores para el hotel en St. Ives y he comprobado que la culpa de un ex marido es una herramienta útil.

– No sabía que seguías hablándote con Stamos.

– Sólo cuando me puede servir de algo. Si no, por mí podría desaparecer de la faz de la tierra y, créeme, no me molestaría ni en decirle adiós. ¿Puedes remeter bien las sábanas, cielo? No soporto que se arruguen.

Se acercó adonde estaba Daidre y le enseñó hábilmente cómo quería que lo hiciera.

– Bonitas, limpias y preparadas -dijo cuando terminó. Entonces miró a Daidre con cariño. La luz de la habitación proyectaba un magnífico resplandor tenue y, gracias a él, Aldara parecía veinte años más joven-. No quiero decir que al final no acabe pasando. Narno sería un amante de lo más enérgico, creo, y es así como me gustan.

– Entiendo.

– Sé que sí. La policía ha estado aquí, Daidre.

– Por eso he venido.

– Entonces fuiste tú; me lo imaginaba.

– Lo siento, Aldara, pero no tuve elección. Dieron por sentado que era yo: pensaban que Santo y yo…

– ¿Y tenías que salvaguardar tu reputación?

– No fue por eso. Tienen que averiguar lo que le ocurrió y no lo harán si la gente no empieza a contar la verdad.

– Sí, ya te entiendo. Pero muchas veces la verdad es… Bueno, bastante inoportuna. Si la verdad de una persona es un golpe insoportable y a la vez innecesario para otra, ¿hay que contarla?

– Ese no es el tema.

– Pero lo que sí parece es que nadie le está contando a la policía todo lo que hay que contar, ¿no crees? Si fueron a hablar contigo antes que conmigo, sería porque la pequeña Madlyn no les contó todo.

– Quizás se sintiera demasiado humillada, Aldara. Encontrar a su novio en la cama con su jefa… Quizás fuera más de lo que quería decir.

– Supongo. -Aldara le dio una almohada y la funda correspondiente para que Daidre la pusiera mientras ella hacía lo mismo con la otra-. Pero ahora ya no tiene importancia, lo saben todo. Yo misma les conté lo de Max y, bueno, tenía que hacerlo, ¿no? Al final iban a descubrir su nombre. Mi relación con él no era ningún secreto, así que no puedo estar enfadada contigo cuando yo también he dado el nombre de alguien a la policía, ¿verdad?

– ¿Max sabía que…? -Daidre vio por la expresión de Aldara que sí-. ¿Madlyn?

– Santo -contestó Aldara-. Qué estúpido. Era una maravilla en la cama. Menuda energía tenía: entre las piernas, celestial, pero entre las orejas… -Aldara se encogió de hombros exageradamente-. Algunos hombres, tengan la edad que tengan, no funcionan según el sentido común que Dios les dio.

Colocó la almohada en la cama y alisó el borde de la funda, que era de encaje. Cogió la que tenía Daidre, hizo lo mismo y luego pasó a doblar el resto de la sábana de un modo acogedor. En la mesita de noche, había una vela votiva en un soporte de cristal; la encendió y se retiró para admirar el efecto.

– Precioso -dijo-. Bastante acogedor, ¿no crees?

A Daidre le parecía tener la cabeza embotada: la situación no se parecía en nada a cómo había creído que sería.

– Realmente no lamentas su muerte, ¿verdad? ¿Sabes lo que te hace parecer eso?

– No seas tonta, claro que lo lamento. No me gusta que Santo Kerne muriera como lo hizo, pero yo no lo maté…

– Por el amor de Dios, es muy probable que seas la razón por la que murió.

– Lo dudo mucho. Max tiene demasiado orgullo para matar a un rival adolescente y, en cualquier caso, Santo no lo era, un hecho sencillo que no conseguí que él comprendiera. Santo sólo era… Santo.

– Tu juguetito.

– Si el diminutivo es porque era joven, sí lo era. Y también era un juguete, sí. Pero dicho así suena frío y calculador y, créeme, no era ni una cosa ni la otra. Nos divertíamos juntos y eso era lo que había entre nosotros, única y exclusivamente. Diversión y excitación por ambas partes, no sólo por la mía. Oh, ya lo sabes, Daidre. No puedes alegar desconocimiento y lo entiendes bastante. No nos habrías dejado tu casa si no lo entendieras.

– No te sientes culpable.

Aldara señaló la puerta con la mano, para indicar que salieran de la habitación y bajaran otra vez. Mientras descendían por las escaleras, dijo:

– La culpa implica que estoy involucrada en esta situación de algún modo y no es así. Éramos amantes, punto. Éramos dos cuerpos que se encontraban en una cama durante unas horas. Eso es lo que era y si crees de verdad que el mero acto sexual provocó…

Llamaron a la puerta y Aldara miró la hora. Luego miró a Daidre. Su expresión era de resignación, un gesto que luego hizo ver a Daidre que debería haber anticipado lo que sucedería a continuación. Pero fue tonta y no lo anticipó.

Aldara abrió la puerta y un hombre entró en la habitación. Sólo tenía ojos para ella y no vio a Daidre. La besó con la familiaridad de un amante: un beso de bienvenida que se convirtió en uno persuasivo y Aldara no hizo nada para terminarlo prematuramente. Cuando acabó, le dijo a unos milímetros de su boca:

– Hueles a mar.

– He salido a hacer surf. -Entonces vio a Daidre y dejó caer las manos de los hombros de Aldara-. No sabía que tenías compañía.

– Daidre ya se iba -dijo Aldara-. ¿Conoces a la doctora Trahair, cariño? Daidre, te presento a Lewis.

Le resultaba vagamente familiar, pero no lo ubicaba; lo saludó con la cabeza. Había dejado el bolso en el borde del sofá y fue a recogerlo. Mientras lo hacía, Aldara añadió:

– Angarrack. Lewis Angarrack.

Y aquello provocó que Daidre se detuviera. Entonces reconoció el parecido, porque había visto a Madlyn en más de una ocasión, naturalmente, cuando iba a la sidrería Cornish Gold. Miró a Aldara, que tenía una expresión tranquila, pero le brillaban los ojos y seguro que el corazón le latía con fuerza mientras la expectación disparaba su sangre por todo su cuerpo hacia todos los lugares adecuados.

Daidre asintió, pasó junto a Lewis Angarrack y salió al estrecho porche. Aldara murmuró algo al hombre y la siguió afuera.

– Entenderás nuestro problemilla, creo -le dijo.

Daidre la miró.

– La verdad es que no.

– ¿Primero su novio y ahora su padre? Es importantísimo que no se entere nunca, naturalmente, para no disgustarla más. Es lo que quiere Lewis. Qué pena, ¿no crees?