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– ¿Por qué diablos pensaste…?

Will miró a Cadan. Madlyn miró a Will y luego a su hermano. Por su parte, éste pensó que era el momento ideal para salir a dar un paseo vespertino con Pooh.

* * *

Bea estaba estirándose con la ayuda de una silla de la cocina, cumpliendo con sus obligaciones para mantener su envejecida espalda más o menos libre de dolor, cuando oyó una llave en la cerradura. Al sonido siguió un golpeteo familiar -pam, pam, PAM, pom POM- y luego la voz de Ray:

– ¿Estás en casa, Bea?

– Diría que el coche es un indicio bastante bueno de ello -gritó-. Antes eras mucho mejor policía.

Oyó que se acercaba hacia ella. Bea todavía llevaba el pijama, pero como consistía en una camiseta y unos pantalones de chándal, no le molestaba que alguien la sorprendiera en su déshabillé matinal.

Ray iba de tiros largos. Ella lo miró agriamente.

– ¿Estás esperando impresionar a alguna jovencita?

– Sólo a ti.

Fue a la nevera, donde Bea había dejado una jarra de zumo de naranja. La sostuvo a contraluz, la olió con recelo, le pareció que estaba a su gusto y se puso un vaso.

– Sírvete -dijo ella con sarcasmo-. Siempre puedo hacer más.

– Gracias -contestó él-. ¿Todavía lo echas en los cereales?

– Hay cosas que no cambian, Ray. ¿Por qué estás aquí? ¿Y dónde está Pete? No estará enfermo, ¿no? Hoy tiene colegio. Espero que no hayas dejado que te convenza…

– Hoy entraba antes -dijo Ray-. Tenía algo en clase de ciencias. Le he llevado y me he asegurado de que entraba y no tenía pensado largarse y ponerse a vender hierba en la esquina.

– Qué gracioso. Pete no se droga.

– Qué dicha, la nuestra.

Bea no hizo caso al plural.

– ¿Por qué estás aquí a estas horas?

– Quiere más ropa.

– ¿No se la has lavado?

– Sí, pero dice que no podemos esperar que cuando salga del colegio lleve lo mismo día tras día. Sólo le pusiste dos mudas.

– En tu casa tiene ropa.

– Dice que le queda pequeña.

– Como si fuera a notarlo. Nunca le ha importado un pimiento qué se pone; llevaría la sudadera del Arsenal todo el día si pudiera y lo sabes muy bien. Así que respóndeme de una vez: ¿por qué estás aquí?

Ray sonrió.

– Me has pillado. Se te da muy bien interrogar al sospechoso, cariño. ¿Cómo va la investigación?

– ¿Quieres decir que cómo va, a pesar de no tener ningún agente del equipo de investigación criminal?

Ray bebió un sorbo de zumo de naranja y dejó el vaso en la encimera, donde se apoyó. Era un hombre bastante alto y estilizado. Tendría buen aspecto para cualquier jovencita para quien se hubiera vestido, pensó Bea.

– A pesar de lo que crees, hice todo lo que estaba en mi mano con el tema del personal, Beatrice. ¿Por qué siempre piensas lo peor de mí?

Bea frunció el ceño. No contestó enseguida. Realizó un estiramiento más y entonces se levantó de la silla. Suspiró y dijo:

– No avanzamos ni mucho ni deprisa. Me gustaría decir que estamos estrechando el cerco sobre alguien, pero cada vez que lo he pensado, los acontecimientos o la información me han demostrado que me equivocaba.

– ¿Lynley te sirve de ayuda? Bien sabe Dios que tiene experiencia.

– Es un buen hombre, de eso no hay duda. Y nos han mandado a su compañera de Londres. Diría que ha venido más a vigilarle a él que a ayudarme a mí, pero es una buena policía, aunque un poco heterodoxa. Se desconcentra bastante con él…

– ¿Está enamorada?

– Ella lo niega, pero si lo está, no tiene la más mínima posibilidad. Decir que son como el día y la noche es quedarse corto; creo que está preocupada por él. Hace años que son compañeros y le importa; tienen una historia, por muy extraño que pueda ser. -Bea se alejó de la mesa y llevó el cuenco de cereales al fregadero-. En cualquier caso, son buenos policías, eso se ve. Ella es un perro de presa y él es muy rápido, pero me gustaría un poco más si tuviera menos ideas propias.

– Siempre te ha gustado que tus hombres sean así -apuntó Ray.

Bea le miró, pasó un momento y un perro ladró en el vecindario.

– Ha sido un golpe bajo -dijo.

– ¿Sí?

– Sí, Pete no era una idea. Era… Es una persona.

Ray no evitó su mirada ni su comentario. Bea registró el hecho como la primera vez que hacía cualquiera de las dos cosas.

– Tienes razón. -Le sonrió con cariño, aunque compungido-. No era una idea. ¿Podemos hablar del tema, Beatrice?

– Ahora no -dijo ella-, tengo trabajo, como bien sabes. -No añadió lo que quería decir realmente: que el momento de hablar había sido quince años atrás. Tampoco añadió que había elegido el momento mostrando muy poca consideración por su situación, algo que siempre había sido muy típico de Ray. Pero no pensó en qué significaba dejar pasar una oportunidad como aquélla, sino que activó el modo matinal y se preparó para ir a trabajar.

Sin embargo, de camino en el coche, ni siquiera Radio Four la distrajo lo suficiente como para no darse cuenta de que Ray prácticamente acababa de admitir por fin su ineptitud como marido. No estaba segura de qué hacer con aquel dato, así que agradeció entrar en el centro de operaciones y ver que sonaba el teléfono. Descolgó antes de que lo hiciera cualquiera de los miembros de su equipo, que iban de un sitio para otro, esperando sus tareas. Esperaba que alguien, al otro lado del hilo telefónico, le diera una idea de qué ordenarles que hicieran a continuación.

Resultó que Duke Clarence Washoe, de Chepstow, tenía disponible el informe preliminar de la comparación de los cabellos que le había dado. ¿Estaba lista para escucharlo?

– Agasájeme -le dijo.

– Microscópicamente, se parecen -dijo.

– ¿Sólo se parecen? ¿No coinciden?

– No podemos sacar una coincidencia con lo que tenemos. Estamos hablando de cutícula, córtex y médula. No es ADN.

– Lo sé. Bueno, ¿qué puede decirme?

– Son humanos, similares y podrían pertenecer a la misma persona o a dos familiares. Pero sólo se trata de una posibilidad. Verá, no tengo ningún problema en dejar constancia de los detalles del microscopio, pero hacer más análisis implica tiempo.

Y dinero, pensó Bea. El hombre no lo dijo, pero ambos lo sabían.

– ¿Sigo, entonces? -estaba preguntándole.

– Depende de la cuña. ¿Qué hay de eso?

– Un corte directo y sin titubeos. No hubo varios intentos, ni tampoco estrías. Debe buscar una máquina, no una herramienta manual, y con una hoja bastante nueva.

– ¿Está seguro?

Una máquina para cortar cables estrechaba considerablemente el campo. Bea sintió una ligera emoción.

– ¿Quiere que se lo explique con pelos y señales?

– Con los pelos me basta.

– Aparte de la posibilidad de dejar estrías, una herramienta manual hundiría tanto la parte superior como la inferior del cable y quedarían pegadas. Una máquina realiza un corte más limpio; además, los extremos también están brillantes. Lo estoy expresando de manera no científica. ¿Quiere que utilice la jerga adecuada?

Bea saludó con la cabeza a la sargento Havers cuando ésta entró en la sala. Esperaba que Lynley asomara tras ella, pero no apareció, por lo que frunció el ceño.

– ¿Inspectora? -dijo Washoe al otro lado del hilo telefónico-. ¿Quiere que…?

– Lo que me ha dicho está bien -le dijo-. Resérvese los términos científicos para el informe oficial.

– Lo haré.

– Y… ¿Duke Clarence?

Se estremeció al pronunciar el nombre del pobre diablo.

– ¿Jefa?

– Gracias por acelerar el tema del cabello.

Bea oyó que el hombre agradecía sus palabras mientras colgaba. Reunió a los pocos miembros de su equipo. Buscaban una herramienta mecánica, les dijo y les dio los detalles sobre la cuña tal como Washoe se los había explicado a ella. ¿Qué opciones tenían de encontrar una? ¿El agente McNulty?, se preguntó.