– Estrictamente hablando, no. No tenía ni idea de que estaba por la zona, creía que estaba en Londres. Pero sí, le pedí que investigara tu pasado, así que supongo que…
Hizo un pequeño ademán con la mano, un gesto europeo que le decía que completara ella la idea.
Y ella se alegró de hacerlo.
– Mentiste. No me gusta, podrías habérmelo preguntado.
– En realidad, lo hice pero seguramente no pensaste que comprobaría las respuestas.
– Para verificarlas, para asegurarte de…
– De que no mentías.
– Dudas de mí. Te parezco una asesina.
Él negó con la cabeza.
– Me pareces una asesina tan poco probable como cualquier persona con la que me haya tropezado, pero forma parte de mi trabajo. Y cuanto más te preguntaba, más descubría que había datos de tu historia…
– Creía que nos estábamos conociendo. Qué tonta he sido.
– Y así era, Daidre. Así es. Era una parte. Pero desde el principio hubo incongruencias en lo que dijiste sobre ti que no podían pasarse por alto.
– Querrás decir que tú no podías pasarlas por alto.
Lynley la miró. Su expresión era sincera.
– Yo no podía pasarlas por alto -dijo-. Una persona ha muerto, y yo soy policía.
– Entiendo. ¿Quieres compartir conmigo lo que descubriste?
– Si quieres.
– Quiero.
– El zoo de Bristol.
– Trabajo allí. ¿Alguien afirma lo contrario?
– No hay ningún cuidador de primates que se llame Paul y tampoco ninguna Daidre Trahair nacida en Falmouth. ¿Quieres explicármelo?
– ¿Vas a arrestarme?
– No.
– Pues entonces ven conmigo, recoge tus cosas porque quiero enseñarte algo. -Se dirigió hacia la puerta, pero allí se detuvo. Le ofreció una sonrisa que sabía frágil-. ¿O quieres llamar primero a la inspectora Hannaford y a la sargento Havers y decirles que te vienes conmigo? Al fin y al cabo, puede que te tire por un acantilado, por lo que querrán saber dónde encontrar el cadáver.
Daidre no esperó a oír su respuesta ni a ver si accedía a la oferta. Se dirigió a las escaleras y desde allí fue hacia el coche. Se tranquilizó diciéndose que en realidad no importaba si Lynley la seguía o no. Se felicitó por no sentir absolutamente nada. Decidió que había recorrido un largo camino.
Lynley no llamó a la inspectora Hannaford ni a Barbara Havers. Al fin y al cabo, era un agente libre, no estaba de prestado, ni de servicio, ni nada de nada. Sin embargo, se llevó el móvil en cuanto terminó de ponerse los calcetines -gracias a Dios, estaban mucho más secos que durante el desayuno- y cogió la chaqueta. Encontró a Daidre en el aparcamiento, con el Opel parado. Se había quedado pálida durante su conversación, pero había recuperado el color mientras le esperaba.
Subió al coche y, al estar más cerca de ella, percibió su perfume. Éste le recordó a Helen, pero no la fragancia en sí misma, sino el hecho de que la llevara. La de su mujer era cítrica, el Mediterráneo en un día de sol, mientras que la de Daidre era… Olía al instante después de la lluvia, al aire fresco tras la tormenta. Por un momento fugaz echó tanto de menos a Helen que pensó que se le pararía el corazón, pero no ocurrió, naturalmente. Cogió el cinturón de seguridad y se lo abrochó con torpeza.
– Vamos a Redruth -le dijo Daidre-. ¿Quieres llamar a la inspectora Hannaford si no lo has hecho ya? ¿Sólo para estar a salvo? Aunque como antes he visto a tu sargento Havers, podría decirles a las autoridades que la última persona en verte con vida fui yo.
– La verdad es que no creo que seas una asesina -replicó él-. Nunca lo he pensado.
– ¿No?
– No.
Arrancó el coche.
– Entonces quizá pueda hacerte cambiar de opinión.
Partieron con una sacudida, dando botes en el terreno irregular del aparcamiento y cogieron la carretera. Era un viaje largo, pero no hablaron durante el trayecto. Daidre puso la radio; escucharon las noticias, una tediosa entrevista a un engreído novelista de voz nasal que, evidentemente, esperaba que lo nominaran para el Premio Booker y, después, un debate sobre alimentos manipulados genéticamente. Por fin Daidre le pidió que eligiera un CD de la guantera y él obedeció. Escogió uno al azar, que resultó ser de los Chieftains. Lo puso y ella subió el volumen.
En Redruth, la veterinaria evitó el centro del pueblo y siguió las señales hacia Falmouth. Lynley no se alarmó, pero entonces la miró. Ella no lo hizo. Tenía la mandíbula tensa, pero su expresión parecía de resignación, la mirada de alguien que había llegado al final del juego. Inesperadamente, sintió una breve punzada de arrepentimiento, aunque si le hubieran preguntado no habría sabido decir de qué se arrepentía.
Poco después de pasar Redruth, giró en una carretera secundaria y luego en otra, el tipo de camino estrecho que conecta dos o más aldeas. Señalaba la dirección de Carnkie, pero en lugar de recorrerlo, se detuvo en un cruce, un mero triángulo de tierra donde se podía parar y consultar un mapa. Lynley esperaba que hiciera justamente eso, pues le parecía que estaban en medio de una nada caracterizada por un seto de tierra, reforzado parcialmente por piedra, y una extensión de terreno abierto por detrás, salpicado de vez en cuando por unas enormes rocas. A lo lejos, había una granja de granito; entre ellos y esta construcción, las ovejas comían zuzones y álsines además de maleza.
– Háblame de la habitación donde naciste, Thomas -dijo Daidre.
Era, pensó, una petición de lo más extraña.
– ¿Por qué quieres saberlo?
– Me gustaría imaginármela, si no te importa. Me contaste que naciste en casa, no en el hospital, sino en la mansión familiar. Me preguntaba qué tipo de casa es. ¿Naciste en el dormitorio de tus padres? ¿Compartían habitación? ¿La gente como vosotros hace eso, por cierto?
«La gente como vosotros.» Estaban en pie de guerra. Era un momento extraño para sentir el tipo de desesperación que le había asolado en otros momentos de su vida: siempre recordándole que algunas cosas no se transformaban en un mundo cambiante, sobre todo éstas.
Se desabrochó el cinturón, abrió la puerta, salió del coche y caminó hasta el seto. En esta zona el viento era fuerte, porque no había nada que lo obstaculizara. Transportaba los balidos de las ovejas y el aroma del humo de la madera. Detrás de él, oyó que se abría la puerta de Daidre y, al cabo de un momento, la veterinaria estaba a su lado.
– Mi mujer me lo dejó bastante claro cuando nos casamos: «Por si se te ha pasado por la cabeza, nada de esa tontería de habitaciones separadas», dijo. «Nada de tímidas visitas conyugales tres veces por semana, Tommy. Nuestros encuentros maritales se producirán en el momento y en el lugar que deseemos y cuando nos durmamos por la noche, lo haremos en presencia del otro.» -Sonrió y miró a las ovejas, la extensión de terreno, sus ondulaciones ampliándose hacia el horizonte-. Es una habitación bastante grande, con dos ventanas con alféizares profundos que dan a un jardín de rosas. Hay una chimenea, que todavía se usa en invierno porque por mucha calefacción central que haya, esas casas son imposibles de calentar, y una zona para sentarse delante. La cama está enfrente de las ventanas y también es grande; está completamente tallada, es italiana. Las paredes son de color verde pálido; hay un pesado espejo dorado encima de la chimenea y una colección de miniaturas en la pared de al lado. Entre las ventanas, encima de una mesa en forma de media luna, tenemos una urna de porcelana. Hay retratos colgados en las paredes y dos paisajes franceses, además de fotografías familiares en las mesas auxiliares. Eso es todo.
– Suena impresionante.
– Es más cómoda que impresionante. Chatsworth no debe preocuparse por la competencia.