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– Al depósito, para practicarle la autopsia -dijo McNulty-. Lo siento muchísimo.

– Oh, Dios mío. -Abajo se abrió la puerta principal. Ben fue a la entrada del salón y gritó-: ¿Dellen?

Se oyeron unos pasos que procedían de las escaleras, pero fue Kerra y no la mujer de Ben la que apareció en la entrada. Llenó el suelo de gotas de agua y se quitó el casco de ciclista. El único trozo de su cuerpo que parecía seco era la parte alta de la cabeza. Miró al agente.

– ¿Ha pasado algo? -preguntó luego a su padre.

– Santo. -Ben habló con voz ronca-. Santo ha muerto.

– Santo -repitió la chica-. ¿Santo? -Kerra miró a su alrededor con una especie de pánico-. ¿Dónde está Alan? ¿Dónde está mamá?

Ben se descubrió incapaz de mirarla a los ojos.

– Tu madre no está.

– Pero ¿qué ha pasado?

Ben le contó lo poco que sabía.

– ¿Santo estaba escalando? -dijo ella, igual que su padre, y lo miró con una expresión que decía lo mismo que pensaba Ben: si Santo estaba escalando seguramente era por su padre.

– Sí -dijo Ben-, ya lo sé. Ya lo sé, no hace falta que me lo digas.

– ¿Qué es lo que sabe, señor? -Fue el policía quien habló.

A Ben se le ocurrió que estos primeros momentos eran fundamentales a los ojos de la policía. Siempre serían fundamentales porque los agentes todavía no sabían a qué se enfrentaban. Tenían un cadáver y suponían que eso se correspondía con un accidente, pero por si acaso resultaba no serlo, debían estar preparados para culpar a alguien y formular preguntas relevantes y… por el amor de Dios, ¿dónde estaba Dellen? Ben se frotó la frente. Pensó, inútilmente, que todo aquello era culpa del mar, de haber vuelto a la costa, de no sentirse totalmente a gusto a menos que tuviera cerca el sonido de las olas; le habían obligado a sentirse a gusto durante años y años mientras se pasaba todo el tiempo añorando esa gran masa ondeante, ese ruido y esa emoción que despertaba en él. Y ahora esto. Era culpa suya que Santo estuviera muerto.

«Nada de surf -le había dicho-. No quiero que hagas surf. ¿Sabes cuántos tíos echan a perder sus vidas sólo saliendo a ver qué pasa, esperando una ola? Es de locos. Un desperdicio.»

– … de relaciones -estaba diciendo el agente McNulty.

– ¿Qué? -dijo Ben-. ¿Qué es eso? ¿Relaciones?

Kerra estaba mirándole con sus ojos azules entrecerrados. Parecía estar especulando, que era la última manera como quería que su hija lo mirara en ese momento.

– El agente estaba diciéndonos que mandarán a un agente de relaciones familiares en cuanto tengan una fotografía de Santo y estén seguros -explicó Kerra, y luego se dirigió a McNulty-. ¿Por qué necesitan una foto?

– No llevaba ninguna identificación encima.

– Entonces, ¿cómo…?

– Encontramos el coche en un área de descanso cerca de Stowe Wood. Su carné de conducir estaba en la guantera y las llaves que había en su mochila encajaban en la cerradura de la puerta.

– Así que es una mera formalidad -señaló Kerra.

– Básicamente sí. Pero hay que hacerlo.

– Iré a por una foto, entonces. -Se marchó a buscarla. Ben estaba maravillado con ella. Kerra, siempre diligente. Llevaba su competencia como una coraza. Le rompía el corazón.

– ¿Cuándo podré verle? -preguntó.

– Hasta después de la autopsia no, me temo.

– ¿Por qué?

– Son las normas, señor Kerne. No les gusta que nadie se acerque al… a él… hasta después. Los forenses, ¿sabe?

– Le abrirán.

– No lo notará, no es lo que piensa. Después lo coserán, son buenos en su trabajo. No lo notará.

– No es un pedazo de carne, maldita sea.

– Por supuesto que no. Lo siento, señor Kerne.

– ¿Lo siente? ¿Tiene hijos?

– Un niño, sí. Tengo un hijo, señor. Su pérdida es lo peor que se puede experimentar. Lo sé, señor Kerne.

Ben se quedó mirándolo con los ojos encendidos. El agente era joven, seguramente tenía menos de veinticinco años. Creía que sabía cómo funcionaba el mundo, pero no tenía ni idea, ni la menor idea, de qué había ahí fuera y qué podía ocurrir. No sabía que no había forma de prepararse ni de controlarlo. En un abrir y cerrar de ojos, el tren de la vida pasaba y sólo tenías dos opciones: o subías o te arrollaba. Si intentabas encontrar un término medio, fracasabas.

Kerra regresó con una foto en la mano. Se la entregó al agente McNulty diciendo:

– Éste es Santo. Es mi hermano.

McNulty lo miró.

– Un chico guapo -comentó.

– Sí -dijo Ben resoplando-. Se parece a su madre.

Capítulo 4

– Antes.

Daidre eligió su momento al quedarse a solas con Thomas Lynley cuando el sargento Collins se marchó a la cocina a prepararse otra taza de té. Collins ya se había bebido cuatro. Daidre esperaba que no tuvieran que quedarse allí aquella noche porque, si su olfato no le fallaba, se había servido su mejor té Russian Caravan.

Thomas Lynley se levantó. Había estado mirando la chimenea. Estaba sentado junto a ella, pero no cómodamente con sus largas piernas estiradas como cabría esperar de un hombre que quisiera disfrutar del calor del fuego, sino con los codos sobre las rodillas y las manos colgando delante de él.

– ¿Qué? -dijo.

– Cuando le ha preguntado, usted ha dicho «antes». Él ha dicho New Scotland Yard y usted ha contestado «antes».

– Sí -dijo Lynley-. Antes.

– ¿Ha dejado el trabajo? ¿Por eso está en Cornualles?

El hombre la miró. Una vez más, Daidre vio la herida que había visto antes en sus ojos.

– No lo sé muy bien. Supongo que sí. Que lo he dejado, quiero decir.

– ¿Qué clase de…? Si no le importa que le pregunte, ¿qué clase de policía era?

– Uno bastante bueno, creo.

– Lo siento. Me refería… Bueno, hay muchas clases distintas, ¿verdad? Policías especiales, los que protegen a la realeza, antivicio, policía local…

– Asesinatos.

– ¿Investigaba crímenes?

– Sí. Eso hacía exactamente. -Volvió a mirar la chimenea.

– Debía de ser… difícil. Descorazonador.

– ¿Ver la inhumanidad del ser humano? Lo es.

– ¿Por eso lo dejó? Lo siento, estoy siendo una entrometida, pero… ¿Su corazón ya no podía soportar tanto sufrimiento?

Lynley no contestó.

La puerta de entrada se abrió con un golpe y Daidre notó la ráfaga de viento que se coló en la habitación. Collins salió de la cocina con su taza de té cuando la inspectora Hannaford regresó. Llevaba un mono blanco colgado del brazo y se lo lanzó a Lynley.

– Pantalones, botas y chaqueta -dijo. Era una orden, claramente. Y a Daidre-: ¿Y su ropa?

Daidre señaló la bolsa de plástico en la que había metido su vestimenta después de ponerse unos vaqueros azules y un jersey amarillo.

– Thomas se va a quedar sin zapatos.

– No pasa nada -dijo éste.

– Sí que pasa. No puede pasearse por…

– Me compraré otro par.

– De todos modos, de momento no los necesitará -dijo Hannaford-. ¿Dónde puede cambiarse?

– En mi habitación. O en el baño.

– Adelante, pues.

Lynley ya se había puesto en pie cuando la inspectora se reunió con ellos. Menos por anticipación, parecía, que por años de educación y buenos modales. La inspectora era una mujer: un hombre se levantaba cortésmente cuando una mujer entraba en la habitación.

– ¿Ha llegado la policía científica? -le preguntó Lynley.

– Y el patólogo. También tenemos una foto del chico muerto. Se llama Alexander Kerne, un chico de Casvelyn. ¿Le conocía? -Hablaba con Daidre. El sargento Collins estaba parado en la puerta de la cocina como si no estuviera seguro de si debía tomarse un té estando de servicio.

– ¿Kerne? El nombre me suena, pero no sé de qué. Creo que no lo conozco.