– Parece… adecuada para alguien de tu talla.
– Sólo es el lugar donde nací, Daidre. ¿Por qué querías saberlo?
Daidre volvió la cabeza. Su mirada lo abarcó todo: el seto de tierra, las piedras, las rocas del campo, el minúsculo cruce donde habían aparcado.
– Porque yo nací aquí -dijo.
– ¿En esa granja?
– No, aquí, Thomas. En este… Bueno, como quieras llamarlo. Aquí. -Se acercó a una piedra y vio que cogía una tarjeta de debajo de ésta, que le entregó. Mientras lo hacía, le dijo-: ¿Me dijiste que Howenstow es de estilo jacobino?
– En parte, sí.
– Es lo que pensaba. Bueno, lo que yo tuve era un poco más humilde. Echa un vistazo.
Vio que le había dado una postal con la imagen de una caravana gitana. Era de las que en su día embellecían el campo con aires cíngaros: el vehículo color rojo intenso, el techo arqueado verde, las llantas amarillas. Lo examinó. Como Daidre no parecía en absoluto gitana, sus padres debían de estar de vacaciones, pensó. En Cornualles, los turistas llevaban años haciéndolo: alquilaban caravanas y jugaban a ser gitanos.
Daidre pareció leerle la mente, porque dijo:
– No tiene nada de romántico, me temo. No les sorprendió en mitad de unas vacaciones ni tengo orígenes gitanos. Mis padres eran nómadas, Thomas; los suyos también lo eran. Y también mis tías y tíos, los pocos que tengo. Aquí estaba aparcada nuestra caravana cuando nací. Nuestro alojamiento nunca fue tan pintoresco como éste -señaló la postal-, porque hacía años que no la pintaban, pero por lo demás era casi igual. Bastante distinto a Howenstow, ¿no crees?
Lynley no sabía bien qué decir ni si debía creerla.
– Vivíamos… Diría que bastante apretujados, supongo, aunque las cosas mejoraron un poco cuando tenía ocho años. Pero durante una época fuimos cinco en una lata de sardinas. Yo, mis padres y los mellizos.
– Los mellizos.
– Mi hermano y mi hermana. Tres años menores que yo. Y ninguno nació en Falmouth.
– Entonces, ¿no eres Daidre Trahair?
– Sí, en cierto modo.
– No lo entiendo. ¿«En cierto modo»?, ¿en cuál?
– ¿Te gustaría conocer quién soy realmente?
– Supongo que sí.
Ella asintió. No había dejado de mirarle desde que Lynley había levantado la vista de la postal y parecía intentar evaluar su reacción. Lo que vio en su rostro la tranquilizó o le dijo que no tenía sentido seguir confundiéndole.
– Bien, entonces, ven conmigo, Thomas. Hay mucho más que ver.
Cuando Kerra salió de su despacho para pedir consejo a Alan sobre un tema de contrataciones, se quedó muy sorprendida al ver a Madlyn Angarrack en la recepción. Estaba sola y llevaba el uniforme de la panadería; Kerra tuvo la extraña sensación de que la chica había ido a entregar un pedido de empanadas, así que miró hacia el mostrador de la recepción para ver si había una caja de Casvelyn de Cornualles encima.
Al no ver ninguna, Kerra dudó. Imaginó que Madlyn estaría allí por algún otro motivo, al parecer, y supuso que el asunto en cuestión tal vez tuviera que ver con ella, pero no quería intercambiar más palabras ásperas con la chica. De algún modo, sentía que ya había dejado atrás todo eso.
Madlyn la vio y pronunció su nombre. Le temblaba la voz, como si temiera la reacción de Kerra. Era bastante razonable, decidió. Su última conversación no había ido bien y no se habían despedido precisamente como amigas. En realidad, hacía siglos que no lo eran.
Madlyn siempre había irradiado salud, pero ahora no la transmitía. Parecía como si no hubiera dormido bien y su pelo oscuro había perdido parte de su lustre. Sus ojos, sin embargo, seguían siendo los de siempre: grandes, oscuros y convincentes, te absorbían. Sin duda era lo que habían hecho con Santo.
– ¿Podemos hablar? -le preguntó Madlyn-. He pedido media hora libre en la panadería. He dicho que tenía un asunto personal…
– ¿Conmigo?
Al mencionar la panadería, Kerra pensó que Madlyn había venido a buscar trabajo y ¿quién podía culparla por ello? A pesar de la relativa fama de sus empanadas, nadie podía esperar hacer carrera en Casvelyn de Cornualles, ni divertirse demasiado. Y Madlyn podía dar clases de surf si Kerra lograba convencer a su padre para que las ofreciera.
– Sí, contigo. ¿Podríamos… en algún sitio?
Entonces Alan salió del despacho.
– Kerra, acabo de hablar con el equipo de vídeo y estará disponible… -Se interrumpió al ver a Madlyn. Su mirada fue de ella a Kerra y se quedó allí, con una expresión cálida. Asintió con la cabeza y dijo-: Oh. Ya hablaremos después. Hola, Madlyn. Es fantástico volver a verte.
Entonces se marchó y Kerra tuvo que enfrentarse a la razón que había llevado a Madlyn a hablar con ella.
– Supongo que podríamos subir al salón -le sugirió.
– Sí, por favor -aceptó Madlyn.
Kerra la condujo hasta el salón. Desde allí vio que fuera, abajo, su padre daba instrucciones a dos tipos que estaban destrozando un parterre que ribeteaba la franja cortada de césped para jugar a bolos. Tenían unos contenedores con arbustos que debían ir al final del parterre y Kerra vio que los trabajadores los habían plantado delante.
– ¿En qué están pensando? -murmuró Kerra. Y luego le dijo a Madlyn-: Es para que los menos aventureros tengan algo que hacer.
Madlyn parecía confusa.
– ¿El qué?
Kerra vio que la otra chica ni había mirado fuera, de lo nerviosa que estaba aparentemente.
– Hemos hecho una pista de bolos sobre el césped, detrás de la instalación para trepar la cuerda. Papá cree que no la va a utilizar nadie, pero fue idea de Alan y él dice que es posible que alguna familia venga con los abuelos y que éstos, precisamente, no querrán ponerse a hacer rápel o a trepar por la cuerda. Le dije que no conocía en absoluto a los abuelos de hoy en día, pero insistió, así que hemos dejado que se salga con la suya. Ha tenido razón con otros temas y si no funciona, siempre podemos dedicar el espacio a otra cosa, al croquet o algo así.
– Sí, ya lo veo. Que tendrá razón, digo. Siempre me ha parecido… Parece muy listo.
Kerra asintió y esperó a que Madlyn revelara la razón de su visita. Una parte de ella estaba dispuesta a decirle de entrada que no era probable que Ben Kerne ofreciera clases de surf, pero otra quería brindarle la oportunidad de exponer sus argumentos. Sin embargo, una última parte tenía la pequeña sospecha de que todo aquello no estaba relacionado con ningún trabajo, así que dijo, esperanzada:
– Aquí estamos, pues. ¿Quieres un café o algo, Madlyn?
La chica dijo que no con la cabeza, fue hacia uno de los sofás nuevos y se sentó en el borde. Esperó a que Kerra ocupara un lugar delante de ella.
– Siento mucho lo de Santo -dijo entonces. Se le humedecieron los ojos, un cambio importante respecto a su encuentro anterior-. No te lo dije como es debido la otra vez que hablamos, pero lo siento muchísimo.
– Sí, bueno, me lo imagino.
Madlyn se estremeció.
– Sé lo que piensas, que quería verlo muerto o, al menos, que sufriera. Pero no es así; en realidad no.
– No habría sido tan raro, al menos que quisieras que sufriera tanto como lo que él te hizo a ti. Se portó fatal contigo y yo creía que podía pasar. Intenté advertirte.
– Ya lo sé, pero, verás, creía que tú…
Madlyn se pasó la mano con fuerza por el delantal. El uniforme le quedaba horrible: el color y el estilo no eran los apropiados. A Kerra le parecía asombroso que Casvelyn de Cornualles pudiera retener a las chicas en sus puestos de trabajo haciéndoles llevar esa ropa.
– Creía que eran celos, ¿sabes?
– ¿Qué? ¿Que te quería para mí? ¿Sexualmente o algo así?
– Eso no, en otros sentidos, en el de la amistad. No le gusta compartir a sus amigas, pensé. De eso se trata.
– Bueno, sí, de eso se trataba. Eras mi amiga y no entendía cómo podías estar con él y seguir siéndolo… Era muy complicado, por cómo era él. Y ¿qué pasaría cuando te dejara? Me preguntaba eso.
– Entonces, sabías que haría lo que hizo.
– Creía que podía pasar, porque era su estilo. Y luego ¿qué? No querrías venir por aquí y que todo te recordara a él, ¿no? Incluso estando conmigo te pasaría lo mismo, te pondría en la situación de tener que oír hablar de Santo cuando no estarías preparada. Era demasiado difíciclass="underline" no veía la forma de solucionarlo y no sabía cómo expresar con palabras lo que sentía, al menos no de un modo sensato, que me hiciera parecer razonable.
– No me gustó perderte como amiga.
– Sí, bueno. Así son las cosas.
Kerra pensó: «¿Y ahora qué?». No podían retomar su relación donde la habían dejado antes de Santo. Habían ocurrido demasiadas cosas y todavía tenían que enfrentarse a la realidad de la muerte de su hermano. Ésta y la manera en que se había producido flotaban entre ellas incluso ahora. Era el gran tema que no mencionaban y así se quedaría mientras existiera la más mínima posibilidad de que Madlyn Angarrack estuviera implicada.
La propia Madlyn pareció comprenderlo, porque a continuación dijo:
– Me asusta lo que le pasó. Yo estaba enfadada y dolida, y otras personas saben que me encontraba así. No mantuve en secreto… lo que me había hecho: mi padre, mi hermano y otras personas, como Will Mendick o Jago Reeth, lo sabían. Uno de ellos… Verás… Puede que alguien le hiciera daño, pero yo no deseaba que pasara. Nunca lo quise.
Kerra sintió que un hormigueo de aprensión le recorría la columna vertebral.
– ¿Alguien pudo hacerle daño a Santo para vengarte? -preguntó.
– Yo nunca quise… Pero ahora que lo sé…
Cerró las manos y Kerra vio que sus uñas -esas medialunas perfectamente cortadas- se clavaban en sus palmas, como para decirle que ya había hablado suficiente.
– Madlyn, ¿sabes quién mató a Santo? -dijo Kerra lentamente.
– ¡No!
Esa forma de elevar la voz sugería que Madlyn todavía no había dicho aquello que había ido a comunicarle.
– Pero sabes algo, ¿verdad? ¿Qué?
– Es sólo que… Will Mendick vino a casa anoche. Lo conoces, ¿verdad?
– Ese tipo del supermercado; sé quién es. ¿Qué pasa con él?
– Él pensaba… Verás, hablé con él, ya te lo he dicho. Fue una de las personas a quien le conté lo de Santo y lo que había pasado. No todo, pero lo suficiente. Y Will… -Parecía que Madlyn no podía terminar, pues se retorcía las manos en el dobladillo del delantal y parecía abatida-. No sabía que yo le gustaba -acabó.
– ¿Me estás diciendo que le hizo algo a Santo porque tú le gustabas? ¿Para… escarmentarlo por ti?
– Dijo que le dio una lección. Él… No creo que hiciera más que eso.
– Ellos dos eran amigos. No sería imposible que tuviera acceso al equipo de escalada de Santo, Madlyn.
– No puedo creer que él… No lo habría hecho.
– ¿Se lo has contado a la policía?
– Verás, no lo sabía hasta anoche. Y si hubiera sabido que planeaba hacerlo o que pensaba en ello… No quería que Santo sufriera, o sí quería que lo hiciera, pero no de esta forma. ¿Sabes qué quiero decir? Quería que sufriera por dentro, igual que yo. Y ahora tengo miedo de…
Estaba dejando el delantal hecho un desastre. Había hecho una bola y lo había arrugado irremediablemente. En Casvelyn de Cornualles no les iba a gustar.
– Crees que Will Mendick lo mató por ti -afirmó Kerra.
– Alguien. Quizás, y yo no quería eso. No pedí… No dije…
Por fin Kerra entendió por qué había ido a verla: empezó a asimilarlo y aquello le ayudó a comprender mejor quién era Madlyn. Tal vez fuera por el cambio fundamental que Alan había obrado dentro de ella. No sabía por qué, pero por fin tenía unos sentimientos distintos hacia la chica y podía ver las cosas desde su perspectiva. Se levantó del lugar que ocupaba delante de ella y se sentó a su lado. Pensó en cogerle la mano, pero no lo hizo. Demasiado brusco, pensó, demasiado pronto.
– Madlyn, tienes que escucharme -dijo-. No creo que tuvieras nada que ver con lo que le ocurrió a Santo. Tal vez lo pensara en algún momento y seguramente lo hice, pero no era real. ¿Lo entiendes? Lo que le ocurrió a Santo no fue culpa tuya.
– Pero le dije a la gente…
– Lo que fuera, pero dudo que alguna vez dijeras que querías que muriera.
Madlyn rompió a llorar. Si era de la pena que había retenido dentro demasiado tiempo o de alivio, Kerra no lo sabía.
– ¿De verdad lo crees? -le preguntó Madlyn.
– Por supuesto que sí.